viernes, 28 de agosto de 2015

... Y además es pintor





A raíz de este interesante video sobre los entresijos de la música (gracias, lectores…) en el que la entrevistada, Carmen París, da su personal punto de vista sobre los problemas que afectan a la industria de la música y de la cultura en general, se me ocurrió que sería pertinente hablar de esos mismos males -sí, prácticamente son los mismos, con alguna variación- centrándome en el ámbito de la pintura para ver a qué conclusión se llega y tratar de averiguar dónde radica el problema que mantiene la cultura en un nivel tan lamentable de mediocridad y estupidez, donde el producto de calidad, que existe, se encuentra demasiado a menudo relegado al olvido o la marginación.

Si en el vídeo se denuncia el abuso que se hace de las “fórmulas del éxito musical”, en pintura, salvando las distancias, se pueden encontrar rasgos que apuntan en esa misma dirección. Si se atiende a la actualidad de las publicaciones especializadas o se acude a lo que se expone en galerías de arte y ferias como exponentes de las novedades creativas (hablar de vanguardia me parece por completo fuera de lugar) nos podemos encontrar con ciertas corrientes que se repiten con una sospechosa frecuencia y entre las que se pueden distinguir las que aparecen desde la dimensión formal como una forma de manierismo, entendido como exhibición de virtuosismo técnico (aquí se puede mencionar el hiperrealismo)
Foto 1: J. Hess, No lifeguard on duty
, y las que vienen derivadas de una “interpretación” de lo conceptual como mera provocación de una reacción en el espectador, ya sea mediante lo curioso, lo obsceno o lo agresivo.
Foto 2: Vik Muniz, Mass (1997)
Foto 3: C. Jones, Esqueleto
 No es raro que ambas tendencias se junten en una misma obra, aunque el resultado no tiene por qué ser mejor. A la postre, lo que aparece muy a menudo es un conjunto de obras realizadas por verdaderos virtuosos técnicos que ponen sus capacidades al servicio de la banalidad, lo efímero, lo autorreferencial y el culto a lo individual, haciendo de la obra una especie de auto-homenaje justificado por la firma de quien lo realiza (ver fotos 1, 2, 3 y 4).
Foto 4: J. F. Casas con una de sus obras

La falta de un verdadero carácter conceptual y de un “misterio” en la ejecución suelen dar un carácter de predictibilidad, de que uno ya sabe o espera lo que se va a encontrar. A falta de provocar una necesaria extrañeza, dan la sensación de necesitar ver más obras, de pasar de una a otra obra con celeridad; se percibe una forma de reiteración, de manera que la obra pierde su carácter de excepcionalidad, no es capaz de secuestrar la atención del espectador por sí misma sino, en el mejor de los casos, por ser parte de un conjunto amplio; la obra se fagocita más que se disfruta, apenas deja huella en la memoria del espectador, que a menudo convierte lo que debería ser una contemplación reposada en un paseo frente a las obras. Éstas mueren en cuanto desaparecen de la retina, y sólo la percepción del conjunto a un nivel cuantitativo (un buen número de obras) puede dejar algo de huella. Por hacer un símil, son tan memorables al ojo como lo es un Big Mac al paladar, un estímulo tan fuerte y fugaz como una dosis de cocaína, que necesita del consumo constante para mantener el subidón, pero que al final resulta deleznable y vacío.

Al igual que sucede con la música, esa necesidad constante de más cantidad, más canciones, más imágenes…  más de lo mismo, sólo puede beneficiar a la industria que lo impulsa; en el caso de la pintura, el mercado del arte, que es el verdadero artífice de que lo cualitativo haya sido sustituido por lo cuantitativo como apuesta comercial altamente lucrativa.

Volviendo al tema de la firma, ésta es además la forma de que se sirven ciertos personajes con veleidades pictóricas para acceder a la posición de hacer de su “obra” (de algún modo hay que llamarla) algo que el público pueda contemplar. Aquí entra la larga lista de celebridades nacionales e internacionales de cualquier ámbito social que en algún momento tuvieron la idea de coger los pinceles. Avalados por el prestigio (cuando lo tienen) en su verdadero campo de acción y envalentonados por un ego que no cabría en un hangar de zepelines, no vacilan en presentar su “obra” ante medios de comunicación y público en general que, guiado por tanta curiosidad como falta de criterio, acude raudo a consumir el producto cualquiera que sea su calidad. 

 Por supuesto que cada artista (llamémosles así, por abreviar) propone y realiza lo que es capaz de proponer y realizar, da de sí lo que puede dar de sí, pero eso no es lo que le coloca en una posición accesible al público en general. No, de eso se encarga el mercado del arte, el que decide lo que ha de ser consumido como cultura y lo que no. Con la inestimable colaboración de la crítica, el mercado del arte realiza así una doble acción de imposición de la oferta cultural y modelado de la demanda por parte del público. Es lo que en el vídeo, Carmen París llama “reducción del rango de percepción”, por el que el público se acostumbra a que lo que le ofrecen para consumo cultural es en lo que consiste la disciplina en cuestión, haciéndole poco menos que incapaz de apreciar otro tipo de manifestaciones artísticas, sus matices y su verdadero valor como obra de arte.

Conviene aclarar que cuando en esta ocasión hablo del mercado del arte no me refiero exclusivamente a las galerías de arte sino a todo el aparato de tiendas de cuadros, circuitos de subastas físicas y virtuales, actos benéficos, ferias, centros culturales y todo ámbito en general válido para la comercialización de obras de arte, con sus diferentes categorías y rangos en función de la calidad del producto ofertado (por ejemplo, dudo que la Marlborough llegase nunca a exponer los cuadros de George W. Bush, aun habiendo sido presidente de los EEUU). Como buenos mercaderes, cada uno se especializa en una categoría dentro del mismo sector.

La existencia del intrusismo no profesional en el mundo del arte puede ser muy dañina. Cuando de un modo u otro los medios se hacen eco de lo “curioso” que resulta la presentación del cuadro de un político o alguna estrella de la canción, a sabiendas de que sólo esto ya condiciona en gran medida la percepción del espectador no cultivado, el resultado es que esa obra se convierte de alguna forma en un referente y un baremo de comparación con obras de arte de profesionales, alterando la propia percepción de ese espectador de lo que es una obra de arte. El fan de Manolo García o Luis Eduardo Aute no se enfrenta del mismo modo a la obra pictórica (llamémosla así, por abreviar) de su ídolo musical cuando sabe que éste es el que ha firmado lo que ahora contempla; lo hace con un alto nivel de indulgencia hacia el autor y lo transforma o ubica dentro de un estándar de calidad en el que por lo general sale bien parado el ahora también pintor. Se diría que el talento pasa por ósmosis de la partitura al lienzo, y es que parece que estos reyes Midas de la cultura hacen no sólo bueno todo aquello que tocan, sino sobre todo muy lucrativo. El fetichismo es altamente rentable.

Por supuesto que entre todos estos virtuosos de la autopromoción y la falsa modestia hay diversos grados de calidad en lo que respecta a sus obras, aunque por lo general resultan francamente mediocres por no decir abiertamente malas; en todo caso, el denominador común siempre es la firme creencia de que su sola rúbrica basta para afirmar la calidad de lo que hacen. De este modo quedan igualados en cuanto a auto-percepción distorsionada músicos, políticos, actores, celebridades de medio pelo, salvapatrias o asesinos en serie (ver anexo de fotos al final de la entrada). Si la cotización les avala, será que es buena la obra. Esta respuesta tan obtusa por parte del público, tan ávido de lo curioso, hace que se produzcan aún fenómenos más extraños, como la conversión en celebridades de personajes como Gunther von Hagens y sus plastinaciones
Foto 5: Gunther von Hagens
, Pricasso y su peculiar modus operandi
Foto 6: Pricasso
, o el interés despertado por la producción “artística” de animales. Gatos, caballos, elefantes o chimpancés también tienen su hueco en el mercado artístico, y a veces con precios que hacen dudar de la cordura del inversor tanto como de la honestidad del marchante.

Foto 7: Pintura de un chimpancé

Soy consciente de estar siendo particularmente ácido, pero es posible que la cosa no sea para menos si se piensa que el verdadero artista pasa por largos años de formación constante y por un verdadero viacrucis de desplantes y humillaciones intentando hacer llegar al público una obra madura y reflexiva para encontrarse al final al mismo nivel que aficionados pretenciosos, freaks o bestias de corral por obra y gracia de los intereses económicos de un mercado del arte multiforme y omnipotente capaz de sacar partido a la mediocridad más execrable tanto como alimentar la estupidez del espectador supuestamente exigente.

La nota común entre los virtuosos banales y los intrusos aficionados es la falta de formación; intelectual en los primeros y absoluta, o casi, en la mayoría de los segundos. En mi opinión, si hablamos de pintura, un artista tiene que cubrir tres ámbitos de formación: intelectual, visual y manual. 

Con formación intelectual no me refiero a que el pintor haya de ser un erudito en diversas materias, sino a que debe cultivar su espíritu y su mente asimilando en la medida de lo posible el bagaje cultural del pasado y del presente no sólo para hacerse una composición cabal de su mundo y de su tiempo (recordemos que cada artista es hijo de su época) y así poder utilizarlo, una vez pasado por el tamiz de su propia personalidad, para levantar la estructura conceptual de su obra.

La formación visual se consigue contemplando obra. Resulta imprescindible para un artista, que sigue siendo un espectador, conocer y asimilar al máximo la producción de los maestros, tanto del pasado como de su presente. Hacer kilómetros y echar horas de contemplación en los museos es lo que permite el conocimiento profundo de la pintura, de los problemas que plantea, de las soluciones halladas, de los muchos caminos que se abren, de cómo todas las rupturas representan en realidad una continuidad y un fortalecimiento del discurso pictórico en su esencia; como si de un árbol se tratase, en el que cada rama no hace sino dar mayor porte al conjunto.

Foto 8: F. de Goya, Aún aprendo (1826)
La formación manual es estrictamente técnica. Es la que en parte se puede enseñar y que cada artista debe aprender y desarrollar dentro de sus capacidades por medio de la práctica continua del oficio, sin desfallecer, con plena consciencia de los errores para lograr los aciertos, pero sobre todo con constancia y humildad. Todo eso que condensa aquel “Nulla dies sine línea” que tantos artistas de diferentes disciplinas hicieron suyo; o ese “Aún aprendo” que nos transmite en un conmovedor dibujo un Goya tan consciente de la proximidad de su muerte como de sus carencias como artista, pero también de su inquebrantable voluntad de aprendizaje y perfeccionamiento. Todo un manifiesto contra la soberbia del intrusismo de tanto mal llamado aficionado que de tanto en tanto se complace (y nos castiga) en mostrar su trabajo, sin el menor asomo de pudor, allá donde le quieran prestar atención.

Ni que decir tiene que la formación en dos de estos aspectos, intelectual y visual, es lo que se espera igualmente del espectador. La curiosidad se da por supuesta, pero es una condición tan necesaria como insuficiente. Si se aspira a tener una experiencia estética en la contemplación, será tanto más rica y completa cuanto más se empape el espectador de toda la tradición pictórica y de todo el bagaje del pasado que subyace en cada obra que se mira. Saber ver todo esto, lo nuevo dentro de lo viejo (y viceversa), es la clave para una apreciación justa y cabal de aquello que se está contemplando. 

Por otra parte, para valorar la importancia de la formación integral, quizá convenga recordar que si en último extremo la pintura es aquello que han producido los pintores, todos ellos han pasado por ese proceso formativo en mayor o menor grado, y en mayor o menor grado lo han dejado plasmado en su obra. Es la condición del buen pintor tanto como debe ser la condición del buen espectador; y al estar en la raíz misma, al ser el sustrato de la producción artística, no es una cuestión que pueda ser soslayada por intereses espurios que obedecen a dinámicas ajenas a lo estrictamente artístico como son aquellas de la búsqueda del beneficio económico.

Es el sistema económico el que ha impuesto la percepción de que la cotización es el verdadero baremo de la calidad del producto, una forma de adulteración que necesita de la constante manipulación del rango perceptivo del espectador, haciéndolo cada vez más pobre, menos exigente y a la vez más ávido. Sin embargo, como el mercado se escuda en la demanda, a la postre es el espectador el que puede parecer como responsable de todo el despropósito en que se ha convertido el mundo del arte, mientras el mercado simplemente se encarga de suministrar productos para esa demanda existente. 

Se diría que es la pescadilla que se muerde la cola, pero lo cierto es que el origen está en la propia mercantilización de la obra de arte y en la consecuente explotación de la pintura como objeto de negocio altamente lucrativo, tanto mayor cuanto más aumenta la masa de espectadores en proporción inversa a la calidad del producto, precisamente para ensanchar esa potencial demanda. El mercado del arte, en su peculiar concepción de la “democratización de la cultura”, es el que se encarga de lanzar para el consumo masivo un producto de digestión progresivamente más rápida y menos nutritiva, en paralelo con la dinámica de la industria del espectáculo, a la que incorpora las artes plásticas de una manera decidida. Y todo ello sin necesidad de perder, sino todo lo contrario, el nicho de mercado de las grandes obras por las que el sector social más privilegiado paga precios cada vez más elevados, con el consecuente pasmo de un público ignorante que termina por asumir la relación causal precio-calidad. Este proceso es el que se repite como base para la comercialización de obras cada vez más mediocres (y aquí entra por supuesto la numerosa cohorte de advenedizos) dirigidas a sectores de menor poder adquisitivo y formación más deficiente, de manera que la demanda se ensancha continuando en manos de los mismos operadores del mercado del arte.
En esto consiste el daño potencial y real que llega a provocar la reducción del rango de percepción no sólo en el conjunto de los espectadores, sino incluso en los artistas y en la propia actividad artística por el desprestigio en el que acaba cayendo dentro de la concepción de un público manipulado por los intereses del mercado.

¿La solución? Está en manos de ese mismo público, en que se forme adecuadamente, que deje de actuar neciamente acudiendo al menor reclamo para satisfacer su ansia de curiosidad banal. Que siempre tenga presente que si aquello que mira sólo es capaz de estimular su retina dejando su alma y su intelecto intactos, lo más probable es que le estén tomando por imbécil.

Deje ARCO para los mercaderes, los snobs y los idiotas y acuda al Museo del Prado; aún está a tiempo de aprender.



ANEXO


Alejandro Sanz

José María Cano (y una valedora)

La Chunga

Lola Flores

Luis Eduardo Aute

Manolo García

 
Carla Duval



 
Ferran Adrià


Vicente Verdú

Humberto Janeiro


George W. Bush

Pilar del Castillo / Juan Fernando López Aguilar
John Wayne Gacy

Adolf Hitler

Antonio Tejero

Luis Carrero Blanco

Francisco Franco