A raíz de
este interesante video sobre los entresijos de la música (gracias, lectores…)
en el que la entrevistada, Carmen París, da su personal punto de vista sobre
los problemas que afectan a la industria de la música y de la cultura en
general, se me ocurrió que sería pertinente hablar de esos mismos males -sí,
prácticamente son los mismos, con alguna variación- centrándome en el ámbito de
la pintura para ver a qué conclusión se llega y tratar de averiguar dónde
radica el problema que mantiene la cultura en un nivel tan lamentable de
mediocridad y estupidez, donde el producto de calidad, que existe, se encuentra
demasiado a menudo relegado al olvido o la marginación.
Si en
el vídeo se denuncia el abuso que se hace de las “fórmulas del éxito musical”,
en pintura, salvando las distancias, se pueden encontrar rasgos que apuntan en
esa misma dirección. Si se atiende a la actualidad de las publicaciones
especializadas o se acude a lo que se expone en galerías de arte y ferias como
exponentes de las novedades creativas (hablar de vanguardia me parece por
completo fuera de lugar) nos podemos encontrar con ciertas corrientes que se
repiten con una sospechosa frecuencia y entre las que se pueden distinguir las
que aparecen desde la dimensión formal como una forma de manierismo, entendido
como exhibición de virtuosismo técnico (aquí se puede mencionar el
hiperrealismo)
, y las que vienen derivadas de una
“interpretación” de lo conceptual como mera provocación de una reacción en el
espectador, ya sea mediante lo curioso, lo obsceno o lo agresivo.
No es raro que ambas tendencias se junten en una misma obra, aunque el
resultado no tiene por qué ser mejor. A la postre, lo que aparece muy a menudo
es un conjunto de obras realizadas por verdaderos virtuosos técnicos que ponen
sus capacidades al servicio de la banalidad, lo efímero, lo autorreferencial y
el culto a lo individual, haciendo de la obra una especie de auto-homenaje
justificado por la firma de quien lo realiza (ver fotos 1, 2, 3 y 4).
Foto 1: J. Hess, No lifeguard on duty |
Foto 2: Vik Muniz, Mass (1997) |
Foto 3: C. Jones, Esqueleto |
Foto 4: J. F. Casas con una de sus obras |
La
falta de un verdadero carácter conceptual y de un “misterio” en la ejecución
suelen dar un carácter de predictibilidad, de que uno ya sabe o espera lo que
se va a encontrar. A falta de provocar una necesaria extrañeza, dan la
sensación de necesitar ver más obras, de pasar de una a otra obra con celeridad;
se percibe una forma de reiteración, de manera que la obra pierde su carácter
de excepcionalidad, no es capaz de secuestrar la atención del espectador por sí
misma sino, en el mejor de los casos, por ser parte de un conjunto amplio; la
obra se fagocita más que se disfruta, apenas deja huella en la memoria del
espectador, que a menudo convierte lo que debería ser una contemplación
reposada en un paseo frente a las obras. Éstas mueren en cuanto desaparecen de
la retina, y sólo la percepción del conjunto a un nivel cuantitativo (un buen
número de obras) puede dejar algo de huella. Por hacer un símil, son tan
memorables al ojo como lo es un Big Mac al paladar, un estímulo tan fuerte y
fugaz como una dosis de cocaína, que necesita del consumo constante para
mantener el subidón, pero que al final resulta deleznable y vacío.
Al
igual que sucede con la música, esa necesidad constante de más cantidad, más
canciones, más imágenes… más de lo
mismo, sólo puede beneficiar a la industria que lo impulsa; en el caso de la
pintura, el mercado del arte, que es el verdadero artífice de que lo
cualitativo haya sido sustituido por lo cuantitativo como apuesta comercial
altamente lucrativa.
Volviendo
al tema de la firma, ésta es además la forma de que se sirven ciertos
personajes con veleidades pictóricas para acceder a la posición de hacer de su “obra”
(de algún modo hay que llamarla) algo que el público pueda contemplar. Aquí
entra la larga lista de celebridades nacionales e internacionales de cualquier
ámbito social que en algún momento tuvieron la idea de coger los pinceles.
Avalados por el prestigio (cuando lo tienen) en su verdadero campo de acción y
envalentonados por un ego que no cabría en un hangar de zepelines, no vacilan
en presentar su “obra” ante medios de comunicación y público en general que,
guiado por tanta curiosidad como falta de criterio, acude raudo a consumir el
producto cualquiera que sea su calidad.
Por supuesto que cada artista (llamémosles
así, por abreviar) propone y realiza lo que es capaz de proponer y realizar, da
de sí lo que puede dar de sí, pero eso no es lo que le coloca en una posición
accesible al público en general. No, de eso se encarga el mercado del arte, el
que decide lo que ha de ser consumido como cultura y lo que no. Con la
inestimable colaboración de la crítica, el mercado del arte realiza así una
doble acción de imposición de la oferta cultural y modelado de la demanda por
parte del público. Es lo que en el vídeo, Carmen París llama “reducción del
rango de percepción”, por el que el público se acostumbra a que lo que le
ofrecen para consumo cultural es en lo que consiste la disciplina en cuestión,
haciéndole poco menos que incapaz de apreciar otro tipo de manifestaciones
artísticas, sus matices y su verdadero valor como obra de arte.
Conviene
aclarar que cuando en esta ocasión hablo del mercado del arte no me refiero
exclusivamente a las galerías de arte sino a todo el aparato de tiendas de
cuadros, circuitos de subastas físicas y virtuales, actos benéficos, ferias,
centros culturales y todo ámbito en general válido para la comercialización de
obras de arte, con sus diferentes categorías y rangos en función de la calidad
del producto ofertado (por ejemplo, dudo que la Marlborough llegase nunca a
exponer los cuadros de George W. Bush, aun habiendo sido presidente de los EEUU).
Como buenos mercaderes, cada uno se especializa en una categoría dentro del
mismo sector.
La
existencia del intrusismo no profesional en el mundo del arte puede ser muy
dañina. Cuando de un modo u otro los medios se hacen eco de lo “curioso” que
resulta la presentación del cuadro de un político o alguna estrella de la
canción, a sabiendas de que sólo esto ya condiciona en gran medida la
percepción del espectador no cultivado, el resultado es que esa obra se
convierte de alguna forma en un referente y un baremo de comparación con
obras de arte de profesionales, alterando la propia percepción de ese espectador de
lo que es una obra de arte. El fan de Manolo García o Luis Eduardo Aute no se
enfrenta del mismo modo a la obra pictórica (llamémosla así, por abreviar) de
su ídolo musical cuando sabe que éste es el que ha firmado lo que ahora
contempla; lo hace con un alto nivel de indulgencia hacia el autor y lo
transforma o ubica dentro de un estándar de calidad en el que por lo general
sale bien parado el ahora también pintor. Se diría que el talento pasa por
ósmosis de la partitura al lienzo, y es que parece que estos reyes Midas de la
cultura hacen no sólo bueno todo aquello que tocan, sino sobre todo muy
lucrativo. El fetichismo es altamente rentable.
Por
supuesto que entre todos estos virtuosos de la autopromoción y la falsa
modestia hay diversos grados de calidad en lo que respecta a sus obras, aunque
por lo general resultan francamente mediocres por no decir abiertamente malas; en todo caso, el denominador común siempre es la firme creencia de que su sola rúbrica
basta para afirmar la calidad de lo que hacen. De este modo quedan igualados en
cuanto a auto-percepción distorsionada músicos, políticos, actores,
celebridades de medio pelo, salvapatrias o asesinos en serie (ver anexo de fotos al final de la entrada).
Si la cotización les avala, será que es buena la obra. Esta respuesta tan
obtusa por parte del público, tan ávido de lo curioso, hace que se produzcan
aún fenómenos más extraños, como la conversión en celebridades de personajes
como Gunther von Hagens y sus plastinaciones
, Pricasso y su peculiar modus
operandi
, o el interés despertado por la producción “artística” de animales.
Gatos, caballos, elefantes o chimpancés también tienen su hueco en el mercado
artístico, y a veces con precios que hacen dudar de la cordura del inversor
tanto como de la honestidad del marchante.
Foto 5: Gunther von Hagens |
Foto 6: Pricasso |
Foto 7: Pintura de un chimpancé |
Soy
consciente de estar siendo particularmente ácido, pero es posible que la cosa
no sea para menos si se piensa que el verdadero artista pasa por largos años de
formación constante y por un verdadero viacrucis de desplantes y humillaciones
intentando hacer llegar al público una obra madura y reflexiva para encontrarse
al final al mismo nivel que aficionados pretenciosos, freaks o bestias de corral
por obra y gracia de los intereses económicos de un mercado del arte multiforme
y omnipotente capaz de sacar partido a la mediocridad más execrable tanto como
alimentar la estupidez del espectador supuestamente exigente.
La nota
común entre los virtuosos banales y los intrusos aficionados es la falta de
formación; intelectual en los primeros y absoluta, o casi, en la mayoría de los
segundos. En mi opinión, si hablamos de pintura, un artista tiene que cubrir
tres ámbitos de formación: intelectual, visual y manual.
Con
formación intelectual no me refiero a que el pintor haya de ser un erudito en
diversas materias, sino a que debe cultivar su espíritu y su mente asimilando
en la medida de lo posible el bagaje cultural del pasado y del presente no sólo
para hacerse una composición cabal de su mundo y de su tiempo (recordemos que
cada artista es hijo de su época) y así poder utilizarlo, una vez pasado por el
tamiz de su propia personalidad, para levantar la estructura conceptual de su
obra.
La
formación visual se consigue contemplando obra. Resulta imprescindible para un
artista, que sigue siendo un espectador, conocer y asimilar al máximo la producción
de los maestros, tanto del pasado como de su presente. Hacer kilómetros y echar
horas de contemplación en los museos es lo que permite el conocimiento profundo
de la pintura, de los problemas que plantea, de las soluciones halladas, de los
muchos caminos que se abren, de cómo todas las rupturas representan en realidad
una continuidad y un fortalecimiento del discurso pictórico en su esencia; como
si de un árbol se tratase, en el que cada rama no hace sino dar mayor porte al
conjunto.
Foto 8: F. de Goya, Aún aprendo (1826) |
La
formación manual es estrictamente técnica. Es la que en parte se puede enseñar
y que cada artista debe aprender y desarrollar dentro de sus capacidades por
medio de la práctica continua del oficio, sin desfallecer, con plena
consciencia de los errores para lograr los aciertos, pero sobre todo con constancia
y humildad. Todo eso que condensa aquel “Nulla dies sine línea” que tantos
artistas de diferentes disciplinas hicieron suyo; o ese “Aún aprendo” que nos transmite en un conmovedor
dibujo un Goya tan consciente de la proximidad de su muerte como de sus
carencias como artista, pero también de su inquebrantable voluntad de
aprendizaje y perfeccionamiento. Todo un manifiesto contra la soberbia del
intrusismo de tanto mal llamado aficionado que de tanto en tanto se complace (y
nos castiga) en mostrar su trabajo, sin el menor asomo de pudor, allá donde le
quieran prestar atención.
Ni que
decir tiene que la formación en dos de estos aspectos, intelectual y visual, es
lo que se espera igualmente del espectador. La curiosidad se da por supuesta,
pero es una condición tan necesaria como insuficiente. Si se aspira a tener una
experiencia estética en la contemplación, será tanto más rica y completa cuanto
más se empape el espectador de toda la tradición pictórica y de todo el bagaje
del pasado que subyace en cada obra que se mira. Saber ver todo esto, lo nuevo
dentro de lo viejo (y viceversa), es la clave para una apreciación justa y cabal de aquello
que se está contemplando.
Por
otra parte, para valorar la importancia de la formación integral, quizá
convenga recordar que si en último extremo la pintura es aquello que han
producido los pintores, todos ellos han pasado por ese proceso formativo en
mayor o menor grado, y en mayor o menor grado lo han dejado plasmado en su
obra. Es la condición del buen pintor tanto como debe ser la condición del buen
espectador; y al estar en la raíz misma, al ser el sustrato de la producción
artística, no es una cuestión que pueda ser soslayada por intereses espurios
que obedecen a dinámicas ajenas a lo estrictamente artístico como son aquellas
de la búsqueda del beneficio económico.
Es el
sistema económico el que ha impuesto la percepción de que la cotización es el
verdadero baremo de la calidad del producto, una forma de adulteración que
necesita de la constante manipulación del rango perceptivo del espectador,
haciéndolo cada vez más pobre, menos exigente y a la vez más ávido. Sin
embargo, como el mercado se escuda en la demanda, a la postre es el espectador
el que puede parecer como responsable de todo el despropósito en que se ha
convertido el mundo del arte, mientras el mercado simplemente se encarga de
suministrar productos para esa demanda existente.
Se
diría que es la pescadilla que se muerde la cola, pero lo cierto es que el
origen está en la propia mercantilización de la obra de arte y en la
consecuente explotación de la pintura como objeto de negocio altamente
lucrativo, tanto mayor cuanto más aumenta la masa de espectadores en proporción
inversa a la calidad del producto, precisamente para ensanchar esa potencial
demanda. El mercado del arte, en su peculiar concepción de la “democratización
de la cultura”, es el que se encarga de lanzar para el consumo masivo un
producto de digestión progresivamente más rápida y menos nutritiva, en paralelo
con la dinámica de la industria del espectáculo, a la que incorpora las artes
plásticas de una manera decidida. Y todo ello sin necesidad de perder, sino
todo lo contrario, el nicho de mercado de las grandes obras por las que el
sector social más privilegiado paga precios cada vez más elevados, con el
consecuente pasmo de un público ignorante que termina por asumir la relación
causal precio-calidad. Este proceso es el que se repite como base para la
comercialización de obras cada vez más mediocres (y aquí entra por supuesto la
numerosa cohorte de advenedizos) dirigidas a sectores de menor poder
adquisitivo y formación más deficiente, de manera que la demanda se ensancha
continuando en manos de los mismos operadores del mercado del arte.
En esto
consiste el daño potencial y real que llega a provocar la reducción del rango
de percepción no sólo en el conjunto de los espectadores, sino incluso en los
artistas y en la propia actividad artística por el desprestigio en el que acaba
cayendo dentro de la concepción de un público manipulado por los intereses del
mercado.
¿La
solución? Está en manos de ese mismo público, en que se forme adecuadamente,
que deje de actuar neciamente acudiendo al menor reclamo para satisfacer su
ansia de curiosidad banal. Que siempre tenga presente que si aquello que mira
sólo es capaz de estimular su retina dejando su alma y su intelecto intactos,
lo más probable es que le estén tomando por imbécil.