En
2006, Ferran Adrià es invitado a participar en la Documenta 12 de Kassel, una
de las exhibiciones de arte más prestigiosas y seguramente la más exclusiva del
mundo; esto supone la certificación y acreditación de la entrada de El Bulli en
el mundo del arte, por lo visto…
El
hecho de que un cocinero entrase, y por la puerta grande, en el circuito del
arte generó una gran polémica por parte de críticos y artistas que veían en
ello, si no una salida de tono, algo cuando menos discutible. No es una
cuestión de poner en duda los méritos de Ferran Adrià y El Bulli en el campo de
la gastronomía, sino de si tales méritos son suficientes para acreditarle como
artista. Empecemos entonces por ver las cualidades de Adrià para merecer tales
honores.
A
Ferran Adrià se le ha calificado de verdadero genio de la cocina. Su
trayectoria a la cabeza de El Bulli se ha caracterizado por una apuesta
continua por la creatividad y la innovación culinaria, no sólo en la concepción
de nuevos platos sino también en la reelaboración de viejas recetas (véase la
deconstrucción de la tortilla de patatas o el foie-gras); a unas y a otras les
ha hecho grandes aportaciones con la creación de nuevas texturas y
combinaciones de sabores así como cuidadas presentaciones en las que no duda en
aplicar todos los recursos que ofrece la técnica al servicio de una creatividad
desbordante que nadie cuestiona. Así, se suele hablar del hecho de haber estado
en El Bulli como de una “experiencia culinaria” en la que entran en juego una
amplia variedad de estímulos al servicio del deleite sensual de los comensales.
Pero,
aunque no se pueda negar que existe una clara voluntad de estetización en la
cocina de de Ferran Adrià, dudo que se pueda hablar de sus creaciones como
obras de arte ni de él como genio del arte contemporáneo por mucho que se
empeñen sus hagiógrafos.
La
principal alegación para justificar como artística la alta cocina de El Bulli
consiste en su carácter de experimentación constante, su innovación y su
creatividad; son rasgos propios de la creación artística, pero no exclusivos,
dado que también los encontramos en la actividad científica o en la ingeniería,
aunque en éstas no se pueda hablar de una cierta dimensión estética que sí se
puede encontrar en la alta cocina. El problema, a mi entender, es que esa
dimensión estética que explora El Bulli está orientada y limitada al goce sensual
centrado en la comida e implicando en el acto de comer al resto de los
sentidos, lo que le sitúa en un plano similar a la propuesta del Kamasutra
(aunque seguramente menos plena), pero en modo alguno alcanza la categoría de
arte.
Por
otra parte, al tratarse de comida al fin y al cabo, se da la limitación añadida
de que tiene que resultar forzosamente grata al paladar y nutritiva al estómago;
no concibo cómo podría Ferran Adrià explorar la dimensión estética de los
aspectos “negativos”. Lo feo, lo monstruoso, el dolor, la tensión, la angustia…
elementos todos que el arte lleva milenios explorando y sacando partido de
ellos, están negados en la actividad culinaria. No es una cuestión de opción
estética por parte de El Bulli, sino que constituye un terreno vedado a su
experimentación. Dicho de otro modo, ¿cómo traspondría Ferran Adrià a los
fogones la experiencia estética que nos proporciona la contemplación de las
Pinturas Negras? ¿Quizá es aún un terreno inexplorado? ¿No será que como
disciplina de desarrollo artístico la cocina presenta serias limitaciones? Yo
creo que sí, y su gran limitación viene precisamente de que la cocina tiene una
función intrínsecamente utilitaria, lo que constituye la negación del carácter
desinteresado de la percepción estética que caracteriza primordialmente la
contemplación de la obra de arte, por un lado; y por el otro, el carácter
utilitario representa el límite de la potencialidad total que, al menos en
teoría, caracteriza la producción artística (*). Se puede estetizar la comida y
el acto de comer, pero no pueden constituir ni arte ni experiencia estética
plena.
No
obstante, entre los apólogos de El Bulli, nos podemos encontrar con el
argumento de que abordar una experiencia (culinaria, en este caso) sólo como
experiencia estética implica un reduccionismo. Si se me perdona que jamás he
tenido la “experiencia” de El Bulli, tengo serias dudas sobre la capacidad de
elevación contemplativa en el hecho de comer; sin embargo, tengo la convicción
de que la estetización de algo tan común como comer (no digamos ya actos menos
dignos… Véanse los urinarios de la estación de Atocha, que también ofrecen una experiencia al módico precio de 60
céntimos la micción) constituye una vulgarización de la experiencia estética,
rebajarla al nivel de lo ordinario, y lo que es más grave, implica una
reducción del rango de percepción del espectador. No se puede abordar la
ingesta de comida, el alivio de la vejiga o la contemplación de una obra de
arte desde el mismo plano de aspiración a una experiencia estética sin que
alguna de estas tres actividades pueda salir perjudicada, y lo más probable es
que sea la contemplación de la obra de arte. Más adelante explicaré que de tal
vulgarización hay quien sabe sacar partido.
En
definitiva, y puesto que la alta cocina no es arte por derecho propio, su
inclusión en los circuitos del arte tiene que obedecer a otros intereses. En
realidad sería más correcto decir que más que la alta cocina, es Ferran Adrià
el que ha sido incluido en el mundo del arte, o al menos no tengo noticia de
ningún otro cocinero al que se considere artista, por lo que habrá que analizar
qué representa él en concreto para el mundo del arte.
Se ha
dicho que “el arte necesita a El Bulli” para:
-Satisfacer
la demanda de genios que mantenga la separación arte-cultura; dado que cualquiera puede hacer arte y cualquier
práctica puede ser arte, el arte se busca fuera del arte.
-El
Bulli no es más que vanguardia formal, no busca una transformación social, sino
perpetuar el distanciamiento arte-vida.
-Exclusividad.
El arte como experiencia superior de cultura promovida por el poder económico;
ya que no hay razones suficientes para definir qué es arte, decide el mercado
por criterios de rentabilidad.
¿Por
qué tal necesidad de genios? La Historia del Arte, entendida como un proceso de
renovación de las formas, está impulsada por genios; pero también está
conformada por no tan genios, figuras que van a la zaga de los grandes
innovadores pero que siguen haciendo grandes (o no tan grandes) aportaciones a
los estilos y movimientos artísticos, dándoles consistencia, extendiéndolos y
haciéndolos presentes en distintos ámbitos culturales.
Pero es cierto que es el genio el que marca
diferencias frente a lo anterior, o es el que lleva lo que hay hasta sus
últimas consecuencias. Dentro de su ámbito, Ferran Adrià posiblemente aúna
estas dos formas de genialidad, marcando una gran diferencia respecto al resto,
y eso es algo que encaja muy bien con la idea de exclusividad y
excepcionalidad, que son posiblemente las características principales que se
buscan para vender la marca El Bulli como producto artístico. Tampoco es el
primer caso; ya hace décadas que se viene dando el empeño de incluir el diseño
de objetos cotidianos como obras de arte (véase el caso de Phillip Stark), del
mismo modo que se han llegado a exponer automóviles y frascos de perfume en
museos con idéntica intención de vender
lo exclusivo como artístico.
Y aquí
ya estamos enlazando con la idea de que a falta a razones suficientes para
definir qué es arte, es el poder económico el que decide por criterios de
rentabilidad. No es una cuestión de si el arte necesita genios, sino el mercado
del arte, que es una realidad bien distinta; y por extensión, se trata de
dilucidar si el mercado del arte (o el poder económico, que viene a ser lo
mismo) puede suplantar al arte para definir qué y qué no es arte.
Una de
las condiciones necesarias para que una obra de arte pueda ser considerada como
tal es que tiene que tener una dimensión estética, que nazca de una
intencionalidad estética y que tal condición sea suficiente, una finalidad en
sí misma. Esto es lo que ha definido desde siempre y también hoy día la
existencia autónoma del arte y donde radica su valor. La afirmación de que hoy
no se puede distinguir la obra de arte del objeto ordinario, y por tanto todo
puede ser arte, parte del error de no considerar que para contemplar una obra
de arte es necesario situarse en el plano de la percepción estética y no en el
de la percepción ordinaria. En esta última, la apariencia de los objetos sólo
sirve para reconocerlos en su realidad conceptual, en lo que son, mientras que
en la percepción estética el interés radica en la apariencia, en cómo se
presentan, dejando en un aparte lo que son. Incluso del arte conceptual se
puede decir que parte de una concepción estética que en este caso es antiestética,
aunque sigue necesitando aspectos como la descontextualización (clave en los
ready-made) precisamente para evidenciar que la percepción ordinaria no tiene
razón de ser en ese nuevo contexto, tiene que ser suplida por la percepción
estética, y ésta superada para alcanzar finalmente el concepto que se quiere
transmitir.
Volviendo
a la idea de la supuesta indistinción entre el objeto ordinario y el artístico,
ello implicaría que el arte ya no se basta para explicarse a sí mismo y
necesitaría de la filosofía, de la idea, para determinar la diferencia. El
problema entonces es que al ser el arte una realidad cualitativa, resulta
difícil o imposible afirmar qué idea resulta buena y cuál no, por lo que se
concluye que, al no haber razón suficiente, es el poder económico el que
decide. De ahí se sigue que se busque arte fuera de los canales convencionales
del arte (diseño, moda, cocina…) o más exactamente, que se incluya en los
canales de comercialización del arte. Sólo convertido en mercancía cualquier objeto
puede, efectivamente, ser considerado como obra de arte; y sólo convertido en
mercancía es como el poder económico tiene una cierta capacidad de decisión, al
menos para disponer qué y qué no figura en los canales de comercialización y
exhibición que controla de manera interesada.
No voy
a cuestionar qué y qué no puede vender una sociedad mercantil como una galería
de arte (y por extensión las ferias de arte, que no son sino un cónclave de
galerías), pero sí que puedo discutir que las dinámicas del poder económico,
del que las galerías de arte forman parte, tengan entidad para determinar en
qué y en qué no consiste el arte.
Partiendo
de que arte y mercado del arte son realidades diferentes con dinámicas propias
e independientes, hay que señalar que la existencia del arte es muy anterior a
la de los circuitos de su comercialización. La obra de arte se caracteriza
fundamentalmente por su dimensión estética; de todas las realidades que puede
tener, ésa es la principal. Por supuesto que puede convertirse en mercancía, en
un objeto de compraventa cuyo valor se sustenta precisamente en la dimensión
estética que tiene y que es, por tanto, anterior y condición imprescindible
para la realidad “obra de arte-mercancía”. Dicho con un ejemplo, un icono
medieval tiene una realidad estética en el momento en que fue realizado, la
mantiene cuando es convertido en mercancía y cuando, una vez vendido, cuelga en
el muro de su bienaventurado propietario. Ni su cualidad de mercancía ni el
poder económico que se la otorga, son los que determinan su realidad estética,
y lo que vale para un icono medieval sigue teniendo validez para cualquier obra
de arte contemporáneo. El mercado del arte no puede decidir lo que es arte y lo
que no, sólo tiene capacidad para decidir qué quiere comercializar y a qué
precio.
Otorgar
esa hegemonía al poder económico viene a ser sustituir el valor artístico por
el económico, y la dinámica económica capitalista sólo obedece al beneficio; le
es indiferente con qué mercancía trafique y la calidad de la misma siempre que
se obtenga un beneficio con la compraventa. De ahí viene precisamente la
aparente falta de creatividad y de arte de calidad, de que el control del
circuito de distribución (exhibición en este caso), está regido por una
dinámica que no obedece a criterios de calidad (o éstos son secundarios), sino
económicos, lo que interesa vender para conseguir un beneficio, y mientras éste
se consiga la calidad artística resulta irrelevante para esa dinámica. Resulta
como poco dudoso que la preponderancia del mercado del arte sobre el arte no
sea la causa principal del empobrecimiento cualitativo de lo que se mueve por
los circuitos de compraventa.
Por
descontado, la confusión entre arte y mercado del arte no se debe a un descuido
o confusión, sino que obedece a intereses concretos del poder económico y su
dinámica capitalista. La aceptación acrítica del poder económico como autoridad hegemónica en el arte oculta el
interés de ese poder económico por apropiarse del arte para sus propios fines
lucrativos como finalidad inmediata, y extensivamente, por legitimar su
posición y el de su dinámica capitalista dentro del orden social; y para ello
le resulta muy útil todo el discurso sobre el supuesto carácter elitista del
arte, la charlatanería vacua de críticos y onanistas mentales sobre innovación
y creatividad, la complicidad de los medios presentando la calidad de las obras
de arte en función de sus precios desorbitados y el recurso permanente a las
supuestas autoridades del arte (previamente puestas en nómina por los
mercaderes capitalistas) que no hacen sino aumentar la brecha ya existente
entre arte y sociedad.
En este
contexto dominado por el mercado del arte, se explica perfectamente la voluntad
de inclusión de El Bulli dentro de sus circuitos de ferias. La declaración de
los responsables de la Documenta 12 de Kassel para justificarlo no tiene
desperdicio: “Ha conseguido crear su propio lenguaje, que se ha convertido en
algo muy influyente en la escena internacional”. Cuesta trabajo imaginar un
aserto más ambiguo y vacuo para decir en realidad “porque lo digo yo”.
Ese lenguaje del que hablan consiste
principalmente en ofrecer un vanguardismo formal y simulado, carente de todo
contenido de crítica social (característico en muchas vanguardias históricas),
inofensivo para los intereses de las élites privilegiadas y constituyendo un
apoyo suplementario para consolidar y legitimar el orden existente. Se habla de
esa vanguardia de El Bulli como “liberada de carga política” cuando en
realidad, y aunque sea de forma velada, ese distanciamiento y exclusividad que
ofrece están cargados de una componente política e ideológica evidente; no hay
nada que pueda ser más útil para afianzar la hegemonía del poder económico que
la aceptación pasiva y acrítica del status quo. El Bulli sirve en definitiva al
poder, por lo que no es de extrañar que, una vez convertido en fundación (con
programas sociales y todo, repitiendo a su escala lo que hace el sistema global
con las ONG), diversas corporaciones empresariales se hayan volcado en su
patrocinio. ¿Por altruismo? ¿Por contagiarse de prestigio? A mí me parece más
bien una manera de invertir en su propia legitimación. No es el arte, sino el
mercado del arte y el poder económico que lo maneja los que necesitan a El
Bulli.
La
verdadera jugada no es consagrar a Ferran Adrià como genio artístico
contemporáneo, sino utilizarle a él y a su marca, coronados por el aura del
arte, para otorgar legitimación y prestigio al poder económico; y es un juego
al que todos los protagonistas se prestan por lo mucho que tienen que ganar.
A modo
de conclusión quiero insistir en que la conversión del arte (y aquí incluyo a
El Bulli) en producto de consumo para élites privilegiadas sólo puede darse
cuando la obra de arte se mercantiliza, y al carecer de otro tipo de utilidad
se convierte en artículo de lujo, en capital simbólico. Más allá de que el arte
polariza el sector del lujo dentro del mercado económico exclusivo para esas
élites, este tipo de manipulaciones del producto cultural fetichizado
contribuyen a afianzar el progresivo alejamiento de arte y sociedad, pero
también y ya en el terreno ideológico, a mantener el status quo de la
existencia de clases privilegiadas. El mercado del arte utiliza el arte para
legitimar el orden social existente.
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(*)Se
podría alegar que la arquitectura también tiene unos límites y
condicionamientos igual que los tiene la cocina, pero a diferencia de ésta, es
posible deleitarse en la contemplación estética de arquitecturas imaginarias
además de que en sentido estricto, su carácter utilitario es secundario.