Es posible que alguien que lea esta entrada pueda sentirse molesto, incluso ofendido; mis disculpas en tal caso, pero aunque estoy criticando hasta el ridículo las actitudes de los mal llamados espectadores, la intención última no es otra que intentar focalizar la atención de los que visitan museos y exposiciones en aquello para lo que se supone que acuden a contemplar: la obra de arte.
Hace décadas que vengo observando las diversas actitudes que tienen muchos visitantes en museos y exposiciones, y no como una simple distracción mía, sino muy a mi pesar; es difícil tratar de abstraerse en la contemplación de una obra cuando alguien se interpone entre uno y lo que está mirando, o te desplaza por la urgencia de sacar una foto, o te regala los oídos con "comentarios" de lo más variopinto y por lo general poco enriquecedores. Y sin ser un fenómeno nuevo, sí resulta cada vez más frecuente gracias a las aportaciones de la tecnología puestas en manos equivocadas.
Enumeraré algunos casos sobre los que he tenido el dudoso privilegio de ser testigo:
-Gente en la Capilla Sixtina, guía visual en mano, comprobando que la ilustración publicada coincide efectivamente con el fragmento del fresco de allá arriba. Para mayor seguridad, mirar la ilustración colocándola hacia arriba de forma que se solape con la imagen del original; ya no puede caber duda, se puede pasar corriendo a la siguiente sala. Tiempo total empleado, menos dos minutos.
-Visitante en una exposición de Goya comentando el elaborado trabajo de talla de madera del marco de uno de los cuadros, a pesar de presentar un desconchón en el dorado que revelaba la inequívoca blancura de la escayola, pero algo hay que decir...
-Turista ante el San José Carpintero de Georges de Latour dedicando 2 segundos de su valioso tiempo en mirar algún detalle marginal, sin duda lo más notable del cuadro según su criterio, antes de pasar a la siguiente obra, ya no sé si con la misma celeridad y capacidad de apreciación.
-Paseantes en grupo dentro de una sala de exposiciones hablando animadamente de la vida y milagros de algún conocido común, deteniéndose súbitamente para leer en título de la obra y comunicárselo a los acompañantes con gesto de sabia aquiescencia, que para eso hemos venido a la exposición, antes de continuar el paseo y la conversación. Al menos consta que saben leer.
-Visitante dedicando todo su tiempo de visita a sacar fotos de absolutamente todas las fotografías de una exposición sobre Vivian Maier, pasando de una a otra sin solución de continuidad y sin dedicar a los originales expuestos más tiempo del necesario para apretar el botón de disparo de su cámara.
-Codazos, empujones, sonrisa y disculpa, pero la foto de cuadro y cartela tienen prioridad absoluta. Me hago cargo, el catálogo de la exposición no sólo es caro, sino que no se puede subir a redes sociales y sobre todo no incluye al "aficionado" en cuestión, y así no hay forma de autoreivindicarse en lo que sea que se quieran reivindicar.
-El selfie. Gracias principalmente a los smartphones, hemos alcanzado una nueva dimensión contemplativa que implica necesariamente dar la espalda a la obra que en teoría se ha ido a visitar, ahora incomparablemente enriquecida con la sonriente imagen en primer plano del cultivado espectador.
Como creo que tanto la vanidad como la necesidad de autopromoción y de reflejar la imagen de uno mismo dentro de los cánones de lo envidiable no figuran entre mis debilidades inconfesables, me cuesta mucho entender a este género de "espectadores", como tampoco comprendo el fenómeno en que se ha convertido el "turismo cultural". Por supuesto que hay visitantes realmente interesados en lo que contemplan, pero son una minoría. El grueso lo compone una amalgama variopinta de sujetos que son conducidos (o más bien pastoreados) por monumentos y museos, esas cosas que "hay que ver" y que figuran en las guías turísticas que todos y cada uno de ellos porta en mano o bolsa de viaje. Engullen a velocidades de pasmo todo aquello que miran, sin ver ni comprender, en maratones que les dejan extenuados; se les ve con frecuencia dormitando su fatiga en los bancos de los museos, o subiendo a sus perfiles de redes sociales aquello a lo que sacaron una foto (de alguna manera hay que registrar el evento). Hacen de todo, menos intentar disfrutar lo que tienen ante ellos (ver fotos 3 y 4).
Sinceramente, no entiendo ese tipo de comportamiento, ni el sentido que tiene esa forma de viajar. La gente interesada realmente en la cultura sabe lo que quiere ver, selecciona su destino en función de aquello que le interesa y, además de tener una idea cabal de lo que se va a encontrar -algo más elaborado que lo que puedan contar las guías de Lonely Planet-, se molesta en informarse y preparar su viaje. Jamás se guían por destinos de moda (la imbecilidad humana jamás deja de sorprender) y no conciben la idea del tour guiado salvo que sea prescripción legal o esté en juego su integridad física.
Pero son la excepción. El turista medio concibe el viaje como una especie de fetiche que se justifica a sí mismo. Que elija Roma o Vietnam para hacer su visita poco tiene que ver con los atractivos del destino en cuestión, y quizá más con las posibilidades económicas del momento concreto. Una vez allí, se adapta a lo que haya: pagodas, catedrales, museos o mercados callejeros tienen exactamente la misma prestancia en su criterio, si se le puede llamar así, siempre y cuando puedan dejar constancia de su paso por esas latitudes; supongo que se les puede imaginar una especie de placer mezquino en causar envidia a familiares y amistades cuando les muestran (léase "torturan" en la mayoría de los casos) las ristras de fotografías que ilustran su aventura de avezado viajero.
A una escala más reducida nos encontramos con el espectador local, el que acude a los eventos culturales de su ciudad acuciado por el mismo imperativo de lo que "hay que ver". Atendiendo a la actitud generalizada que se aprecia en las salas, el interés contemplativo de estos aficionados es poco menos que nulo. Acuden a ver a Caravaggio con el mismo interés que prestarían (y probablemente lo hacen) a una exposición sobre James Bond, y por descontado que ambos eventos dejan la misma impresión en su memoria.
Existe en todo esto una falta de comprensión casi absoluta de lo que se tiene delante, y no es algo que se pueda suplir con la información contenida en el panfleto de una exposición o una audioguía. La verdadera razón de ser de una obra de arte no es otra que provocar una emoción estética; si tal emoción viene asociada con un mensaje o una historia del tipo que sea, en realidad es secundario (al menos hoy día). Es más, la transmisión de tal mensaje será eficaz precisamente por la asociación psicológica con eso que se mira y emociona, cosa que conoce perfectamente cualquier propagandista. Por lo demás, si lo importante fuera el mensaje y éste puede ser transmitido por otras vías, la obra de arte no tendría mucha razón de ser; si existe, es porque lo que contiene no puede ser transmitido de otra forma, y en este sentido requiere una atención que rara vez se le presta.
Cuando se acude a contemplar una obra de arte, lo que menos sentido puede tener es la prisa, que a la sazón es una de las virtudes de turistas y visitantes, como si ver mucho en poco tiempo les fuese a acarrear algún tipo de recompensa. Probablemente no es más que una extensión del modo de vida apresurado que ya se da a escala planetaria, aunque no es una cuestión de la que me vaya a ocupar ahora mismo, pero insisto en que la prisa es incompatible con el disfrute estético, y curiosamente es en la contemplación de aquello que no está condicionado por una dimensión temporal prefijada (las artes plásticas, la arquitectura, el urbanismo, el paisaje...) donde el contemplador medio tiene empeño en meterla. A nadie se le ocurriría ver una película a cámara rápida, o escuchar una sinfonía a 45 rpm. (doy por sentado que aún se recuerdan los lp's y los singles en vinilo) por aquello de poder pasar a ver/escuchar otra cosa. Independientemente de la capacidad de apreciación de cada cual, tal aberración de la prisa en la contemplación sólo se "justifica" por el afán de consumo en cantidad, y puesto que el arte pertenece exclusivamente a la esfera cualitativa, el error es doble puesto que se acaba por no contemplar nada.
Es posible que este sinsentido esté en la raíz de la obsesión por sacar fotos de lo que se ve, y es que la cámara sí tiene la capacidad de captar todos los detalles en un instante, aunque con el mismo nivel de comprensión que el zoquete que aprieta el botón. Los humanos (algunos, al menos) tenemos memoria, y ésta necesita de un tiempo para ser correctamente estimulada de modo que la vivencia se convierta en algo memorable; aquello que decía Milan Kundera de que "el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido". Personalmente, sólo veo sentido en contemplar una obra de arte en la medida en que es capaz de dejar una huella en mi memoria; es seguro que no recordaré todos los detalles de lo que en su día vi, pero lo que sí me queda es el recuerdo de la impresión que la obra dejó en mí, y que puedo rememorar sin dificultad cuando veo una reproducción. Tema aparte es cuando se vuelve a ver el original, y entonces además se puede hacer una apreciación nueva además de evaluar el recuerdo; cuestión ésta, la de volver a ver, que parece no tener sentido en absoluto en la mente del turista voraz, o sólo cuando mira (en la mayoría de los casos una vez y ya) la fotografía que tomó del objeto en cuestión y que constituye su justificación de la no necesidad de volver a ver lo mismo. Cualquiera le explica que una obra de arte está lejos de agotarse en una mirada, que la forma de ver está condicionada por las circunstancias vitales del momento, que en la mayoría de los casos siempre se encuentran detalles nuevos o nuevas apreciaciones de los mismos detalles; en definitiva, que la obra de arte nunca decepciona en cada una de las ocasiones en que se la contempla.
El resultado inmediato en museos y salas de exposición es una sobresaturación de visitantes que dificulta y entorpece la experiencia contemplativa (ver foto 1), no digamos ya la de las obras más célebres (no necesariamente las mejores ni las más interesantes), algo que se convierte en una empresa imposible. Poco a poco se va instalando un modelo de difusión cultural del patrimonio artístico basado en los grandes "hitos"; una yuxtaposición de obras puntuales, fetichizadas por un público ignorante, y aisladas de su contexto, lo que impide su correcta interpretación y valoración, y evidenciando que "número de visitantes" a menudo está muy alejado de "difusión del patrimonio".
Se señalará que no todo es negativo, que de este modo se incrementan los ingresos económicos de las instituciones culturales. Cierto, pero, ¿a qué precio? Al de adulterar la función de la cultura en beneficio de otros intereses económicos de mayor dimensión. La implantación de un modelo de autonomía de gestión en las instituciones culturales puede que haya permitido incrementar los ingresos propios, pero eso mismo es en lo que se escudan las instancias políticas para mantener en precario o disminuir sus aportaciones, absolutamente imprescindibles, para el desarrollo de las funciones estatutarias que le fueron atribuidas a esas instituciones; en último extremo, el objetivo no es otro que el de reducir el gasto que representa la cultura para la Administración, haciendo necesaria la intervención de un sector privado cuyo exclusivo propósito es el lucro económico a través principalmente de beneficios fiscales, algo de lo que ya hablé en la entrada "El MNCARS tiene un camino que conduce al IBEX".
Todavía se alegará que el patrimonio cultural es necesario como reclamo para sectores tan importantes en la economía como el turismo, lo cual es innegable, y en principio parece razonable. Pero hay que tener cuidado con esa vía y no tomarla como un modelo de crecimiento ilimitado, y menos aún potenciarlo como sector clave de la economía de una nación. Supeditar el patrimonio a las necesidades del turismo y otros intereses materiales conlleva la hipertrofia de ese sector y a la larga la propia adulteración y destrucción de ese patrimonio. Ya hace décadas que esto se viene observando en los centros de sol y playa, y en menor medida en los destinos culturales. En éstos últimos es común que el desarrollo turístico se haya llevado por delante el tejido social de sectores enteros de las ciudades, convertidos en una especie de escenarios para satisfacer las necesidades voraces de los turistas, y no son pocas las urbes que alertan de que esta tendencia a lo que conduce es a que pierdan su propio atractivo como destino de interés cultural. Es como ir asesinando la gallina de los huevos de oro, y la solución se antoja verdaderamente complicada.
En lo que respecta a los museos y salas de exposición, lejos de ser la solución única a los problemas de los que viene adoleciendo el arte, una aportación sería prohibir definitivamente tomar fotografías. Cuando menos, sería una especie de filtro para mantener alejados a los imbéciles y horteras que sólo se preocupan por su imagen virtual, al tiempo que el visitante se vería forzado a centrarse en la obra o largarse a molestar a otro lado; los que verdaderamente tienen interés en la contemplación no les iban a echar de menos. A la larga se haría evidente que la gestión cultural no puede basarse en la cantidad de borregos que pagan entrada como propugnan los criterios economicistas, los mismos que se vanaglorian de estar impulsando un turismo de "calidad" cuando sólo saben contabilizar divisas y tasas de ocupación hotelera.
En realidad la pregunta sería si la cultura (y el público) tiene algo que ganar cuando se la hace subsidiaria de la industria hostelera. Opinen.
FOTOS
FOTO 1: Caterva de turistas admirando el retrato de Mona Lisa al tiempo que ignoran de forma palmaria la pintura veneciana |
FOTO 2: El Veronés, Las bodas de Caná (1563). Encuadre fotográfico como mandan los cánones. Abajo a la derecha, el nombre del blog ya da una pista de qué va el asunto en realidad. |
FOTO 3: C. Brancusi, La musa dormida (1910) convertida en escultura interactiva. |
FOTO 4: G. Wood, Gótico Americano (1930) y simpático parodiante. |
FOTO 5: V. van Gogh, Girasoles (1889). La audioguía no explica que al dar la espalda al cuadro el único ojo operativo es el del culo. |