domingo, 19 de noviembre de 2017

En torno a una definición de Arte




¿Se puede dar una definición aunadora de Arte? Tal definición debería ser válida para todas las artes, no sólo las plásticas, con lo que habría que encontrar algún tipo de nexo común. El problema es que la definición de lo común resta contenido a lo específico, con lo que siempre hará falta delimitar el contenido especifico de cada una de las artes. No pretendo dar una definición de validez universal de qué es arte, sino plantear lo que a mi entender son los problemas y dificultades para aportar tal definición. La idea, en el probable caso de que no estén de acuerdo conmigo, es que elaboren su propio concepto, sopesando todas las variables en juego. Vamos a ello.

Una trampa del arte conceptual, y la que da sentido a la afirmación de que cualquiera puede ser un artista, es el énfasis en el contenido. Todo arte, para ser tal, tiene que tener un contenido; pero es concebible que tal contenido se manifieste de manera variable para cada espectador. La obra, la misma obra, siempre llegará de modo distinto a cada uno; incluso de forma diferente a lo que propone el mismo autor. En realidad se puede decir que es el espectador el que dota de un contenido específico para él a cada obra que contempla. De este modo, efectivamente, cualquiera puede ser un artista.

Bien, pero como creador de una idea o contenido, ¿por qué no se considera al espectador (y al autor, puesto que todo autor es también espectador) como filósofo, como ensayista, o como poeta? Quizás haya que buscar las raíces de este problema en la vieja controversia del "Parangón de las Artes", entre las artes manuales y las artes del espíritu. Tal controversia se resolvió con el reconocimiento de que la recreación de la belleza por parte de los artistas plásticos era una competencia del espíritu, aunque se encontrase mediatizada por la existencia de una obra material realizada por la mano del artista.

La mediación de la obra en la comunicación espiritual entre artista y espectador es una idea que no sólo ha pervivido, sino que es definitoria, y condición necesaria, para poder hablar de artes plásticas. Avelina Lésper tiene razón al reivindicar no sólo la existencia de la obra, sino también una componente cualitativa de esa obra. El mero objeto no es suficiente.

Pero la propia evolución del arte desde los viejos tiempos del "Parangón" ha hecho que los límites de lo que se puede considerar una obra de arte y lo que no, se hayan vuelto muy difusos, hasta llegar a desaparecer con el ready-made. La cuestión es, quizá, si se admite al ready-made como objeto de las artes plásticas o como inauguración de una nueva disciplina expresiva y conceptual ajena a las artes plásticas.

Por lo demás, también convendría analizar esa afirmación de Duchamp de que el autor ha de ser ante todo un pensador. En la actualidad nadie duda de que la actividad artística, para ser tal, tiene que tener una componente intelectual, pero resulta obvio que tal componente por sí misma no hace una obra de arte ni convierte a su creador en un artista (o desde luego no son reconocidos como tales).

Ahondando en la dimensión intelectual y de pensador del artista, también podría plantearse qué ámbitos o materias del espíritu son o deben ser competencia del artista. Tradicionalmente, el ámbito filosófico que atañía a los artistas era meramente el estético; o si incorporaban formas de pensamiento de otras disciplinas eran, por otra parte, préstamos tomados de otros pensadores y por lo general revertían en problemas plásticos (véase, por ejemplo, la perspectiva); es decir, el alcance de la dimensión intelectual estaba orientado a solucionar o innovar en el plano formal de la obra.

Con las vanguardias históricas la situación no es muy diferente. La innovación en las ideas se adapta y se refleja plásticamente en la obra. En corrientes más conceptuales como el Surrealismo o Dadá la obra es un espacio de representación de la concepción estética y conceptual, a veces con menor preocupación  por las soluciones formales, especialmente entre los dadaístas. Sería Dadá el que con su propuesta de que cualquier objeto es potencialmente una obra de arte dinamitaría el estatus del que había gozado la obra hasta entonces. El único paso que restaba por dar sería el "arte sin obra" de los artistas conceptuales.

De aceptar las premisas de Dadá y los conceptuales, lo que procedería entonces es preguntarse sobre el estatus de la obra de arte y del propio artista anteriores, de tiempos pretéritos. ¿Qué es lo artístico en, por ejemplo, la Alegoría de la Primavera, de Botticelli? ¿La idea que contiene, su plasmación pictórica, o ambas? ¿Puede una misma concepción de lo artístico referirse a la obra y a la no-obra? ¿Tiene el arte, como Nuestro Señor Jesucristo, dos naturalezas? ¿Las obras de arte de antaño eran simplemente artesanía, quizás un objeto prescindible? ¿Ha transmutado la naturaleza del arte por obra y gracia de Marcel Duchamp? ¿O quizá se nos pasó por alto que Duchamp había creado una nueva disciplina expresiva? ¿Pueden tener que ver otros componentes del mundo del arte que no son artísticos?

Ya he dicho que una concepción tradicional del arte es entenderlo como un medio de expresión, pero enfatizar excesivamente el peso del mensaje conduce al extremo de negar la necesidad de la propia obra (arte conceptual), en cuyo caso creo que habría que hablar de otra cosa, no de artes plásticas. El otro extremo sería el formal, cuyo límite último sería la artesanía, el mero dominio técnico del oficio. El peligro del exceso de formalismo es caer en el manierismo, en la academización del arte que estorba la innovación (la exploración formal siempre tiene que representar una innovación); pero en todo caso siempre hay una obra singular, cosa que no sucede con el arte conceptual.

Entonces, ¿por qué se habla del arte conceptual como una evolución de las artes plásticas? A la postre, por meros intereses del mercado del arte. Es cierto que la ubicación de las obras conceptuales dentro de cualquier otra disciplina cultural resulta complicada, pero el mero hecho de que a menudo tengan una corporeidad (un objeto) ha sido aprovechado por el mercado como una oportunidad para justificar su comercialización. Lo que podría haber significado un serio revés, el mercado lo convirtió en la posibilidad de explotar comercialmente casi cualquier cosa. Primero, re-objetualizando la idea en la "obra" (se vende un objeto). Y segundo, dictaminando lo que es arte y lo que no (básicamente, si está en el mercado del arte, es arte). Para ello contó con la colaboración necesaria de la crítica, que aceptó sin controversia alguna, hasta donde yo sé, el arte conceptual como parte de las artes plásticas.

La única manera que se me ocurre para resolver la contradicción que llega a suponer definir "arte" tanto con obra como sin ella, y de paso dar continuidad y permanencia a la historia de las artes plásticas, es asumir que independientemente del peso de la dimensión conceptual de la obra, para que ésta se pueda considerar arte plástica tiene que preservar un estándar mínimo de calidad formal. Y por varios motivos. El primero es que no existe una contradicción fundamental entre lo formal y lo conceptual; de aquí arranca precisamente la autoreivindicación del artista como intelectual de la que derivó la mencionada controversia del "Parangón de la Artes". En ella, uno de los argumentos esgrimidos por los poetas para señalar la dimensión esencialemente espiritual de su arte y su superioridad sobre el trabajo de pintores y escultores, era que ellos no se ensuciaban en su actividad; es decir, que sus creaciones no estaban ligadas a la creación manual de un objeto -sintiéndolo por los fetichistas, el manuscrito original de un poema jamás fue considerado como obra de arte, su materialidad se consideraba despreciable. Poca visión de mercado, sin duda-.

En cierto modo, es una conclusión similar a la que llegaron los artistas conceptuales en base a dar la prioridad exclusiva al contenido. Y como ya dije, la controversia se saldó con la inclusión de las artes plásticas entre las disciplinas del espíritu, pero dejando claro (siempre lo estuvo, por otra parte) que lo que diferenciaba a la poesía de las artes plásticas era que éstas plasmaban su contenido en la fisicidad del objeto. Es decir, que las artes plásticas tienen que ser objetuales, necesitan que exista la obra como tal.

Pero no sólo eso, sino que un rasgo común tanto de la poesía como de la plástica es que la transmisión del contenido se hace a través de una forma específica y excelente, propia y exclusiva de cada disciplina. Ese dominio formal del código específico de la disciplina para expresar un contenido es lo que caracteriza al arte y diferencia al artista del mero comunicador.

Aún nos movemos en una definición muy ambigua en la que no es seguro si entran ciertas manifestaciones y obras (pienso en las instalaciones) y surgen ciertas dudas, por ejemplo referidas al empleo de materiales y objetos, la legitimidad del ready-made como obra de arte... ¿Dónde están los límites? ¿Cuál es el papel del artista? Seguramente se hace precisa una definición específica de lo que es propio de cada disciplina para determinar la posible inclusión de la obra concreta en su categoría correspondiente; si se la puede considerar dentro de las artes plásticas o si se debería considerar la posibilidad de crear nuevas categorías en las que encuadrarlas.

Admitiendo una defición de arte como un modo particular de comunicación espiritual realizada a través del dominio formal de un código específico y exclusivo, o de la combinación de varios de ellos, vemos que aún estamos lejos de poder concretar y precisar lo artístico de una obra, e incluso si ésta es arte o no. De ahí que se haga necesario afinar más la definición especificando las características propias del código que maneja cada disciplina.

Y todavía sólo habríamos llegado a la posibilidad de diferenciar a qué disciplina corresponde cada obra o, en el caso concreto del arte conceptual y otras manifestaciones del arte actual, determinar su validez como obras de arte propiamente dichas o si forman parte de una nueva forma de expresión aún por especificar. Existen muchos casos en los que los límites son imprecisos, y para ello se hacen necesarias la crítica y la controversia honestas. Sobran mercenarios del mercado.

Ya que estamos con mercenarios del arte, creo que conviene repasar un poco la posición de Athur C. Danto, uno de los grandes valedores de la prioridad absoluta del contenido. Para Danto, "algo es una obra de arte cuando tiene un significado -trata de algo- y cuando ese significado se encarna en la obra, lo que significa que ese significado se encarna en el objeto en el que consiste materialmente la obra de arte. En resumen, mi teoría es que las obras de arte son significados encarnados". ¿Como una señal de tráfico, por ejemplo? ¿O se olvidó precisar que dependía del contexto y de quién determina el contexto?

Resulta evidente que si se toma la definición de Danto al pie de la letra, la componente formal de la obra de arte se reduce exclusivamente a su corporeidad material, y que la dimensión cualitativa de esa componente formal directamente es irrelevante. Ni siquiera apunta a que el contenido tenga que tener alguna dimensión cualitativa; que sea pertinente, oportuna, reveladora, representativa, innovadora... Nada, la existencia del contenido en abstracto es condición suficiente.

Danto tampoco disiente demasiado de la definición institucional de arte de George Dickie, resumida en que "es arte si el mundo del arte dice que es arte". En mi opinión, Dickie vendría a ser el corolario de Danto para justificar que el mundo del arte (léase mercado del arte, puesto que todos están en nómina) dictamine de manera absolutamente arbitraria en qué consiste el arte, y por supuesto, ocultando la verdadera motivación que rige ese mundo: la ganancia.

Efectivamente, al renunciar a la componente formal se abre las puertas al "todo vale", que en el fondo oculta una contradicción que se evidencia en la práctica: puesto que de facto el mercado se arroga la facultad de determinar qué es arte y qué no, resulta claro que hace una selección (pregunten a los artistas noveles que buscan abrirse camino en ese via crucis) que evidencia que no todo vale. O no de momento, hasta que el mercado cambie de parecer e instaure una nueva "corriente"o "moda", determinada por su absoluto arbitrio, en la que la componente formal tendrá más o menos peso en base a las perspectivas de negocio. Se trata de perpetuar una ambigüedad permanente para legitimar ese arbitrio del mercado y quienes lo controlan.

En realidad, mi crítica al planteamiento de Danto es la extensión de su concepto a toda la Historia del Arte, y más concretamente a las artes plásticas. Si dirigiese su discurso a la definición del arte conceptual objetualizado como una nueva forma expresiva, yo no pondría ninguna objeción, me parecería completamente legítima y acertada. Pero al hacerla extensiva a las obras del pasado siembra la confusión sobre qué era el arte entonces, y al prescindir de la componente formal elimina tanto la validez de la principal intencionalidad del arte -"algo que no se puede expresar de otro modo"-, como la autonomía del valor formal de la obra.

La forma, diga Danto lo que quiera, ha sido siempre el hilo conductor de toda la Historia del Arte. Sus variaciones son las que reflejan el cambio tanto en la sensibilidad como en la manera de hacer llegar el contenido al espectador. Es lo que ontológicamente define al arte y lo diferencia del pensamiento, de la filosofía, que se define por el contenido. Existe una gran diferencia entre la evolución de los aspectos formales que definen cada periodo de la Historia del Arte, que ha tendido hacia una depuración de todo condicionante externo, y la propuesta de Danto que implica prescindir por completo de ella. Danto no redefine el arte, lo elimina al privarlo de su razón de ser y todavía pretende mantener vivo el concepto mismo de arte. Parece claro que a partir de ahí, sin una categoría mínimamente objetiva a la que agarrarse, se cae en el arbitrio de la institución, en este caso del mundo del arte.

No es de extrañar que el espectador medio experimente una estupefacción ante la contemplación de buena parte de lo que se exhibe en los circuitos del arte, ni que la estupefacción aumente exponencialmente ante el conocimiento de las cotizaciones de las obras. En cierto modo se institucionaliza, además de la autoridad para definir lo que es arte y lo que no, la idea de que el precio es el baremo de la calidad de la obra; el "debe ser bueno si es tan caro..." con el que el espectador medio intenta en vano convencerse de la validez de lo que contempla.

Tampoco estoy de acuerdo con la idea tomada de la política de que "toda opinión cuenta", porque no me creo que toda opinión, venga de donde venga, esté realmente fundada en el conocimiento de aquello sobre lo que se opina. De esto también es en buena medida responsable el modelo de la "institucionalización", principalmente por no cumplir con su cometido fundamental de ser un factor de la educación del espectador; no se enseña al espectador a desarrollar su propia capacidad crítica de apreciación. ¿Por qué? Porque las instituciones, y los intereses privados que las manejan a su antojo y conveniencia saben que ésa sería la clave que puede acabar con su motivación primordial, que no es otra que la ganancia. Cuanto más ignorante permanezca el espectador, más estará en manos de instituciones manipuladoras. De ahí la necesidad de educar al espectador, de dotarle de autonomía y de criterio propio para no ser manejado por los intereses económicos del mercado.

Y el espectador tampoco está libre de responsabilidad. Si realmente tiene interés en apreciar lo que contempla tiene un largo camino que recorrer, desde el principio. En arte, como en todo, lo que existe es producto de una evolución, y para comprender esa evolución hay que conocer el proceso. Empiece por lo primero, acuda al museo, contemple la evolución durante milenios de eso que se considera arte; y cuando sea capaz de vislumbrar el hilo conductor que está presente en todas y cada una de esas manifestaciones, estará en condiciones de valorar de forma crítica e independiente el arte de su tiempo.

O váyase a tomar algo, pero no moleste.




miércoles, 19 de julio de 2017

La manipulación de la cultura 3

Jackson Pollock: Número 5 (1948)


"Todo el arte moderno es comunistoide"
George A. Dondero

"Art is art. Everything else is everything else" 
Ad Reinhardt


Los EEUU protagonizaron la tercera de las grandes manipulaciones de la cultura que voy a analizar* . Se trata (utilizo el presente porque creo que sus consecuencias todavía perduran) de una manipulación ciertamente más sutil, y a diferencia de las otras dos, las llevadas a cabo por la URSS y por el III Reich que eran sustancialmente ideológicas, tiene una componente económica clara y duradera (el capitalismo, tan pragmático él...) en la conformación de la industria cultural actual.

Para empezar, hay que ubicarse en un contexto histórico, el de la rivalidad de bloques de la Guerra Fría entre el autodenominado mundo libre y los regímenes socialistas (aunque la ideología que animó esta confrontación en lo cultural es anterior incluso a la II Guerra  Mundial, como demuestra el texto Vanguardia y Kitsch, de Clement Greenberg** , fechado en 1939). Los EEUU habían salido de la guerra como los grandes vencedores, aunque temían la posible expansión del socialismo en una Europa completamente devastada en la que los grandes nombres de la intelectualidad tenían fuertes vínculos con las ideas de izquierda (no necesariamente comunistas). Se trataba de elaborar una estrategia para contrarrestar esa posible influencia de la URSS en Europa Occidental en el terreno de la cultura -el Plan Marshall y su democratización tutelada ya estaban en marcha-; pero existían dos escollos importantes: la falta de dinero y las trabas que imponía el propio Congreso norteamericano para realizar una intervención pública en ese terreno.

Había, pues, dos posiciones enfrentadas dentro de los EEUU: la que se podría denominar como "fundamentalistas anticomunistas", que era la dominante en el Congreso, con mentes preclaras como la del senador Joseph McCarthy a la cabeza; y la de la "élite cultural", amparada por el Departamento de Estado (léase CIA). Los primeros (entre los que también estaba el presidente Harry S. Truman) veían en la cultura de vanguardia una conspiración roja para acabar con los EEUU, vigilando y atacando a todo autor vinculado a posiciones izquierdistas. Para los segundos, la cultura contemporánea era la expresión de la libertad de Occidente, antítesis del Realismo Socialista; la "expresión autóctona del espíritu nacional". 

El discurso de la élite cultural era profundamente chovinista (en buena medida por el estigma del americano como paleto con dinero), y en el fondo bastante próximo al discurso nazi sobre el arte y la cultura como expresión necesaria de una nación fuerte -toda manipulación cultural lleva aparejada una componente propagandística en lo político-. 

Por su parte, el discurso de los fundamentalistas también estaba muy cercano al de los nazis, pero en lo que respecta a la forma. Sin llegar a tildar a la cultura de vanguardia como "degenerada", presenta los mismos argumentos zafios referidos al carácter enfermizo, la carga de subversión ideológica o el escándalo de las cotizaciones y despilfarro en la compra de las obras.

Ante el bloqueo sistemático llevado a cabo por el Congreso de todo posicionamiento institucional frente a la posible expansión del socialismo en el terreno cultural, en especial en Europa, el Departamento de Estado optó por utilizar a la CIA, con su amplia capacidad de maniobra y opacidad en el empleo de sus fondos económicos, además de recursos de privados privados para la difusión de su estrategia de propaganda. La idea era canalizar los fondos provenientes de la CIA a través de instituciones privadas para la promoción de la cultura de vanguardia y educar así a la gente (la que tiene dinero, evidentemente; los que cuentan, vaya) en lo que le tiene que gustar y consumir, abriendo así la dimensión económica de la estrategia. Por supuesto, la colaboración privada no iba a ser gratuita; su patriotismo lleva aparejadas unas tasas.

La ventaja de esta estrategia era múltiple: al tiempo que la propaganda se diluye en los "inocuos" intereses del mercado, manteniendo oculto el verdadero origen del grueso de los fondos necesarios, se establecen las bases fundamentales de lo que será la industria de la alta cultura y la apropiación de ésta como capital simbólico para disfrute exclusivo de la élite dominante. Para ello pusieron en marcha una maquinaria que habría de involucrar a nombres prominentes de la intelectualidad americana y europea, miembros destacados de las juntas de los principales museos americanos, y por supuesto artistas de todas las disciplinas.

Los EEUU, a través de la tapadera que representaba el Congreso por la Libertad Cultural -el organismo visible de toda su estrategia de propaganda cultural- tampoco dudaron en sacar todo el partido posible al proceso de desnazificación que se estaba llevando a cabo en Alemania. Esto fue particularmente evidente en el terreno de la música, en el que no tuvieron demasiados escrúpulos en fichar para sus propios intereses a grandes nombres vinculados con el III Reich como Wilhelm Furtwängler, Herbert von Karajan o Elisabeth Schwarzkopf (¿por qué no? Después de todo ya habían hecho lo mismo con un criminal como Wernher von Braun). No sería correcto decir que los tuviesen en nómina como tal, sino que se pensó que resultaría más práctico devolverles a sus antiguos puestos, previa limpieza de imagen, desde donde realizarían la misión de contrarrestar la propaganda cultural soviética en el ámbito musical.

Los americanos supieron invertir en la revitalización de instituciones como la Filarmónica de Berlín para que contribuyese a la normalización de la vida cultural alemana y occidental; y tal normalización, en todos los órdenes de la existencia y en cualquier régimen político, constituye la mejor y más duradera forma de propaganda. Por lo demás, la música era una excelente manera de hacer un eficaz contra-propaganda; desde la programación de recitales de autores proscritos en la órbita soviética a la dinamización de la cultura en zonas altamente vulnerables o susceptibles de haber acabado bajo control soviético (Berlín, Austria...) o la promoción del talento con concursos, becas y actuaciones. Se impulsó la celebración un alto número de conciertos de música contemporánea, que más allá de su calidad, no resultaba del agrado ni del público en general ni de los círculos intelectuales vinculados al Congreso por la Libertad Cultural -más tarde llegarían a reconocer muchos de ellos que los conciertos o buena parte de ellos, resultaban soporíferos a pesar del predicamento que se les daba-. El objetivo primordial era presentar una alternativa a la cultura promovida por la URSS, y la forma más efectiva de hacerlo fue la apariencia de que la revitalización cultural europea era cosa de los europeos. La mano que ponía los dólares permanecía oculta.


Las artes plásticas merecen una consideración especial en este contexto de Guerra Fría cultural, y situaría el Expresionismo Abstracto en el epicentro de toda la controversia propagandística impulsada por la élite cultural norteamericana. Lo cierto es que para los agentes del Congreso por la Libertad Cultural el Expresionismo Abstracto representaba una ocasión única que cubría todos los frentes que todavía resultaban una debilidad para la superpotencia triunfante. 

Para empezar, el Expresionismo Abstracto (una etiqueta bajo la que se quiso presentar un grupo de vanguardia al modo de las vanguardias históricas europeas, pero con la que no comulgaron ninguno de sus integrantes) era la primera manifestación de una corriente estética vanguardista protagonizada por artistas norteamericanos*** -más que "genuinamente americana", como se quiso presentar por sus impulsores. El matiz es importante-, lo que venía a aliviar el trauma patriotero de la falta de tradición cultural que padecía la élite cultivada norteamericana, enferma crónica de esnobismo.

Los artistas, además, estaban mayoritariamente vinculados a posiciones ideológicas izquierdistas, lo que resultaba muy conveniente para los planes de contra-propaganda de la CIA, en especial dirigida hacia Europa Occidental para debilitar la posible influencia de la URSS. La idea era apostar por izquierdistas no comunistas como agentes de división ideológica, y la estrategia resultó excelente tras el XX Congreso del PCUS y el inicio del proceso de desestalinización. Por si acaso, y para combatir las posibles disidencias, se creyó conveniente desembolsar una buena cantidad de dinero para la promoción de las obras en exposiciones itinerantes y favorecer el incremento espectacular de su cotización en el mercado. O en otras palabras, meterlos en nómina. Ellos, por su parte, quizá llegaron a pensar que alguien debía estar detrás de tan fulgurante éxito, pero tampoco se molestaron en hacer demasiadas indagaciones molestas. Al que colaboraba o se prestaba le iba bien, y al que no, se le marginaba -si Ad Reinhardt no goza de la misma popularidad (ni cotización) que muchos otros de sus coetáneos no se debe exclusivamente a la inferior calidad de su obra-. En definitiva, no sólo se estaba estableciendo una hábil estrategia propagandística, sino que además iba a resultar muy lucrativa para los que estaban directamente involucrados.

Cuando digo lucrativa me refiero a que la estrategia promovida por la intelectualidad norteamericana iba a necesitar de la colaboración del capital del sector privado, cuya única verdadera patria es el dinero, y tal colaboración no iba a salir gratis. La CIA, a través del Congreso por la Libertad Cultural, facilitó contactos con miembros de las juntas de los grandes museos americanos (como el MOMA o el Whitney, que eran y son instituciones privadas), muchos de los cuales estaban vinculados a la propia CIA y a operaciones de inteligencia. Éstos facilitaron la programación de grandes exposiciones sobre el Expresionismo Abstracto, presentado como gran exponente de vanguardia artística americana y expresión de la creatividad que sólo puede florecer en un régimen democrático de libertades, lo que significaba plantar cara a las torpes posiciones y argumentos ideológicos de los congresistas de Washington, encabezados por el inefable George A. Dondero.

Y lo cierto es que los congresistas se lo ponían realmente fácil a los intelectuales. Bastaba mirar cualquier cuadro de cualquier expresionista abstracto para convencerse de que las denuncias de Dondero de que "todo el arte moderno es comunistoide", que el arte de vanguardia era un plan de infiltración comunista urdido por Moscú, o que algunos cuadros ocultaban en realidad ubicaciones de armamento estratégico, caían por su propio peso. Por otra parte, como la promoción del Expresionismo Abstracto se hacía de cara al público mediante capitales privados, los congresistas poco podían hacer (y de haberlo hecho, les habría llevado antes o después a toparse con la CIA). Por lo demás, con la caída de McCarthy los cazadores de brujas fueron desapareciendo de la escena política; habían cumplido su papel en el interior, pero resultaban contraproducentes para la expansión propagandística fuera de EEUU. 

Esta labor fue la que llevó a cabo el Congreso por la Libertad Cultural, que impulsó la programación de exposiciones itinerantes de promoción del Expresionismo Abstracto en Europa Occidental para tratar de ganarse el favor de los intelectuales (sobre todo franceses). Y aunque dudo de que semejante labor fuese determinante en que ideológicamente Europa Occidental se apartase definitivamente de la URSS, la verdad es que el producto se promocionaba solo, en especial si se intentaba hacer una comparación con las propuestas del Realismo Socialista. En la cuna de las vanguardias históricas no resultaba viable plantear una involución formal, y los propios artistas europeos andaban por entonces inmersos en el desarrollo de su propia vía de innovación plástica a través del Informalismo. Los americanos supieron hacer una lectura más realista de las reglas autónomas de la evolución del arte y de las posibilidades que se abrían si tales reglas eran respetadas, al menos en apariencia.

La idea central de la manipulación cultural promovida por los EEUU no consistía en ofrecer una visión adulterada del pasado para ofrecer una cultura nueva propia de un tiempo nuevo. En esto los EEUU fueron más sutiles y se limitaron a mantener lo que ya había y a tratar de asociarle a la idea de que la creación sólo era posible en un régimen que garantizase las libertades; por supuesto liderado por ellos y secundados por Europa Occidental (vaya, la punta de lanza del régimen liberal burgués). De ahí la insistencia en la idea de la vanguardia formalista que se promovió principalmente desde las revistas y conferencias patrocinadas por en Congreso por la Libertad Cultural.

En definitiva de lo que se trató fue de instrumentalizar la cultura para un fin que poco o nada tenía que ver con ella: la propaganda política del régimen liberal burgués. Y aunque en principio parece que las consecuencias para la cultura no fuesen particularmente malas (es cierto que no hubo destrucción de obras ni persecución como tal de autores, aunque sí marginación), se dieron circunstancias concretas que tendrían consecuencias duraderas -continúan hoy día, y por mucho tiempo- sobre qué formas de cultura tendrían desarrollo en lo sucesivo. Me refiero en concreto al mercado de la cultura como canalizador de todo cuanto se produce en todas las facetas de la cultura.

Efectivamente, el régimen político liberal burgués resulta consustancial a la economía de mercado, no se entiende el uno sin el otro, por lo que toda producción en la esfera ideológica (y por  tanto también la cultura) se canaliza en forma de propaganda más o menos explícita a través del mercado -o se margina aquello que ideológicamente no resulta conveniente-, pasando por alto que los objetivos de una y otro son diferentes, o sólo tangencialmente coincidentes. Dicho de otro modo: el producto cultural comercializado no será necesariamente malo, pero al hacerlo subsidiario de la ganancia siempre va a obedecer a intereses que no son los propios de la cultura, por mucho que lo intenten disfrazar con las etiquetas manidas de la innovación, de la "idea" como principal valor (ahora es la "idea" lo que se compra y vende). Las premisas originales empleadas para justificar la necesidad de las libertades políticas en la creación (la innovación formal) se han dado por completo la vuelta por los intereses propios del mercado hasta el punto de hacer irreconocibles las premisas teóricas de críticos como Clement Greenberg expuestas en Vanguardia y Kitsch.

Pero lo que realmente repugna de todo esto es que , como dice Greenberg sin el más leve atisbo de vergüenza, era un modelo de difusión cultural pensado por y para la burguesía, para la clase dominante, pero en buena medida subvencionado con dinero público. A pesar del ingente esfuerzo propagandístico para mostrar a los EEUU como una nación culturalmente madura, el americano medio siguió viviendo al margen de toda esa parafernalia, consumiendo los productos de la cultura popular y los subproductos de la cultura de masas, incapacitado (según los burgueses refinados) de elevarse por encima de ese cenagal.

Lo que no veo que se señale como algo deleznable es precisamente que tanto esfuerzo nunca estuviese encaminado a elevar el nivel cultural de las masas, sino a proporcionar un capital simbólico a los poderosos; los mismos poderosos que hacían ingentes beneficios proporcionando a la masas subproductos culturales que ayudaban a mantenerles a perpetuidad en un estado de ignorancia, alienación y dependencia.

Creo que hay que señalar que la Guerra Fría Cultural no fue sólo una confrontación propagandística en clave de bloques políticos encabezados por la URSS y EEUU. Al menos para la élite cultivada norteamerican estaba perfectamente claro que la confrontación tenía un tinte claramente clasista, aunque coyunturalmente eclipsado por la rivalidad de bloques. La burguesía norteamericana, y siguiéndola a corta distancia la europea occidental, estaba formalizando o perfeccionando un modelo de industria cultural que se consideraba (y se sigue considerando) necesaria para el dominio y control de las masas. El "panem et circenses" nuevamente reeditado y comercializado por la élites en el poder. Y naturalmente, mantener a un pueblo ignorante resulta muy conveniente para tener las manos libres y hacer pingües beneficios con la "alta cultura" dirigida a la élites; o también, dirigiendo el gusto de esas élites (¿dónde está escrito que ser poderoso sea sinónimo de ser culto?) en función de los vaivenes y las apuestas del mercado cultural, y no siempre para mantener el nivel; recuerden que, por ejemplo, al expresionismo abstracto le seguiría poco después el Pop Art como vanguardia rompedora. Está claro que el éxito de público no es necesariamente una consecuencia de la calidad del producto cultural, pero ¿a quién le importa ante semejante cifra de negocio? Y la decadencia generalizada no había hecho más que empezar...

No es que el nicho de negocio de la cultura fuese descubierto en la Guerra Fría, pero sí que desde entonces los parámetros sobre lo que es cultura cambiaron radicalmente. Si antes de la guerra el mercado se limitaba a sacar provecho de lo que los artistas producían, sin influir en modo alguno en el devenir autónomo de las distintas corrientes innovadoras, tras el establecimiento del modelo de promoción cultural sufragado por privados e impulsado por los EEUU sería el mercado el que determinaría qué clase de producto cultural sería el que llegase al público. O más que el "mercado", quienes realmente lo dirigen y se esconden detrás de él para ocultar que el producto cultural será desde entonces una mercancía promocionada en base a perspectivas de negocio y que, de paso, proporciona un marco simbólico incomparable para satisfacer el insaciable esnobismo de los que trafican con él.

Más aún, esa misma dinámica que impera en el arte actual se ha hecho extensiva al arte de épocas pasadas, ya sea mercantilizando las obras que aparecen en el mercado -que indefectiblemente acaban en manos privadas y sustraídas a la contemplación del público, a menudo para ser preservadas en cajas de seguridad de los bancos como un mero bien revalorizable. ¡Qué gran museo se podría hacer con lo que descansa en los sótanos de los bancos...!-; o ya sea con la explotación del patrimonio artístico en circuitos o exposiciones programadas en base a la perspectiva de un beneficio material del que participan numerosos sectores económicos. Este modelo se encuentra en plena expansión y lleva en sí el germen de su propia destrucción.

En definitiva, son agentes económicos los que a través del mercado y la industria cultural oficializan lo que es la cultura hoy día, constituyendo un modelo tan pervertido y degenerado que sólo puede mantenerse en base a continuar legitimando su propio fraude de manera artificial, y mediante una dinámica por completo ajena al devenir cultural que se sustenta y justifica a sí misma. ¿Por cuánto tiempo? Lo ignoro. Algún día reventará, y junto con sus ruinas se llevará toda la morralla sobrevalorada que lleva décadas promocionando.

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* Sobre el proceso histórico de lo que cuento pueden encontrar información infinitamente más detallada y documentada en La Guerra Fría Cultural, de Frances Stonor Saunders.

** Sobre este texto merecería la pena hacer un análisis detallado en otra entrada.


*** Varios de ellos, como Mark Rothko, Arshile Gorky o Willem de Kooning fueron estadounidenses naturalizados (sin prisas, dicho sea de paso), aunque el buque insignia del movimiento fue Jackson Pollock, nacido en una granja de Wyoming. ¿Les suena el cuento del "hombre-hecho-a-sí-mismo"? ¿Hay algo más genuinamente americano que una granja en el Medio-Oeste? ¿Yo, tendencioso?

miércoles, 28 de junio de 2017

La manipulación de la cultura 2

P. Klee: Borrado de la lista (1933)


Hablar de la concepción nazi de la cultura puede resultar más complicado de lo que parece. Aunque creo que no me equivoco demasiado si se resume en algo tan sencillo como "lo que le gusta a Hitler" (ver el enlace 2 en el anexo, procuren no vomitar con la página), tratar de dar una explicación "racional" es complejo a la vista de las argumentaciones que se daban, la gran mayoría de ellas verdaderamente delirantes y tan arbitrarias como el gusto personal de quien las teorizaba.

En una concepción totalitaria donde no hay distinción entre líder, partido y nación, la concepción de la cultura no puede ser otra que la del Führer, aunque por supuesto se puedan rastrear antecedentes en las concepciones Volkish sobre la cultura y escritos teóricos bastantes cuestionables en la misma línea al menos desde finales del siglo XIX -Entartung ("Degeneración"), de Max Nordau, se publicó en 1893; Arte y Raza, de Paul Schulze, en 1928-.

En su concepción mesiánica, Hitler se veía a sí mismo como la encarnación de ese espíritu germánico, el heroico soldado que por la fuerza de su voluntad se levanta para guiar y salvar Alemania  de sus enemigos interiores y exteriores y construir un Reich que habría de durar 1000 años. Imaginando a Alemania como Brunilda, ya tenemos a Sigfrido con bigotillo. Y es que resulta tentador imaginarse a Hitler en delirante ensoñación sobre la estética de Nueva Germania mientras escuchaba las óperas de Wagner o las sinfonías de Beethoven y Bruckner.

En fin, dejando a un lado los lugares comunes, quizás lo primero que habría que decir sobre el régimen nazi en lo que ahora nos importa, es que la construcción de una cultura según los cánones de su concepción está entre las prioridades absolutas desde el primer momento. Prueba de ello es la constitución en marzo de 1933 de la Cámara de Cultura del Reich, controlada por Joseph Goebbels, que exigió la adhesión a la misma de toda persona vinculada de algún modo con la creación cultural. Y conviene aclarar que la no adhesión implicaba automáticamente convertirse en un enemigo de Alemania, un verdadero proscrito que había que perseguir y eliminar. Se abría la veda para un verdadero ajuste de cuentas con todos aquellos creadores que chirriaban de algún modo con la concepción nazi de la cultura, de la política y de la sociedad. No hubo listas negras, sino listas públicas de autores en todos los ámbitos de la cultura cuyas obras habrían de ser eliminadas de la vida pública y privada. O se estaba con los nazis o contra ellos, y entre éstos estaban judíos, comunistas, izquierdistas, pacifistas y vanguardistas ("degenerados", en lenguaje nazi) en todas las disciplinas artísticas.

Cualquier manifestación cultural que no fuese del agrado de los nazis era catalogada con alguna de estas categorías "peyorativas", y entre todas ellas sobresalía el judaísmo como fuente primordial de todos los males de la existencia; el autor señalado o era judío, o profesaba alguno de los credos ideológicos provenientes del judaísmo, o estaba respaldado por judíos formando parte de un complot para socavar los viriles fundamentos de la cultura germánica.

Y ya puestos a no pararse en barras, los nazis no se conformaron con los autores contemporáneos, sino que hicieron extensivos sus prejuicios y delirios a manifestaciones del pasado, de manera que la difusión de la obra de autores judíos fue prohibida o marginada. Había que extirpar la veta hebraica allá donde y cuando se hubiese manifestado de algún modo, ya se tratase de Marx,  Mendelssohn o cualquier otro.

Por otra parte, tampoco se vaciló en manipular el pasado para apropiarse de aquello que sí era del gusto nazi; así, Alfred Rosenberg llegó a reivindicar el carácter germánico de la estatuaria griega o del Renacimiento italiano. Ignoro con qué argumentos, aunque posiblemente resultase curioso ver hasta qué punto y de qué manera las cabezas pensantes del III Reich eran capaces de manipular la Historia para que cuadrase con sus aberrantes concepciones.

Pasando a echar un vistazo a cómo en concreto afectó esta concepción general a las distintas artes, se puede apreciar las principales líneas de la limitada y prejuiciada concepción nazi de la cultura.

Quema de libros en la Plaza de la Ópera de Berlín el 10 de mayo de 1933
Seguramente, la imagen más icónica de la construcción de una cultura alemana renovada y eterna sea paradójicamente la de la quema de libros. Por su carácter simbólico de objeto que preserva el conocimiento, el libro, o mejor los libros que no encajaban con la concepción volkisch de la cultura alemana estaban destinados a ser las víctimas de una particular reedición de los autos de fe con la que se pretendía depurar la cultura alemana de todo aquello que los nazis y organizaciones afines encontraban indeseable. El deseo de represalia contra todos los autores "contrarios al espíritu alemán" ya estaba latente desde antes de la toma del poder por los nazis, y no pasó mucho tiempo hasta que se materializó en forma de hogueras públicas que culminaban un ritual de purificación por las llamas de las que habría de renacer una cultura renovada (o mejor, mutilada) expresiva del verdadero espíritu alemán. Las apelaciones a este "espíritu" son constantes, sin que en absoluto quede claro en qué consiste exactamente esa abstracción manipulada, torpe y estrecha. Se diría que ante tanta indefinición lo único que cabe es que se trate más de un sentimiento, algo propio y característico del fascismo, esta sobrevaloración del sentimiento sobre la razón; pero además, un sentimiento de odio, no afirmativo sino destructivo, un ejercicio de mutilación consciente de todo aquello que consideraban enfermo y débil.

En nombre de ese supuesto espíritu alemán serían arrojados a las llamas cientos de miles de libros en múltiples hogueras a lo largo y ancho de Alemania el 10 de mayo de 1933 (aunque también las hubo antes y después de esa fecha), con lo que se pretendió extirpar simbólicamente de la cultura alemana la obra de una extensa lista de autores que ya figuraban como prohibidos de manera pública, y que constituía de paso un aviso para su eliminación de los fondos de archivos y bibliotecas tanto públicas como privadas en todo en territorio alemán. Semejante acto de barbarie fue promovido principalmente por asociaciones de estudiantes afines a la ideología nacionalsocialista, y contaron con la ayuda y colaboración tanto de organizaciones y dirigentes nazis (Goebbels pronunció el discurso anterior a la quema en Berlín) como de decenas de miles de ciudadanos que apoyaban el nuevo régimen y se unieron a la locura colectiva de la supuesta depuración cultural en un acto tan salvaje como banal que ha quedado en la memoria, por su simbolismo, como uno de los peores episodios de ignominia y barbarie del siglo XX.

Cartel de la Exposición de Música Degenerada (1938)
En lo que respecta a la música, existió una Cámara de Música del Reich, dependiente de la Cámara de Cultura, al frente de la cual se nombró a Richard Strauss con la misión de preservar la pureza de la música alemana. Inmediatamente los  músicos judíos fueron vetados y sus composiciones, incluyendo las del pasado, marginadas (Mendelssohn, Meyerbeer, Offenbach o Mahler entre ellos; la lista es verdaderamente extensa); aunque en un intento de dar cierta imagen de tolerancia, se les permitió continuar con su actividad dentro y sólo dentro de sus propias comunidades en un régimen de "autoadministración bajo supervisión estatal", tal como hipócritamente decía la propaganda. Con el tiempo, una vez comenzada la Solución Final, esta política desaparecería puesto que allá donde los judíos estaban destinados no iban a necesitar la música para nada (aunque todavía sus verdugos de las SS en los diferentes campos de concentración y exterminio promovieron la formación de orquestas para su propio deleite).

Cartel de la exposición Arte Degenerado (1937)
Un rasgo distintivo de la manipulación nazi de la cultura es la ridiculización de aquello que despreciaban. En este sentido uno de los puntos culminantes fue la celebración de la exposición de Arte Degenerado (Entartete Kunst. Ver enlace 1 en el anexo). Concebida como exhibición itinerante, mostraba todas aquellas manifestaciones de vanguardia que se oponían al "arte alemán" expuesto a poca distancia en la Casa del Arte Alemán, de reciente construcción, y cuya muestra inaugural se programó de forma simultánea para recalcar intencionadamente el contraste entre la degeneración de la vanguardia y los valores eternos del arte alemán propugnado por los nazis.

Dentro de la exposición de Arte Degenerado se encuadraba la práctica totalidad de las vanguardias históricas (1). La organización resultó precipitada,  las obras aparecían intencionalmente más amontonadas que expuestas en salas cubiertas de pintadas y mensajes burlescos, y frecuentemente confrontadas con obras de enfermos mentales; y es que, además de las acusaciones, absurdas en la mayoría de los casos, de judaísmo y bolchevismo, los nazis sólo podían comprender el lenguaje vanguardista como una
manifestación de alguna patología mental, cuando no simplemente de cretinismo.

Desfile del Día del Arte Alemán (1937)
Y sin embargo la exposición no sólo constituyó un verdadero éxito de público, sino que triplicó el número de visitantes de la muestra de Arte Alemán. Ésta, por su parte, recogía las aburridas manifestaciones plásticas que gustaban a los prebostes nazis. En realidad habría que decir que se trataba de una exhibición anual que mostraba las últimas creaciones avaladas por el régimen, y en cuyas inauguraciones se celebraba un desfile que homenajeaba la grandeza del pasado y de la cultura alemana que culminaba con el heroico esfuerzo del III Reich por consagrar la verdadera y eterna imagen de lo germánico. Como exhibición propagandística que era, el desfile representaba ese pasado del que los nazis estaban orgullosos, incluidos los bárbaros (los nazis son los únicos que han tenido a gala autodenominarse bárbaros), de manera que lo que se aprecia es un desfile donde lo cursi y lo siniestro se alternan en una mezcla de difícil digestión.

En fin, al igual que sucedió con los músicos, literatos o cineastas que no eran del agrado de las autoridades, la persecución y la prohibición del ejercicio del arte en muchos casos no se hicieron esperar y acabó con muchos de los representantes de la vanguardia en el exilio, además de con la incautación y destrucción de un número de obras sobre el que aún no hay acuerdo unánime, pero que oscila entre las 5000 y las 20000. Y esto me da pie a señalar un episodio particularmente vergonzoso, el de la venta de piezas incautadas.

Subasta de un autorretrato de Van Gogh en el Gran Hotel de Lucerna el 30 de junio de 1939
Por lo visto, los nazis no veían ningún tipo de contradicción en denostar el arte de vanguardia (incluida la denuncia de los altos precios pagados durante la República de Weimar) y sacar ellos mismos tajada de tales obras. Este beneficio vino tanto del canje de obras incautadas por otras del gusto de los jerarcas nazis (algo con lo que más de uno hizo su agosto), como de la propia venta de obras "degeneradas" a beneficio del Estado (algo con lo que más de un comprador hizo su agosto), como la celebrada en el Gran Hotel de Lucerna el 30 de junio de 1939, que no aportó grandes capitales a las arcas nazis. La versión del comprador seguramente sea un tanto diferente, y lo sigue siendo en muchos casos, puesto que aún sigue coleando el laborioso proceso de devolución de las obras a los legítimos herederos, con no pocas trabas por parte de instituciones públicas del Occidente democrático.

Hitler supervisando su proyecto de gran museo de arte en Linz, hacia 1944.
Las obras incautadas del gusto de los nazis serían destinadas al proyecto de un gran museo de arte en Linz, y para ello contaron con la libre disposición de obras arrebatadas a colecciones públicas y privadas de los territorios ocupados. Por supuesto que tal libre disposición era interpretada con bastante holgura por personajes como Hermann Göring, cuyas incursiones de rapiña en el Jeu de Pomme (convertido en almacén de obras incautadas) fueron más que frecuentes y para su exclusivo deleite -sin faltar cuadros de un "degenerado" como Cezanne; coherencia en su versión nazi...-. Este proyecto jamás fue concluido, ni siquiera comenzado, aunque basta echar un vistazo a las fotografías de Hitler hacia 1944 jugando a las casitas con las maquetas del gran museo para darse cuenta, por una parte, de que desde su torpe perspectiva el III Reich se tomó muy en serio y hasta el último momento el tema de la construcción de una identidad cultural acorde a sus concepciones; pero por otra parte, no deja de producir pavor comprobar como esa prioridad estaba por encima no sólo de la destrucción de Europa en la guerra, sino que ignoraba también a un pueblo alemán agonizante al cual pretendían erigir una memoria eterna. Sacrificar un pueblo en pro de su supuesta imagen inmortal, hasta ahí llegaba la consecuencia del delirio nazi sobre la cultura.

A grandes rasgos creo que se puede afirmar que la manipulación nazi de la cultura fue absoluta, en todos los ámbitos y referido a todas las épocas. A su concepción aberrante y falsa de la existencia tenía que corresponder  una imagen y una concepción de la cultura que no podía sino ser igualmente aberrante y falsa.

A su manera, al menos, era coherente en ciertos aspectos; si se pretendía reflejar la idea de la eternidad de Alemania y el hombre germánico, había que justificar esa eternidad en el pasado (tarea imposible por falsa), y ante el continuo tropiezo con una verdad histórica reacia a adaptarse a sus prejuicios, el nazi, animal en permanente lucha contra la realidad, opta por el recurso a la manipulación de distinto tipo: apropiándose de lo que le interesa, eliminando lo que no procede, recurriendo a las medias verdades... Y aún así tropezando de continuo con contradicciones, errores e interpretaciones imposibles; aunque siempre le quedaba el as en la manga de "el Führer siempre tiene razón", o lo que viene a ser lo mismo, que toda controversia incómoda para el régimen siempre podía ser solventada por el dictamen arbitrario de la autoridad. En el III Reich la verdad lo era por decreto y tenía carácter universal.

Esa "verdad" decretada fue la que condenó al ostracismo a grandes figuras de la cultura alemana por el simple hecho de ser judíos; y obvio es decir que el agravio no era sólo contra el autor, sino contra el conjunto de la cultura alemana y universal, que quedaba de este modo mutilada para el pueblo alemán, al que se le negaba parte de su pasado y de su identidad colectiva.

Y en lo que respecta a la cultura contemporánea el afán era el mismo, y la diferencia sólo estribaba en la violencia extrema con que los nazis se aplicaron a la tarea de eliminar todo aquello que consideraban antialemán: persecución y exilio de autores, quema pública de obras, ridiculización de concepciones estéticas opuestas a las oficiales, destrucción del patrimonio indeseado... Se convirtieron en constantes desde 1933, haciendo de la creación cultural un infierno para todos aquellos que no fuesen adeptos en fondo y forma con los pobres postulados oficiales; incluso autores como Emil Nolde, miembro del partido, sufrió en sus propias carnes el descrédito y la ignominia de ser tildado de "degenerado" por sus propios correligionarios. Al menos en este aspecto no se puede decir que hicieran distingos.

Evidentemente, tal ensañamiento y exhibición de violencia destructora no estaba dirigida exclusivamente a amedrentar al enemigo interior; era también el anticipo de lo que habría de suceder una vez los nazis se hubieran adueñado del mundo y lo hubiesen puesto a los pies de Alemania y de su Führer. En esto consistía el orden civilizador nazi, y así lo pusieron de manifiesto en todos los territorios ocupados, donde la rapiña y el expolio fueron constantes desde el primer momento de la ocupación.

El afán imposible de manipulación cultural de los nazis es probablemente consecuencia de un problema mucho más profundo, como es la incapacidad para comprender la realidad del mundo, su dinamismo y su evolución imparable. La confrontación de esta realidad con las abstracciones metafísicas (falsas, además) propias de los nazis hacen que reaccionen con una violencia extrema: contra la cultura, contra los hombres, contra lo que sea que se oponga a sus erróneas concepciones. El de los nazis es un empeño inútil de confrontación con la una realidad cuya comprensión se les escapa.

En lo que respecta a la cultura en concreto, y en paralelo con la idea general, los nazis fueron (y son) incapaces de comprender que la cultura tiene su propia evolución y su realidad, que nunca ha sido ni puede ser estática ni eterna, y que todo intento encaminado en esa dirección ha fracasado sistemáticamente; que la cultura es una realidad inclusiva, y en ello estriba su riqueza y capacidad de evolución. Bastaría un somero vistazo a las realizaciones culturales de los nazis para darse cuenta de su extrema limitación y pobreza: reiterativa, homogénea en forma y contenido, carente por completo de interés, de misterio y de vida. Eterna como la muerte.

Pese a todo su empeño por crear una cultura y un arte a la altura de la raza germánica, el legado cultural nazi es de lejos el más pobre y estéril que haya podido legar un régimen o civilización contemporáneo, salvo quizá los talibanes y el Daesh, que carecen de voluntad creativa y con los que guardan lamentables similitudes en lo destructivo. El III Reich ni pudo anular, ni pudo modificar, ni renovó la cultura según su concepción porque el suyo era un empeño inútil antes de comenzarse.

Una dimensión de esta incomprensión de los nazis hacia la realidad de la cultura lo constituye también el error de pensar que se puede manipular a los creadores para convertirlos en colaboracionistas. Aunque no faltaron intelectuales, artistas o intérpretes que se dejasen seducir por la retórica mesiánico-patriotera de los nazis, pocos hubo (salvo los más mediocres y fanáticos) que apoyaron incondicionalmente al régimen hasta el final. Muchos de ellos sabían que la "esperanza que se abría para el pueblo alemán" no era algo que tuviese que ver con la perversión de la cultura, y aunque en un principio pudieron colaborar o ser cómplices pasivos (Richard Strauss, Wilhelm Furtwängler o Emil Nolde), llegados a cierto punto no podían como intelectuales mirar hacia otro lado mientras el régimen se empeñaba en mutilar la cultura y perseguir a sus creadores sólo por ser judíos o porque su obra estaba entro lo que los bárbaros denominaban "degenerada".

En definitiva, creo que lo único por lo que puede merecer la pena conservar el paupérrimo legado cultural nazi es para que sirva de recuerdo, al igual que el resto de ese periodo demencial, sobre la deriva viciada que puede tomar la cultura cuando intenta ser manipulada por fanáticos desquiciados. Y aunque la proyección posterior de ese tipo de concepción cultural quedó confinada a la marginalidad, sólo mantenida por grupos minoritarios de nostálgicos y descerebrados, conviene que no desaparezca de la memoria colectiva para que sirva de aviso sobre lo que podría suceder. No hay nada que inmunice de manera absoluta frente al fanatismo destructor, pero el conocimiento de la cultura, de su dinámica y evolución, puede ser un instrumento verdaderamente útil para, cuando menos, cuestionar los mitos sobre los que se levantan los discursos fascistas. Que la pesadilla nazi sirva para recordar el error, no es poca cosa.

No bajen la guardia, el virus está latente.

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(1) Salvo quizás el Futurismo, que aunque Hitler menciona en el discurso inaugural como una manifestación de degeneración del arte, no aparece representado en la muestra, ni ninguno de sus representantes mencionado como "degenerado". Cabe especular que las obras futuristas no fuesen bien conocidas en Alemania o si, tratándose de un movimiento italiano, muchos de cuyos miembros ensalzaron abiertamente la avenida del Fascismo, el régimen nazi pretendiese hacer una salvedad y de paso no irritar a Mussolini, que ya había puesto a Hitler en su sitio en lo que respecta a la valía de las creaciones de los pueblos no germánicos.



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ANEXO

http://www.academia.edu/225659/Arte_Degenerado_Traducci%C3%B3n_al_espa%C3%B1ol_Obra_de_Pedro_Manrique_Figueroa


http://nacionyraza.blogspot.com.es/2009/09/discurso-de-adolf-hitler.html