jueves, 1 de noviembre de 2018

Antonio Canova y la frialdad de la emoción


A. Canova: Paolina Borghese-Bonaparte, detalle (1805 - 1808)


Es muy difícil de precisar, pero creo que hay un punto en la perfección de la ejecución de una obra de arte a partir del cual todo lo que se haga va en detrimento de la emoción que esa obra puede causar en el espectador. Es lo que me sucede cuando veo las obras de Antonio Canova -aunque no es el único; me ocurre lo mismo con otros autores-, que no me emocionan. Es algo que como poco me crea un conflicto, dado que me resulta muy complicado encontrar la más mínima falla en sus obras acabadas. O precisamente ese grado perfección (atributo divino) es el que ha eliminado todo rastro de falibilidad (atributo humano) que paralelamente me hace percibirlas de un modo ajeno a lo que puede ser mi experiencia, ya sea como espectador o como ser humano. Un espectador se puede sentir ajeno a algo que no encaja, ni puede encajar en la realidad que él percibe. Es el resultado posible de perseguir un ideal abstracto, como es ese ideal de belleza intemporal que persiguió Canova toda su vida y que le reportó un reconocimiento en vida (y aún después de muerto) como muy pocos artistas han tenido.

En Canova coinciden tanto una aspiración a la perfección ideal de la concepción de la obra como la capacidad de llevar a cabo la ejecución más acabada sin caer en evidentes alardes de virtuosismo técnico (para los que estaba más que capacitado); tales alardes remitirían en último extremo al hombre real que es capaz de realizarlos, lo que conlleva una desvirtuación de la autonomía del ideal de belleza. El virtuosismo reivindica al artífice, no al ideal, y Canova siempre supo mantenerse oculto tras sus obras, en el sentido de que es poco menos que imposible encontrar en ellas cualquier referencia a la trayectoria vital del autor (salvo que se recurra a aburridas interpretaciones psicoanalíticas que por lo demás no aportan absolutamente nada a la comprensión y valoración de la obra).

A. Canova: Bailarina con las manos en las caderas (1812)
Claridad compositiva, mesura, suavidad de formas, contención en las emociones... Pureza ideal (e intemporal), en dos palabras, es a lo que Canova tiende y en gran medida consigue, al precio de desvincularse casi totalmente de la experiencia humana, de un pathos existencial que cuando se atisba obedece más a un convencionalismo en la representación que a una expresión personal de la emotividad en cualquiera de sus variedades (véase en Anexo el monumento fúnebre a María Cristina de Austria, figura 1 y el Memorial de Giovanni Volpato, figura 6). El ethos siempre es la dimensión dominante en su obra; incluso cuando hace referencia a un personaje en particular, éste queda definido en la medida en que participa de un ethos universal (ver Anexo, figura 3), de forma que la virtud del personaje lo es cuanto más próxima se halla del ideal absoluto. Y siendo la versión visual del ideal la clásica (siguiendo las concepciones filosóficas dominantes en su tiempo), los modelos de Canova siempre remiten a la Antigüedad, y siempre procuran llegar más allá. En cierto modo, Canova resulta más clásico que los clásicos, y aquí radica precisamente una de las fallas que podemos percibir los espectadores actuales de su obra y de la de los neoclásicos en general.

Más de una vez me he referido a que cada artista es hijo de su tiempo, pero lo mismo sucede con el espectador. Éste siempre lleva a sus espaldas (en su intelecto y memoria, más bien) el bagaje de todo lo producido hasta sus días, de manera que a la hora de hacer una valoración de lo que contempla, siempre tiene que pasar el filtro de todo lo que ha ido configurando su apreciación del valor de una obra de arte, apreciación que no se puede desvincular de las preferencias personales que conforman el gusto particular. Dicho de otra forma, es poco menos que imposible que a la hora de valorar lo que vemos seamos capaces de abstraernos de nuestro bagaje cultural para hacer una especie de empatía perceptiva de lo que determinada obra pudo representar en el momento en que fue realizada; y en todo caso, el resultado puede estar muy lejos de lo que en realidad valoramos personalmente. La Historia del Arte sirve en realidad (o debería) para ejercer una especie de contrapeso a nuestra percepción y valoración particular, nos remite precisamente a ser conscientes de lo que la obra en concreto significaba en su momento y en su contexto. Este significado, en sentido amplio, no va a hacer que la obra nos guste, pero sí que la podamos valorar en el momento de su creación y la trascendencia que pueda haber tenido.

A. Canova: Paris (1816)
En mi caso concreto, creo que hay dos factores añadidos que contribuyen a mi falta de emoción al contemplar la obra de Canova; una es la consciencia de que su obra es una recreación de lo clásico demasiado literal para mi gusto -y que inconscientemente percibo como no original-, y la otra es mi preferencia por una expresividad que me parece necesaria en una obra de arte si pretendo que me emocione, y que no encuentro en Canova. O más exactamente en su obra acabada. Se conservan muchos de los bocetos preliminares en terracota que Canova realizó y que reflejan esa expresividad espontánea tan propia de la idea original. Son obras de pequeño tamaño, trabajadas de manera veloz, sin apenas más preocupación que por la composición de la figura, carentes por completo de acabado, pero que precisamente por eso resultan mucho más frescas y vivas. Pero tengo que ser consciente de que aunque me puedan resultar más atractivos, estos esbozos no son la obra definitiva, sino el primer paso de un largo proceso de elaboración hasta llegar a la obra final, que a menudo difiere bastante de la primera concepción (ver Anexo, figuras 2 y 3) . Y en mi personal apreciación mayor por los bocetos de Canova influye mi propio bagaje cultural, en el que tienen su peso las diferentes interpretaciones de lo clásico a lo largo de la Historia del Arte así como las reacciones a dicho modelo, tanto en lo conceptual como en lo formal, y que condicionan (no creo que pueda ser de otro modo) tanto mis propias preferencias de gusto como mi valoración de las obras en general.

A. Canova: Venus llorando a Adonis
Pero dejando de lado mis preferencias (que sólo me sirven a mí), Canova también era un hijo de su tiempo, y su éxito en vida de Canova se debe a haber sabido plasmar el ideal estético (y en cierto modo ético) dominante en su tiempo. Tal ideal aspiraba a tener una validez universal, era una abstracción completa en la que la experiencia de lo particular, lo terrenal, lo vital quedaba marginado a la inexistencia para mayor gloria de ese ideal en el fondo inalcanzable; y por esto mismo era también un tipo de arte elitista (o particularmente elitista; el Arte -así, con mayúscula- nunca fue concebido para ni fue expresión del sentir de las masas populares). Partiendo como partía de la existencia a priori de un ideal abstracto, el disfrute de la obra de arte exigía un conocimiento previo de lo que se tenía delante, cuando menos a un nivel conceptual, para poder captar el significado real de lo que se contemplaba.

La pureza ideal del concepto debía seguirse de una pureza absoluta en la forma, en la manera en que se materializaba esa abstracción, y en este sentido, todo en la obra de Canova era consecuente con el ideal perseguido. Desde el mismo material, marmol blanco (con toda la carga subliminal de pureza eterna que tiene) hasta los aspectos formales de invención, composición y acabado, todo denota esa aspiración al ideal de belleza eterna y ultraterrena que tiene como referencia la Antigüedad clásica (o más bien la idea que de ella se tenía), tanto en lo formal como en lo moral.

A. Canova: Paolina Borghese-Bonaparte (1805 - 1807)
Centrándonos en lo formal, y en perfecta coherencia con la concepción abstracta de la idea de la obra, Canova buscó siempre la independencia de la obra del contexto en el que se inscribía, con lo que conseguiría el aislamiento perceptivo de la obra autónoma, que a su vez permitiría un recorrido contemplativo de sus distintas partes y elementos. No es sólo que la globalidad de la obra aspire a una belleza absoluta, sino que ese absoluto está conformado de una belleza suprema de cada una de sus partes. Es un grado de
A. Canova: Las Tres Gracias, detalle (1810)
perfección que se percibe de manera inconsciente, de igual modo, y por eso mismo, que se percibe el distanciamiento de la realidad terrenal del espectador. Esto que puede sonar como una crítica, en realidad era algo que formaba parte intrínseca de la estética neoclásica; Canova se complacía en que fuese evidente que sus obras eran mármol, y no por la autocomplacencia soberbia del artífice supremo, sino porque de ese modo quedaba patente que era la representación de un ideal.

A. Canova: Venus y Adonis, detalle (1794)
Resulta difícil encontrar en toda la obra de Canova aspectos que remitan aunque sea vagamente a la realidad de lo cotidiano, ya sea en la representación de los cuerpos como de las pasiones. Todo son formas suaves, de un modelado exquisito, carentes de tensión, de expresividad, de dramatismo; incluso en las raras ocasiones en que la tensión es un requisito indispensable del tema representado (véase el Hércules y Licas en el Anexo, figura 5), se realiza de una forma bastante mesurada y atenuada a su vez por el peso de la perfección formal.

Esa misma mesura de las pasiones es la que se aprecia en las numerosas obras que de un modo u otro están relacionadas con el amor. Más allá de los requisitos del decoro y sin que creo que obedezca a un pudor mojigato del propio Canova, la representación del amor, incluso de un amor tan carnal como el de Venus y Adonis se transforma en apenas un leve roce, o un suave abrazo como el de la celebérrima Amor y Psique, dos figuras cuyo beso queda suspendido en un momento incierto y por eso mismo alejado de la realidad de los mortales; esa falta de contacto físico de las dos
bocas no sólo los aparta de la materialidad prosaica de un beso, sino que produce una sensación de intemporalidad. Es un tipo de amor de dos seres ultraterrenos, o si lo prefieren, la representación de un ideal del amor que dista mucho de nuestra experiencia concreta.

A. Canova: Amor y Psique, detalle (1793)
En definitiva, es la idealización absoluta de lo conceptual seguida de su correlato de perfección formal lo que en mi opinión resta emoción a la obra de Canova. La idea universal, representada a través de un pureza formal que destierra la presencia de lo concreto, lo humano y lo falible

limita la conexión emocional con el espectador. No hay emoción porque la emoción es algo que pertenece a la esfera de lo personal, a lo concreto de cada uno. No nos reconocemos en la obra de Canova, como tampoco creo que podamos reconocerle a él como ser humano en sus esculturas. Él permanece oculto, desaparecido, de manera absolutamente clara, honesta y coherente con su concepción artística.

La conexión con la obra de Canova pasa de ser emocional a intelectual, en la medida en que se comparta su concepción estética de ideal de belleza absoluta, de forma que quizás sea más propio decir que más que emoción Canova produce admiración. Si esto puede resultar de algún modo decepcionante, no se debe a que la obra tenga un error original en la concepción; al contrario, es precisamente su virtud y la mejor prueba de que Canova alcanzó como muy pocos artistas lo han hecho un grado total de coherencia entre su concepción del arte y la realización material de su obra. Nos corresponde a nosotros como espectadores y receptores de esa virtud determinar si tiene validez para nosotros o no.


ANEXO


Figura 1: A. Canova: Monumento fúnebre a María Cristina de Asutria (1798 - 1805)


Figura 2: A. Canova: boceto en terracota para la estatua de George Washington (1817)

Figura 3: A. Canova: modelo en yeso a tamaño real para la estatua de George Washington (1817)


Figura 4: A. Canova: Adán y Eva llorando la muerte de Abel

Figura 5: A. Canova: Hércules y Licas (1795 - 1815)

Figura 6: A. Canova: Memorial de Giovanni Volpato (1804 - 1807)





domingo, 24 de junio de 2018

Hundertwasserhaus






"Una persona en un apartamento alquilado debe poder asomarse a su ventana y raspar el muro exterior hasta donde alcance su brazo. Y se le debe permitir coger una brocha larga y pintar el exterior hasta donde alcance su brazo, para hacer visible desde lejos a todos los los transeúntes que allí vive alguien diferente del hombre preso, esclavizado y estandarizado que vive en la puerta de al lado".
Friedenreich Hundertwasser: Manifiesto por el derecho de la ventana, 1990


Independientemente de los gustos de cada cual, en general y en arquitectura en particular, la Hundertwasserhaus de Viena es uno de esos edificios que no puede dejar indiferente a nadie. Y desde luego no lo fue desde que fue concebida y planificada entre 1983 y 1985 por Friedensreich Hundertwasser (con la colaboración de los arquitectos Josef Krawina y Peter Pelikan) como edificio de viviendas sociales.

La Hundertwasserhaus en invierno
Su aspecto resulta verdaderamente impactante. La irregularidad se impone en todos sus aspectos y se afirma frente a los edificios de su entorno. El color ocupa un protagonismo especial, cubriendo las fachadas de superficies que huyen de la linea recta en su compartimentación, quizás una especie de símbolo de la unidad espiritual dentro de la diversidad  individual que Hundertwasser esperaba de los moradores de su edificio. Pero la irregularidad también se extiende a las ventanas, a los elementos sustentantes, a los paramentos y sus materiales, a los volúmenes... Y por supuesto hay que mencionar la presencia masiva de vegetación, de árboles, arbustos y plantas, que en la concepción de Hundertwasser no sólo forman parte sustancial de lo que debe ser un edificio (hasta el punto de incluirla como parte de los interiores de las viviendas) sino que aportan una importante dimensión visual al variar su aspecto en las diferentes estaciones del año, contribuyendo a la percepción global del edificio como un ente vivo.

Considerando el aspecto externo de la Hundertwasserhaus y la relación con su entorno inmediato resulta evidente que su autor pretendió crear no sólo algo diferente, sino radicalmente opuesto a la convencionalidad constructiva urbana. Un planteamiento que resulta evidente como declaración de intenciones en cierto detalle de la fachada apreciable en la imagen de cabecera de esta entrada y en la imagen 1 del anexo. Me refiero al detalle de esa ventana con frontón triangular superior, convencional en su diseño y paramento, dentro de un área irregular, que parece invadida y "contaminada" por la irrefrenable expansión vitalista del color y las formas  orgánicas; literalmente como se extiende el moho -puntualizo que utilizo el símil del moho en referencia al conocido como Manifiesto del Moho del propio Hundertwasser- sobre un alimento en mal estado, la vida abriéndose paso en la superficie de lo caduco y conformando una nueva realidad. Toda una afirmación ética y estética (o una ética vehiculada en buena medida a través de la estética) de lo que pretendía Hundertwasser con su edificio.

Vista del interior del Hundertwasser Village
Aunque las viviendas no se pueden visitar, ni he podido encontrar imágenes de planos ni de los interiores (algo que quizá es significativo de que el valor principal de la Hundertwasserhaus es su aspecto exterior), sí se puede contemplar el Hundertwasser Village, un pequeño centro comercial adyacente, para comprender la concepción de los interiores por parte de este autor. Y nuevamente nos encontramos con la irregularidad, el caos aparente, las superficies ondulantes (incluidos los suelos), los detalles caprichosos y la decoración apabullante y colorida; una verdadera materialización del ideal constructivo de Hundertwasser, de cómo entendía él que debía ser un espacio construido.

Y es que su autor pretendió materializar en forma de edificio todo aquello que venía postulando desde finales de los años 50's en una serie de escritos abiertamente contrarios a los principios de la arquitectura racionalista que imperaba entonces.

Detalle de la fachada de la Löwengasse
Basta observar el detalle en la imagen 2 de la columna intencionadamente torcida e intencionadamente contrastada en su color rojo brillante con la superficie gris que "soporta" para interpretarla como una verdadera bofetada no sólo al dictado de la ortogonalidad racionalista, sino a todo imperativo de las leyes físicas y constructivas. Un chirrido visual y conceptual que afirma que toda imposibilidad no es más que el resultado de someterse a los estrechos márgenes de lo convencional y de la razón. No es más que un detalle, uno más dentro de un conjunto que aúna todos los principios estéticos que Hundertwasser llevaba tiempo aplicando en su obra plástica.

Un verdadero canto de reivindicación de la fantasía en la concepción arquitectónica mediante el empleo del color vivo, la aversión a la línea recta, la abundancia de vegetación, las formas irregulares y orgánicas donde no faltan las referencias a soluciones decorativas de otros autores (en particular Gaudí y el trencadís) -no voy a entretenerme en descripciones porque considero que las imágenes hablan por sí solas, no digo ya si tienen la oportunidad de ver en directo el edificio-  nos hablan con total franqueza de la manera de entender la vida y el arte de este autor, con todas sus virtudes y sus carencias, que también las tiene.

Y es que a mi modo de entender la estética no es sólo el punto fuerte de la Hundertwasserhaus sino también su principal debilidad. Por decirlo de una manera breve, la libertad estética de la que goza un artista plástico no la puede tener un arquitecto y por tanto no puede ser el único vehículo para la concepción de un edificio; algo de lo que al final creo que se derivan una serie de contradicciones que entran en el terreno de la ética.

Entrando en materia, hay que empezar por dejar claro que la arquitectura no es un arte completamente libre ni gratuito. Aunque tiene unos márgenes bastante amplios, siempre está sujeta a los imperativos de la física y de la economía, entendida en el sentido amplio de ofrecer soluciones a unas necesidades preexistentes, y a un coste permisible. La necesidad se impone como condicionante insoslayable del estilo y la forma, y en el caso de Hundertwasser creo que el problema se lo planteó al revés, como una manera de justificar el estilo a costa de todo lo demás. Y en este "todo lo demás" entra necesariamente la concepción de la ciudad y las necesidades de su planificación.

Como consecuencia de la evolución de la industrialización, se fue haciendo evidente a lo largo del siglo XIX que las ciudades tenían que afrontar las necesidades que imponía el desarrollo capitalista y el subsecuente crecimiento poblacional y del tejido urbano. Por todo ello, el arquitecto ya no podía limitarse al diseño y la planificación de un edificio aislado, sino que debía afrontar además el problema de la imbricación del edificio a una escala urbana; se convertía además en urbanista, en un verdadero planificador que debía tomar en consideración muchos más aspectos que los meramente constructivos y de estilo.  Orografía, clima, salubridad, infraestructuras de abastecimiento y comunicativas, servicios, vivienda, áreas de esparcimiento, condicionamientos del tejido urbano preexistente y por supuesto la viabilidad económica que todo ello implicaba, pasaron a ser los grandes problemas de la planificación. El siglo XX agudizaría más esta concepción al aportar el hecho de que las ciudades y la población civil pasaron a ser objetivos militares que llevarían los niveles de muerte y destrucción a unas cotas pavorosas, conviertiendo las necesidades de la reconstrucción en una prioridad absoluta que no podía detenerse en sutilezas de estilo, en referencias historicistas, ni en irónicos guiños cómplices para una clase culta y pudiente.

Le Corbusier: plan de la casa Dom-ino
Éste es el verdadero punto de partida de ese racionalismo (que también tuvo sus propias perversiones, aunque está pendiente determinar las verdaderas causas) tan denostado por Hundertwasser: la necesidad. Y de la adecuación e idoneidad de la solución propuesta para todas las variables que están en juego en la planificación es de donde nace el estilo. Es debido a que la necesidad impone partir de un planteamiento abstracto, válido a priori tanto para cualquier individuo concreto como para el conjunto de la comunidad, que las soluciones adoptadas son igualmente abstractas en su frialdad de cálculo y geometría.

Además, conviene tener en cuenta el problema de la escala de la planificación. Que yo sepa, Hundertwasser no tiene una concepción de la ciudad propiamente dicha. Critica los efectos (en particular medioambientales) que el desarrollo urbano produce, pero sus "soluciones"adolecen de una verdadera concepción holística de los problemas urbanos. No se puede abordar un problema global con una solución particular, del mismo modo que la suma del bienestar individual de cada uno nunca dará como resultado el bienestar de un colectivo, menos aún cuanto más grande sea ese colectivo -si usted, querido lector, se tiene por un liberal, siento decirle que le han engañado. O es usted el que engaña...-.

Evidentemente, los responsables públicos de la planificación urbana no se chupan el dedo ni se alimentan de fantasías de colores bienintencionadas, y por descontado que cuando conceden a Hundertwasser la posibilidad de planificar un proyecto de edificación, éste responde a una escala que no sólo no compromete su papel como administrador de lo público, sino que en realidad lo realza al obtener finalmente lo que verdaderamente persigue: un hito urbano. Cuando uno hurga en Internet buscando información sobre las Hundertwasserhäuser, lo que se encuentra son construcciones concretas que ocupan una parcela de terreno edificable y que presentan todas las características, con más o menos desarrollo (la de Viena fue la primera) de las ideas de su autor. Ideas que a una escala mayor quizás podrían representar una solución global, al menos para alguno de los problemas de la ciudad, pero que al constituir sólo una especie de isla donde se materializa una utopía, no dejan de ser hitos urbanos, y como tales sólo cumplen su única función práctica: la de ser un foco de atracción turística que en el mejor de los casos puede ayudar a la regeneración de ciertas áreas degradadas, y en último extremo a favorecer la especulación inmobiliaria dentro del área en cuestión e incrementar los beneficios del insaciable sector hostelero. Si esto ha ayudado alguna vez y en algún caso a mejorar globalmente los problemas de las ciudades contemporáneas, díganmelo para convertirme a la religión liberal.

Por contra, el planteamiento urbano del racionalismo es radicalmente opuesto. En el plano social lo que esto viene a significar es que el racionalismo antepone la visión de lo colectivo sobre el individuo, y es precisamente esta supeditación del individuo lo que en el fondo Hundertwasser, como el libertario que es, no puede aceptar. El suyo es un planteamiento inverso en el que la bondad del conjunto lo es en la medida que representa la suma de las aportaciones individuales. Y aquí es donde aparece una de las grandes contradicciones de Hundertwasser como gran apóstol de la libertad creativa individual, que semejante enunciado sólo queda bien sobre el papel donde escribe sus manifiestos, puesto que de facto la materialización de sus ideas es una imposición de él a la comunidad que ha de habitar sus construcciones; una trasposición estética de aquél "forzar al hombre a ser libre" de Rousseau, que vendría a ser la consecuencia lógica de la imposición del estilo sobre cualquier otra consideración. De este modo, Hundertwasser llega por otra vía al mismo punto que criticaba del racionalismo, a la tiranía del estilo -dentro del racionalismo también hubo corrientes y autores que "hicieron de la necesidad virtud" transformándolas en exclusivos ejercicios de estilo-. La conclusión final es que tanta crítica vertida contra el racionalismo por parte de Hundertwasser no viene a ser más que la teorización deficiente y la justificación de un sencillo "no me gusta la línea recta".

Y esto es lo que pone a Hundertwasser en una posición delicada, la derivada del hecho de que el encargo de la Hundertwasserhaus tenía una finalidad social, por lo que lo pertinente será analizar si la solución propuesta responde a las necesidades para las que fue concebida. Porque no se trata exclusivamente de si tales viviendas (unas cincuenta en total) constituyen un techo para sus ocupantes realizado a un coste razonable para la administración pública. Lo son, y en honor de su autor hay que decir que no cobró por el proyecto -en metálico, aunque le supuso renombre y prestigio, que no deja de ser una remuneración cuando menos potencial-. Pero parece que el mantenimiento de la construcción ha generado una serie de gastos sobrevenidos derivados de la propia concepción del edificio. Una cosa es imaginar un árbol en una sala de estar y otra esperar que el mismo árbol no vaya a comprometer de algún modo la construcción. Tampoco es lo mismo ofrecer la posibilidad de pintar la superficie de fachada correspondiente a cada vivienda que esperar la responsabilidad del ocupante de mantener el vivo colorido de forma que no desmerezca el conjunto. O prever que determinado conjunto de ventanas requerirá de un andamiaje para su limpieza...

Son detalles en contra de la justificación del carácter social del edificio por el coste de mantenimiento, un detalle que Hundertwasser no sólo no contempló, sino que cuando vagamente aborda en la teoría la viabilidad de la construcción, la solventa con la idea de la reconstrucción, incluso integral del edificio; una idea tan alegre y optimista como alejada de la realidad, que aunque pueda estimular la fantasía del entusiasta, en el mejor de los casos sólo provocaría por parte de quien realmente conoce la responsabilidad de la construcción la sonrisa condescendiente de quien escucha el delirio quijotesco de un iluminado.

Y sin embargo, para el municipio de Viena, estoy convencido de que el resultado económico de la existencia de la Hundertwasserhaus es mucho más que rentable en la medida en que constituye un polo de atracción turística más en una ciudad ya sobradamente rica en patrimonio cultural. El problema es que el beneficio del sector hostelero dista mucho de traducirse en beneficio social, y la Hundertwasserhaus se supone concebida para cubrir una necesidad social. A ustedes no sé, pero a mí me suena a pretexto por parte de las autoridades. Y aún gracias que en Viena me consta que los edificios singulares, hoy hitos urbanos, como la Majolikahaus de Otto Wagner o la propia Hundertwasserhaus, siguen respondiendo a la necesidad habitacional social para la que fueron concebidas. Se ve que aún, y felizmente, la codicia de los que quieren especular con lo que ya es patrimonio de todos continúa bloqueada en algunas ciudades.

Hacer una valoración global de lo que es la Hundertwasserhaus resulta un tanto complejo porque en este caso concreto obra y autor resultan particularmente indisolubles, y evaluar la una implica necesariamente evaluar al otro; a ello se añade la dificultad implícita a toda obra arquitectónica de sopesar conjuntamente la dimensión estética y la funcional, así como lo que a menudo entraña: la ideología y el estilo.

En realidad todo viene derivado del hecho de que Hundertwasser no era un arquitecto, sino un artista plástico con vagas ideas sobre arquitectura que nacen de y se justifican en su propia concepción plástica. En sus escritos es recurrente la reivindicación de que la arquitectura (que para él es casi exclusivamente la vivienda) debería ser una competencia, o cuando menos una potencialidad, de cada uno, sin importar el detalle "irrelevante" de si se está capacitado y se tienen los conocimientos necesarios para realizar cualquier tipo de construcción. Llega al punto de reivindicar el valor constructivo de la chabola por su carácter anárquico y libre en cuanto a concepción y ejecución, algo que en mi opinión quizás convendría contrastar con la opinión de quien habita en la chabola, aunque sólo fuese por dirimir si se debe a su celo constructor o a otras causas. Esas mismas causas a las que la arquitectura debe contribuir a dar solución antes de dedicarse a los ejercicios de estilo.

Hundertwasser no parece dedicar tanta atención a estos problemas como a criticar los nocivos efectos de la línea recta del racionalismo sobre la psique humana. Estas críticas sumamente vagas coinciden en el tiempo -aparecen por primera vez a finales de los años 50- con el desarrollo de las teorías sobre la arquitectura posmoderna, cuando el grueso de la reconstrucción ya se había realizado. Sería conveniente preguntar dónde estaban los apóstoles del estilo cuando de lo que se trataba era de dar solución a las necesidades habitacionales de las capas más bajas de la sociedad. No estaban, simplemente, como tampoco están cuando se trata de hacer obra pública, útil y económica. Porque en general la arquitectura posmoderna y sus apólogos del significado se dedican al encargo privado, ya sea de particulares o corporaciones; y cuando abordan algún proyecto público por lo general es en forma de hito urbano, algo cuya utilidad social es bastante discutible.

De ahí que presentar la Hundertwasserhaus como vivienda social parezca un tanto controvertido, porque su dimensión utilitaria está completamente supeditada (por no decir sacrificada) a una estética disfrazada de utopía urbana, y cuesta creer que su autor no fuese consciente de ello. ¿Era entonces un oportunista y un aprovechado? No lo creo. En realidad de esta contradicción entre el estilo y lo social sería más responsable la administración pública, que sí debía saber muy bien lo que estaba haciendo cuando ofreció a Hundertwasser la posibilidad de materializar su concepción de la arquitectura y él se prestó al juego. Es normal que se sintiese tentado por la oportunidad de poder hacer finalmente aquello que venía anhelando. ¿Y qué hizo? Trasladar a un edificio sus principios plásticos, y el resultado es exactamente eso, un edificio que sólo tiene interés como obra plástica, como fachada y poco más. No me parece que se pudiera esperar otra cosa, la verdad.

Entonces, ¿se puede justificar globalmente la obra? Pues depende del punto de vista. Prescindiendo de una cuestión tan subjetiva como el gusto de cada espectador, lo que cada uno tiene que pensar es si un edificio se define sólo por el estilo o tiene que haber algo más. Puesto que su función social es discutible -tanto a escala de edificio concreto como de propuesta urbanística- ideológicamente la obra no se sustenta de ningún modo, no cumple el cometido para el que fue concebido por su autor. Y como éste jamás renegó de su creación, no tengo claro si se le puede tildar de sinvergüenza o si simplemente era un ingenuo bienintencionado incapaz de ver las propias limitaciones de sus ideas arquitectónicas. Al final de lo que en realidad se trata es de que aprendamos a valorar un edificio en su integridad, de manera global, y ser capaces de darnos cuenta de la ideología que subyace en todo ello. De esa ideología oculta detrás del discurso exclusivo del estilo es de lo que acaba dependiendo la apropiación o no del espacio urbano para los habitantes de la ciudad o para intereses de particulares. No se dejen engañar, ellos no lo hacen, y van ganando.


ANEXO

Imagen 1: Fachada de la Kegelgasse
Imagen 2: detalle de la fachada de la Kegelgasse

Imagen 3: Esquina de la Hundertwasserhaus
Imagen 4: Vista de la Hundertwasserhaus en el contexto urbano
Imagen 5: Fachada de la Löwengasse

Imagen 6: Entrada de la Kegelgasse
Imagen 7: Detalle de la entrada de la Kegelgasse


















sábado, 20 de enero de 2018

La imagen erótica en Egon Schiele


E. Schiele: Niña y mujer agachadas (1918)




Resulta más que frecuente encontrar textos referidos a la obra de Egon Schiele en los que se resalta la faceta sexualmente descarnada, erótica o pornográfica de su obra; pero sin que se caiga en un error negando la dimensión sexual en su obra, habría que hacer una serie de puntualizaciones que me parece que llevan al cuestionamiento de ese carácter o cuando menos a reconocer que presenta unas claras peculiaridades.

Antes de nada habría que definir qué se entiende por imagen erótica. Para mí, es toda aquella imagen cuyo objetivo es la estimulación sensual encaminada al placer sexual. Qué en concreto produce esa estimulación es cosa de cada cual (amigo espectador: no se minusvalore, el erotismo está en su cabeza por lo menos tanto como en la obra que tenga delante).
Anónimo: Marte y Venus. Grabado (S. XVIII)

La imagen erótica artística ha presentado algunas constantes a lo largo de los siglos. Por lo general representa el cuerpo entero, como un objeto de deseo, casi siempre de una mujer (mucho menos, aunque también, un jovencito), ya sea sola mostrando su entera desnudez, o en un acto sexual en el que las diferentes formas de penetración son evidentes. Se trata de ver lo que se desea y verse reflejado en lo que se ve; y siempre desde la óptica de la sexualidad masculina.

Si se parte de que toda imagen que muestre un desnudo total o parcial es potencialmente erótica, el repertorio de imágenes de Schiele que se pueden considerar como tales es sustancialmente amplio y centrado en la mujer -aunque hay muchos desnudos masculinos, no creo que se puedan considerar imágenes eróticas propiamente dichas-. También hay imágenes de niños que pueden ser calificadas, por lo menos, como sensuales, aunque son ciertamente escasas.

Pero desnudo no es lo mismo que erotismo o sexualidad, y es el caso de la obra de Schiele.No creo en absoluto que se pueda decir que sus desnudos tengan una clara aspiración a ser representaciones bellas en el sentido tradicional; no pretenden estimular el impulso sexual a través de la contemplación de lo hermoso y deseable. Y sin embargo es cierto que la desnudez y la genitalidad, la representación de los órganos sexuales, nunca antes había sido tan explícita y cruda fuera de los círculos marginales de la imagen erótica, como la decoración de burdeles o los grabados pornográficos que se conocían desde hacía mucho tiempo.
E. Schiele: "Visto en un sueño" (1911)

Explícita porque no oculta nada, y cruda porque aparece en todo su detalle, sin excluir el vello púbico proscrito de toda representación artística oficial, entendida como pública, por su vinculación con la pasión sexual de la mujer -y sí, conozco a Courbet y su El origen del mundo; un encargo privado que no alcanzó la oficialidad hasta fechas muy recientes-. Ya Klimt, no mucho antes, había representado los genitales en su plena realidad, sin excluir su funcionalidad como órganos para el goce sexual, haciendo de paso que lo sexualmente explícito en el arte dejara de ser algo marginal para convertirse en verdadera obra de arte. No sé si Schiele llegó a tener acceso a las representaciones de coitos y mujeres masturbándose de Klimt, si se trató de una mera coincidencia, o si pudiera ser una especie de tópico entre artistas, algo así como un tema a representar. Pero lo cierto es que hay muy claras diferencias entre las imágenes de uno y otro.

Creo que para entender el erotismo de las imágenes de Schiele es importante tener en cuenta una serie de consideraciones, comenzando por la necesidad de analizar no sólo cada una por separado, sino también el conjunto de todas ellas, así como distinguir su obra sobre papel de su obra al óleo (que él consideraba como principal). Además es conveniente comprender su método de trabajo como una de las claves de la materialización de la imagen en sí. Por último, creo que no se puede pasar por alto ni la intencionalidad con que se hizo la obra, ni la difusión que iba a tener, ni la relación que todo ello guarda con el contexto de la moral imperante en aquel momento.

Schiele era un observador compulsivo, que reflejaba sobre el papel aquello que por algún motivo le producía una conmoción visual y/o espiritual. Su prodigiosa habilidad para el dibujo le permitía poder hacerlo, y con una precisión asombrosa siempre bajo su propia óptica. Es decir, que partiendo de lo que veía, un impulso interior le llevaba a representarlo del modo en que lo sentía. Era expresionista, vaya, un explorador de sí mismo que reflejaba su propia interioridad quizás para intentar comprenderla. En este sentido de exploración expresiva no hay distinción entre sus dibujos y sus óleos en cuanto al carácter de obra acabada y autónoma, aunque como señala Jane Kallir “en su obra sobre papel hace preguntas; en los óleos intenta ofrecer respuestas”.

Como explorador de su propia interioridad es lógico que se interrogase por su propia sexualidad, por sus impulsos, por lo que le excitaba. Partiendo de lo que podría ser una de sus sesiones de trabajo quizá se pueda hacer una mejor idea de su obra de cara a una interpretación.

Schiele, según él mismo decía, dibujaba siempre del natural y después aplicaba el color (si lo hacía y lo consideraba necesario) de memoria. En las sesiones de trabajo con modelo, Schiele comenzaba a dibujar de manera compulsiva en base a lo que le debía ir llamando la atención según solicitaba de la modelo determinadas poses o que se fuese desnudando (ver Anexo, imágenes 8, 9 y 10). En aquello que refleja no hace distinciones. Un zapato, un pliegue de la ropa, un pecho o una vulva tienen la misma entidad en la representación. Todo lo que vemos dentro del dibujo tiene su razón de ser, nada es accesorio ni hay detalles gratuitos; y todo está representado con la mayor fidelidad posible, no de acuerdo a la realidad, sino desde su manera de ver. Representa lo que siente a partir de lo que ve. Se representa a sí mismo y a sus impulsos.

Pero su motivación no es necesariamente erótica; puede depender de su estado de ánimo, de su propia impulsividad, de la búsqueda sin fin del estímulo visual. Por eso la importancia de la mímica, la ingente cantidad de posados diferentes y extraños, alejados por completo de la convencionalidad de la representación humana (no digamos ya de la idea del decoro y la decencia…). Su interés por el cuerpo en general es obsesivo; también por el suyo propio, y no creo que necesariamente como reflejo identitario, sino que se contempla a sí mismo desde fuera, como modelo. Sus posados de autorretrato a menudo no difieren de los posados de otros modelos, y no siempre está claro si se trata de un autorretrato o de otro personaje.
E. Schiele: Mujer embarazada (1910)

Su interés por el cuerpo abarca al humano en todo su ciclo vital, desde la gestación hasta la madurez, pero resulta particularmente notable el que muestra por la mujer, que es con diferencia el más recurrente y variado. Curiosamente, fuera del retrato no representa la ancianidad, ni masculina ni femenina, con lo que podemos especular si su interés era el cuerpo en sí o sólo como reflejo de su propia interioridad, de su historia vital. Recordemos que Schiele murió con apenas 28 años, y la vejez no pudo ser por tanto una de sus experiencias vitales. Esta es una clave interpretativa del conjunto de su obra como un reflejo de su propio devenir existencial, o dicho de otro modo, toda su obra es él mismo. Y desde esta perspectiva, se puede observar cómo la percepción tanto del cuerpo como de las emociones que quiere expresar a través de él, evolucionan en paralelo a su propia vida personal.
El cuerpo se entiende como forma y movimiento (ver Anexo, imagen 11) expresión de estados de ánimo a través de la mímica. Pero el cuerpo también se entiende como misterio, como contenedor de impulsos irrefrenables, en especial eróticos y en particular el de la mujer (también el de la niña). Es posible que Schiele concibiese el cuerpo de la mujer como un misterio, sobre todo en la medida en que se manifiesta el impulso sexual en ella, y la relación de ese impulso con la generación de la vida, que se centra en el sexo femenino. Desde una concepción falocéntrica, en el sexo femenino convergen el objeto del deseo del varón, el centro del placer de la mujer y la puerta de la vida. Y desde esta óptica es fácil imaginar que él se sintiese fascinado por la vulva.
E. Schiele: Mujer recostada (1918)


La representó centenares de veces y de las más diversas formas. Aunque nunca la dibujó de manera aislada, a menudo se observa un protagonismo tan evidente de la vulva que focaliza la atención del espectador por completo. Pero no la ve bajo la perspectiva del voyeur (como sí hacía Klimt) sino con la curiosidad de quien contempla algo que fascina por su misterio en tantos sentidos, y esto es particularmente claro en los dibujos que representan la masturbación femenina. La principal diferencia con Klimt es que para éste no hay disociación entre la mujer, su sexo y su placer; todo forma parte de una unidad, y por eso en parte resultan más eróticos. Klimt se solaza en la contemplación de la mujer mientras ella disfruta masturbándose.
G. Klimt: Desnudo femenino mirando hacia la derecha (1914)

En Schiele, esa unidad se quiebra. Hay dibujos de mujeres masturbándose desde 1910, y prácticamente ninguno de ellos refleja una idea evidente de placer; tienen un algo mecánico en lo que lo fundamental es el protagonismo de la vulva y la mano, que sugiere un movimiento nervioso que parece eclipsar todo lo demás. Llega incluso a hacer desaparecer la cabeza de la mujer, convirtiendo el resto del cuerpo en simplemente carne, y la masturbación en un mero ejercicio de estricto estímulo genital que anula el potencial erotizante de la imagen. Resultan frías, casi analíticas. Es como si a través de la representación de la masturbación Schiele tratase de comprender el misterio del placer femenino. Está en las antípodas de las imágenes de Klimt, porque al menos en este caso la intención es completamente diferente.


E. Schiele: Torso femenino desnudo (1918)
Y no es que Schiele desconociese los rasgos definitorios de la imagen erótica al modo en que lo hacía Klimt, y era sensible al potencial estimulante de lo que se sugiere, de lo que se entrevé, del juego y el peso de la mirada y el gesto insinuante. Hay multitud de imágenes en su obra en este sentido.

La diferencia entre uno y otro estriba a mi entender en que Klimt se recrea EN lo que ve mientras Schiele trata de expresarse (y entenderse) A TRAVÉS de lo que ve. Klimt es dueño y señor de la imagen; la concibe, la compone, la recrea y se sumerge en ella. Schiele, en cambio, da la impresión de trabajar de un modo parecido a un fotógrafo disparando instantáneas a una modelo; observa el movimiento, pendiente del detalle que llama su atención para plasmarlo con el lápiz a velocidad vertiginosa. Sus imágenes dibujadas no parecen preconcebidas, sino encontradas, elegidas por un impulso inconsciente que acaba por reflejar su manera de ver y de sentir en ese instante, y a través de esos instantes expresarse a sí mismo.

A pesar de que tiene un buen número de desnudos masculinos en su obra, Schiele no parece interesado o sensible a la sensualidad del cuerpo del hombre (sí en su mímica gestual), con una excepción: él mismo. No es que fuese una constante en su carrera, de hecho se aprecia más en sus primeros años, hasta 1910, pero parece el único hombre al que representó con cierta sensualidad, a veces ciertamente afectada (ver Anexo, imagen 3), pero definitivamente relegada en su periodo de madurez artística.

E. Schiele: La Hostia Roja (1911)
Probablemente encontrase irrelevante la sensualidad masculina para su concepción artística. Es posible que como heterosexual la belleza sensual del cuerpo masculino no aportase gran cosa a la expresión de su ethos. Aún así, resulta curiosa su tendencia a reducir la proporción del sexo masculino, llegando incluso a obviarlo hasta en sus autorretratos. Pero otra vez hay excepciones: Eros y La Hostia Roja, ambas mostrando grandes erecciones (absolutamente desproporcionada en el segundo caso), y ambas autorretratos. El argumento de que representan la impulsividad sexual del autor parece demasiado fácil y generalista para dos imágenes que datan del mismo año, 1911, y que no volvieron a repetirse en toda su carrera, pese a que sabemos que su impulso sexual no desapareció en esa fecha. Resultan extrañas por ser únicas, pero en todo caso representan un contraste único y extraño en el conjunto de sus imágenes masculinas.

También puede resultar extraña su concepción de las imágenes eróticas que incluyen varias figuras. Las de sexo más o menos explícito no sólo son raras, sino que el propio Schiele es -o parece ser- el protagonista (ver Anexo, imagen 5), y casi todas son nuevamente de 1911 (cuando conoció a Wally Neuzil, su primera amante conocida. Ver Anexo, imagen 12). Por contraste son más abundantes las imágenes de abrazos, y no como mera expresión de casto afecto. Los dibujos de lesbianas no son escasos, pero limitados a un abrazo que sin duda simboliza la pasión del acto sexual lésbico, pero sin lo explícitamente real, algo que también sucedía con las imágenes lésbicas de Klimt, pero no con las de su contemporáneo Toulouse-Lautrec -véase en este blog la entrada "Toulouse-Lautrec y la imagen de la mujer"-.

E. Schiele: Dos mujeres abrazaddas (1913)
No sé si uno y otro conocían imágenes de sexo lésbico, ya fuese como espectadores directos o a través de otros medios, y no serían descartables ambos casos. Otra posibilidad es que no concibiesen esa forma de sexualidad que excluye al hombre como factor generador del placer femenino, y por tanto excluidos ellos mismos como participantes de la fantasía identificativa que tiene la imagen del acto sexual.
En cuanto al coito, si Klimt tiene dibujos explícitos, en Schiele no es tan evidente ni por supuesto abundante, resultando particularmente extraña su ausencia en la obra sobre papel. 
 Por supuesto, la presencia de imágenes de Schiele que se pueden considerar eróticas entre su obra mayor (cuadros al óleo) es sustancialmente menos numerosa. Aquí los desnudos no sólo son escasos, sino que además están inscritos en un contexto de significado alegórico que hace irrelevante el cuerpo como objeto de deseo. Con dos posibles excepciones: Mujer acostada y El Abrazo, ambas de 1917 y ambas con claras peculiaridades como imágenes eróticas, incluso para el propio Schiele. Ni la mujer yacente, a pesar de la postura y de no dejar prácticamente nada sin mostrar, parece estar más que simplemente acostada, ni la pareja del abrazo practica acto sexual alguno (ya sea porque el abrazo simbolice la cópula o porque se produzca antes o después de ella, resulta irrelevante en este caso). Aunque se perciba una fuerte carga pasional, nada en realidad lleva en uno y otro cuadro a una estimulación sexual.



E. Schiele: El Abrazo (Los Amantes II) (1917)
Tras haber echado un vistazo general a las imágenes eróticas de Schiele, queda intentar dar una interpretación general de la misma, y la conclusión principal que saco es que se trata de imágenes que se pueden calificar de sexuales, pero no eróticas ni menos aún pornográficas. El principal motivo es que dudo que tuviese esa intención (la imagen erótica se hace para otro, para el espectador), o en todo caso es subsidiaria de otros intereses, tanto formales como conceptuales.

Formalmente, Schiele fue un investigador incansable durante toda su carrera, en especial de las posibilidades expresivas de la línea; pero su búsqueda tampoco excluye el color, la composición, las poses de los modelos, la relación de la figura con la superficie física del soporte o los ángulos de visión extraños (a menudo dibujaba subido a una escalera) que provocan una dislocación espacial y una tensión perceptiva en el espectador. Todo ello impide la placidez de la contemplación que se supone a la imagen erótica tradicional, y tiene tanto peso que hace difícil creer que la intención de Schiele fuese provocar un estímulo sexual en el otro.

Conceptualmente, la principal preocupación de Schiele es la expresión de un estado emocional del que él mismo es el centro. Independientemente de que intente o no reflejar la interioridad del modelo, siempre pasa por el filtro de su propia percepción, de cómo lo ve él. Se puede decir que Schiele no tiene interés alguno en el espectador (llegó a decir que sus cuadros alegóricos al óleo sólo tenían valor para él mismo, y podría decirse algo similar de su obra sobre papel), sino en la expresión de sus propias emociones ante lo que ve. No le interesa en absoluto una representación más o menos objetiva del modelo, y por tanto se encuentra lejos de caer en ciertos convencionalismos generales y necesarios para poder considerar el erotismo en sus imágenes.

Y sin embargo la carga sexual de sus obras resulta de una fuerza desconocida hasta entonces en el arte. Nunca antes se había visto abordar la sexualidad con semejante grado de valentía y transgresión -que no provocación puesto que no tiene en cuenta al espectador ni sus obras más comprometidas iban a tener difusión pública-, llegando en ocasiones explorar el terreno de lo prohibido por los tabús de entonces y de ahora, en especial la sexualidad del niño, como ser sexual y como objeto de deseo. Aunque no consta que Schiele fuese pederasta, sí creo que al menos sabía que la distancia entre la percepción de la sensualidad del cuerpo del niño está en realidad muy cerca de transformarse en percepción sexual (véase la imagen de cabecera de esta entrada y Anexo, imágenes 1, 4 y 7), y que la única barrera que las separa pertenece a la dimensión consciente del plano moral, no a la pulsión del deseo puro. Schiele se asoma a los rincones más turbios de su propia pulsión y los muestra sin el más leve atisbo de consideración moral; ése es el terreno del espectador, el del artista es mostrar su verdad, por muy controvertida que pueda resultar. En cierto modo, éste es un posicionamiento ético por parte de Schiele, que no pudo ser doblegado ni por la traumática experiencia del encarcelamiento, condenado por inmoralidad pública relacionada precisamente con imágenes de niños desnudos. Se puede decir que Schiele tiene un compromiso hasta las últimas consecuencias con su propia necesidad de expresarse, con su propia concepción del arte.

Esa misma necesidad de expresarse es la que le lleva a realizar las deformaciones de los cuerpos, a forzar su gestualidad, a trascender los convencionalismos representativos de la tradición pictórica y de su propio momento; a “pasar a través de Klimt” en sus propias palabras. Y es que creo que Schiele debió ser muy consciente de que el impulso expresivo que le animaba como artista era el que le alejaba de la visión plácida que conviene a la imagen erótica. Su propia manera de dibujar era incompatible con esa convención, tanto en la dicción de la línea que condiciona todo desarrollo ulterior de la imagen, como en la propia manera de llegar a la imagen concreta. Quiero decir que la imagen potencialmente erótica no sólo es encontrada, como dije más arriba, sino que tampoco creo que sea un punto de llegada. Se trata de una imagen más de tantas como podía llegar a producir en una sesión de trabajo. No hay premeditación, sino un proceso de exploración interior jalonado por momentos puntuales representados por la materialización de las imágenes. Un proceso en realidad siempre inacabado y siempre reiniciado, evolutivo como su propia existencia vital.

A partir de aquí, lo único que resta por decir es que saquen ustedes sus propias conclusiones interpretativas sobre la obra de Schiele, sobre cada una de ellas; no dejen de abandonarse a su seducción y no dejen que sus posibles prejuicios morales les puedan impedir el disfrute de esas obras maravillosas. No sean idiotas...


ANEXO

1 - E. Schiele: Muchacha desnuda de pie (1910)

2 - E. Schiele: Mujer desnuda sentada (1911)


3 - E. Schiele: Autorretrato (1909)

4 - E. Schiele: Muchacha desnuda de pie (1911)

5 - E. Schiele: Escena erótica (1911)
 
 
6 - E. Schiele: Mujer desnuda sentada (1917)

7 - E. Schiele: Niña sentada (1918)
 
8 - E. Schiele: Mujer desnuda recostada (1917)

9 - E. Schiele: Mujer desnuda arrodillada (1917)

10 - E.Schiele: Mujer desnuda arrodillada (1917)

11 - E. Schiele: El Danzante (1913)
12 - E. Schiele: Mujer recostada (Valerie Neuzil) (1913)