jueves, 1 de noviembre de 2018

Antonio Canova y la frialdad de la emoción


A. Canova: Paolina Borghese-Bonaparte, detalle (1805 - 1808)


Es muy difícil de precisar, pero creo que hay un punto en la perfección de la ejecución de una obra de arte a partir del cual todo lo que se haga va en detrimento de la emoción que esa obra puede causar en el espectador. Es lo que me sucede cuando veo las obras de Antonio Canova -aunque no es el único; me ocurre lo mismo con otros autores-, que no me emocionan. Es algo que como poco me crea un conflicto, dado que me resulta muy complicado encontrar la más mínima falla en sus obras acabadas. O precisamente ese grado perfección (atributo divino) es el que ha eliminado todo rastro de falibilidad (atributo humano) que paralelamente me hace percibirlas de un modo ajeno a lo que puede ser mi experiencia, ya sea como espectador o como ser humano. Un espectador se puede sentir ajeno a algo que no encaja, ni puede encajar en la realidad que él percibe. Es el resultado posible de perseguir un ideal abstracto, como es ese ideal de belleza intemporal que persiguió Canova toda su vida y que le reportó un reconocimiento en vida (y aún después de muerto) como muy pocos artistas han tenido.

En Canova coinciden tanto una aspiración a la perfección ideal de la concepción de la obra como la capacidad de llevar a cabo la ejecución más acabada sin caer en evidentes alardes de virtuosismo técnico (para los que estaba más que capacitado); tales alardes remitirían en último extremo al hombre real que es capaz de realizarlos, lo que conlleva una desvirtuación de la autonomía del ideal de belleza. El virtuosismo reivindica al artífice, no al ideal, y Canova siempre supo mantenerse oculto tras sus obras, en el sentido de que es poco menos que imposible encontrar en ellas cualquier referencia a la trayectoria vital del autor (salvo que se recurra a aburridas interpretaciones psicoanalíticas que por lo demás no aportan absolutamente nada a la comprensión y valoración de la obra).

A. Canova: Bailarina con las manos en las caderas (1812)
Claridad compositiva, mesura, suavidad de formas, contención en las emociones... Pureza ideal (e intemporal), en dos palabras, es a lo que Canova tiende y en gran medida consigue, al precio de desvincularse casi totalmente de la experiencia humana, de un pathos existencial que cuando se atisba obedece más a un convencionalismo en la representación que a una expresión personal de la emotividad en cualquiera de sus variedades (véase en Anexo el monumento fúnebre a María Cristina de Austria, figura 1 y el Memorial de Giovanni Volpato, figura 6). El ethos siempre es la dimensión dominante en su obra; incluso cuando hace referencia a un personaje en particular, éste queda definido en la medida en que participa de un ethos universal (ver Anexo, figura 3), de forma que la virtud del personaje lo es cuanto más próxima se halla del ideal absoluto. Y siendo la versión visual del ideal la clásica (siguiendo las concepciones filosóficas dominantes en su tiempo), los modelos de Canova siempre remiten a la Antigüedad, y siempre procuran llegar más allá. En cierto modo, Canova resulta más clásico que los clásicos, y aquí radica precisamente una de las fallas que podemos percibir los espectadores actuales de su obra y de la de los neoclásicos en general.

Más de una vez me he referido a que cada artista es hijo de su tiempo, pero lo mismo sucede con el espectador. Éste siempre lleva a sus espaldas (en su intelecto y memoria, más bien) el bagaje de todo lo producido hasta sus días, de manera que a la hora de hacer una valoración de lo que contempla, siempre tiene que pasar el filtro de todo lo que ha ido configurando su apreciación del valor de una obra de arte, apreciación que no se puede desvincular de las preferencias personales que conforman el gusto particular. Dicho de otra forma, es poco menos que imposible que a la hora de valorar lo que vemos seamos capaces de abstraernos de nuestro bagaje cultural para hacer una especie de empatía perceptiva de lo que determinada obra pudo representar en el momento en que fue realizada; y en todo caso, el resultado puede estar muy lejos de lo que en realidad valoramos personalmente. La Historia del Arte sirve en realidad (o debería) para ejercer una especie de contrapeso a nuestra percepción y valoración particular, nos remite precisamente a ser conscientes de lo que la obra en concreto significaba en su momento y en su contexto. Este significado, en sentido amplio, no va a hacer que la obra nos guste, pero sí que la podamos valorar en el momento de su creación y la trascendencia que pueda haber tenido.

A. Canova: Paris (1816)
En mi caso concreto, creo que hay dos factores añadidos que contribuyen a mi falta de emoción al contemplar la obra de Canova; una es la consciencia de que su obra es una recreación de lo clásico demasiado literal para mi gusto -y que inconscientemente percibo como no original-, y la otra es mi preferencia por una expresividad que me parece necesaria en una obra de arte si pretendo que me emocione, y que no encuentro en Canova. O más exactamente en su obra acabada. Se conservan muchos de los bocetos preliminares en terracota que Canova realizó y que reflejan esa expresividad espontánea tan propia de la idea original. Son obras de pequeño tamaño, trabajadas de manera veloz, sin apenas más preocupación que por la composición de la figura, carentes por completo de acabado, pero que precisamente por eso resultan mucho más frescas y vivas. Pero tengo que ser consciente de que aunque me puedan resultar más atractivos, estos esbozos no son la obra definitiva, sino el primer paso de un largo proceso de elaboración hasta llegar a la obra final, que a menudo difiere bastante de la primera concepción (ver Anexo, figuras 2 y 3) . Y en mi personal apreciación mayor por los bocetos de Canova influye mi propio bagaje cultural, en el que tienen su peso las diferentes interpretaciones de lo clásico a lo largo de la Historia del Arte así como las reacciones a dicho modelo, tanto en lo conceptual como en lo formal, y que condicionan (no creo que pueda ser de otro modo) tanto mis propias preferencias de gusto como mi valoración de las obras en general.

A. Canova: Venus llorando a Adonis
Pero dejando de lado mis preferencias (que sólo me sirven a mí), Canova también era un hijo de su tiempo, y su éxito en vida de Canova se debe a haber sabido plasmar el ideal estético (y en cierto modo ético) dominante en su tiempo. Tal ideal aspiraba a tener una validez universal, era una abstracción completa en la que la experiencia de lo particular, lo terrenal, lo vital quedaba marginado a la inexistencia para mayor gloria de ese ideal en el fondo inalcanzable; y por esto mismo era también un tipo de arte elitista (o particularmente elitista; el Arte -así, con mayúscula- nunca fue concebido para ni fue expresión del sentir de las masas populares). Partiendo como partía de la existencia a priori de un ideal abstracto, el disfrute de la obra de arte exigía un conocimiento previo de lo que se tenía delante, cuando menos a un nivel conceptual, para poder captar el significado real de lo que se contemplaba.

La pureza ideal del concepto debía seguirse de una pureza absoluta en la forma, en la manera en que se materializaba esa abstracción, y en este sentido, todo en la obra de Canova era consecuente con el ideal perseguido. Desde el mismo material, marmol blanco (con toda la carga subliminal de pureza eterna que tiene) hasta los aspectos formales de invención, composición y acabado, todo denota esa aspiración al ideal de belleza eterna y ultraterrena que tiene como referencia la Antigüedad clásica (o más bien la idea que de ella se tenía), tanto en lo formal como en lo moral.

A. Canova: Paolina Borghese-Bonaparte (1805 - 1807)
Centrándonos en lo formal, y en perfecta coherencia con la concepción abstracta de la idea de la obra, Canova buscó siempre la independencia de la obra del contexto en el que se inscribía, con lo que conseguiría el aislamiento perceptivo de la obra autónoma, que a su vez permitiría un recorrido contemplativo de sus distintas partes y elementos. No es sólo que la globalidad de la obra aspire a una belleza absoluta, sino que ese absoluto está conformado de una belleza suprema de cada una de sus partes. Es un grado de
A. Canova: Las Tres Gracias, detalle (1810)
perfección que se percibe de manera inconsciente, de igual modo, y por eso mismo, que se percibe el distanciamiento de la realidad terrenal del espectador. Esto que puede sonar como una crítica, en realidad era algo que formaba parte intrínseca de la estética neoclásica; Canova se complacía en que fuese evidente que sus obras eran mármol, y no por la autocomplacencia soberbia del artífice supremo, sino porque de ese modo quedaba patente que era la representación de un ideal.

A. Canova: Venus y Adonis, detalle (1794)
Resulta difícil encontrar en toda la obra de Canova aspectos que remitan aunque sea vagamente a la realidad de lo cotidiano, ya sea en la representación de los cuerpos como de las pasiones. Todo son formas suaves, de un modelado exquisito, carentes de tensión, de expresividad, de dramatismo; incluso en las raras ocasiones en que la tensión es un requisito indispensable del tema representado (véase el Hércules y Licas en el Anexo, figura 5), se realiza de una forma bastante mesurada y atenuada a su vez por el peso de la perfección formal.

Esa misma mesura de las pasiones es la que se aprecia en las numerosas obras que de un modo u otro están relacionadas con el amor. Más allá de los requisitos del decoro y sin que creo que obedezca a un pudor mojigato del propio Canova, la representación del amor, incluso de un amor tan carnal como el de Venus y Adonis se transforma en apenas un leve roce, o un suave abrazo como el de la celebérrima Amor y Psique, dos figuras cuyo beso queda suspendido en un momento incierto y por eso mismo alejado de la realidad de los mortales; esa falta de contacto físico de las dos
bocas no sólo los aparta de la materialidad prosaica de un beso, sino que produce una sensación de intemporalidad. Es un tipo de amor de dos seres ultraterrenos, o si lo prefieren, la representación de un ideal del amor que dista mucho de nuestra experiencia concreta.

A. Canova: Amor y Psique, detalle (1793)
En definitiva, es la idealización absoluta de lo conceptual seguida de su correlato de perfección formal lo que en mi opinión resta emoción a la obra de Canova. La idea universal, representada a través de un pureza formal que destierra la presencia de lo concreto, lo humano y lo falible

limita la conexión emocional con el espectador. No hay emoción porque la emoción es algo que pertenece a la esfera de lo personal, a lo concreto de cada uno. No nos reconocemos en la obra de Canova, como tampoco creo que podamos reconocerle a él como ser humano en sus esculturas. Él permanece oculto, desaparecido, de manera absolutamente clara, honesta y coherente con su concepción artística.

La conexión con la obra de Canova pasa de ser emocional a intelectual, en la medida en que se comparta su concepción estética de ideal de belleza absoluta, de forma que quizás sea más propio decir que más que emoción Canova produce admiración. Si esto puede resultar de algún modo decepcionante, no se debe a que la obra tenga un error original en la concepción; al contrario, es precisamente su virtud y la mejor prueba de que Canova alcanzó como muy pocos artistas lo han hecho un grado total de coherencia entre su concepción del arte y la realización material de su obra. Nos corresponde a nosotros como espectadores y receptores de esa virtud determinar si tiene validez para nosotros o no.


ANEXO


Figura 1: A. Canova: Monumento fúnebre a María Cristina de Asutria (1798 - 1805)


Figura 2: A. Canova: boceto en terracota para la estatua de George Washington (1817)

Figura 3: A. Canova: modelo en yeso a tamaño real para la estatua de George Washington (1817)


Figura 4: A. Canova: Adán y Eva llorando la muerte de Abel

Figura 5: A. Canova: Hércules y Licas (1795 - 1815)

Figura 6: A. Canova: Memorial de Giovanni Volpato (1804 - 1807)