jueves, 26 de septiembre de 2019

Rembrandt, el inacabamiento y la honestidad



Retrato de familia, detalle (1668)







Los pintores son tramposos. En su caso no se trata de nada malo, todo lo contrario. Tradicionalmente el oficio de pintar siempre se ha considerado un método para la representación de la realidad del modo más fidedigno posible. Ya Plinio el Viejo recoge la anécdota ilustrativa de la disputa entre Zeuxis y Parrasio, en la que si el primero fue capaz de engañar a los pájaros que acudieron a comer las uvas por él pintadas, el segundo fue capaz de engañar a su oponente con la cortina pintada que supuestamente ocultaba su obra. La naturaleza siempre se ha considerado una especie de juez supremo para juzgar si una obra está correctamente realizada, no tanto como representación puramente realista (algo que se ha considerado vulgar e indicativo de falta de verdadero talento) sino como una emulación de esa realidad, desprovista de todo rasgo que atente contra el decoro que toda buena obra debe preservar.

Esta es más o menos la concepción clásica y académica, el eje alrededor del cual se mueven las distintas concepciones estéticas de lo que debe ser la pintura, entendida sólo como medio de representación, en cada periodo artístico. Pero ya se trate de una u otra concepción, todos los pintores han sabido que su oficio requiere de sus propias convenciones para ser correctamente realizado. Aunque se quiera representar una realidad dolorosamente verídica -más o menos visualmente idealizada-, todo pintor sabe que su oficio consiste en la creación de la realidad autónoma que es el cuadro, y esta realidad se materializa por medio de trampas; la habilidad para disimular esas trampas es lo que distingue al verdadero maestro, que de este modo hace que sea su obra la que hable por él. Por paradógico que parezca, hacer trampas es la única forma de ser honesto en pintura, del pintor con el espectador, con el oficio y con la propia pintura. Y Rembrandt fue uno de los pintores más honestos, si no el que más, de toda la Historia del Arte.

En este sentido, habría que indicar en primer lugar que aunque como artista y como hombre fue polifacético y cambiante, la gran constante de su trayectoria fue la investigación formal, el tratar de llegar siempre a los límites expresivos del medio que emplease -pese a que su actividad principal era la pintura, fue también muy prolífico tanto en dibujo como en grabado-, lo que quizás resulta más evidente en las obras que realizó para él mismo, en paralelo y a menudo en contraste con su obra pública; y llegados al caso, a pesar de su obra pública, de manera que su fidelidad a sí mismo y a su forma de entender el oficio está en la raíz de la pérdida del favor del público y de encargos que sufrió en los últimos años de su trayectoria.

Figura 1: Autorretrato (h. 1628)
Se puede tomar como ejemplo el autorretrato de la figura 1, realizado cuando apenas contaba 22 años, y en el que se aprecia ya la falta de sujeción a las convenciones del retrato. La importancia dada al juego de sombras, la iluminación de zonas marginales, el empleo del mango del pincel para rayar la pintura fresca y realzar el brillo de los cabellos alborotados... Todo ello nos muestra a un pintor que está preocupado por las posibilidades técnicas de la pintura y los problemas de la representación de la luz, aun a costa de un reconocimiento claro de los rasgos faciales como sería propio de un retrato. Y el hecho mismo de ser un autorretrato, nos muestra tanto un alto grado de autoconciencia como que se trata de una obra realizada para él mismo, no para ser vendida. Por descontado, Rembrandt no será tan osado cuando, no mucho después de esta obra, comience a realizar los retratos de encargo con los que deslumbró a sus coetáneos y sentó en gran medida la base de su prestigio (y su fortuna) como la gran figura de la pintura de los Países Bajos.

Figura 2: Lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp (1632)

Figura 3: El festín de Baltasar (1635)
Pero ya se trate de obras de investigación formal o para el público, Rembrandt es honesto en la medida en que está dando lo mejor de sí mismo y de su deslumbrante capacidad de recursos para la representación pictórica -y quiero remarcar lo de "representación" porque creo que en esta etapa de juventud y primera madurez, de fulgurante ascenso en lo social y en lo profesional, todavía concibe la pintura sólo como un medio para la representación y no como un fin en sí misma-. Es en torno a los años 30 del siglo XVII cuando Rembrandt hace el mayor despliegue de su virtuosismo en ese sentido convencional de saber representar como nadie no sólo el juego de luces y sombras o la representación espacial, sino también todo tipo de texturas de materiales (tejidos, metales, cabellos...), gestos, expresiones... Todo ello orquestado de forma que puede ofrecer un sentido de dramatismo y teatralidad escénica condensados en el momento álgido de lo narrado en cada escena, ya sea ilustrativa de la vida de su tiempo, como en La lección de anatomía del profesor Tulp (figura 2) o la ilustración de algún pasaje bíblico como la de El festín de Baltasar (figura 3). Rembrandt marca una diferencia abismal respecto a otros pintores del momento. Su talento y sus innovaciones técnicas y conceptuales están en la línea y en buena medida modelan lo que su público burgués demanda y paga espléndidamente. En lo social y económico está en la vía rápida de alcanzar el mismo estatus que su envidiado Rubens; y en cuanto que medio de representación, su pintura no puede ofrecer más de lo que ya ofrece. Apenas cuenta 30 años y es el mayor virtuoso reconocido de su tiempo en su país. ¿Qué pudo suceder para que no mucho después su suerte iniciase una espiral descendente que le llevase a la más absoluta pobreza, a perder el favor del reconocimiento social y a legarnos muchas de las mejores y más conmovedoras obras de la historia de la pintura?

Documentalmente no hay posibilidad de dar una explicación al cambio progresivo en la pintura de Rembrandt a partir de mediados de los 1640's. Se conocen desgracias familiares, una situación económica crecientemente angustiosa y cierto cambio en las preferencias de la clientela con respecto a la forma de pintar. Todos ellos son factores que le debieron afectar, y se puede imaginar que su desgracia personal (la muerte de su primera mujer, Saskia, y de varios de sus hijos) quizás le dirigiese a centrarse en temas más fundamentales y a apartarse de cierta vanidad que se percibe hasta entonces en su manera de pintar, aunque ello implicase perder el tren de las modas (enfermedad social que ya existía entonces), pese a que capacidad tenía para haberse adaptado a los nuevos gustos si su ética artística hubiese sido más laxa y/o su afán de lucro más acuciante.

Pero si nos atenemos a la observación de las obras, lo que se ve en las de encargo continúa con el mismo estilo y forma, pero progresivamente influenciados por la evolución -mucho más evidente- de las pinturas que hacía para él mismo.

Figura 4: La ronda de noche (1642)

Figura 5: La ronda de noche, detalle (1642)
En su gran obra de encargo de estas fechas, La Ronda de Noche, ya se aprecia el giro que estaba tomando su pintura hacia un cierto inacabamiento de lo representado –con algún detalle de simple esbozo, como el del perro de la figura 5- que no se explica sólo por un sentido de la distancia que debía guardar el espectador para la óptima observación de la obra. Por su puesto, este inacabamiento resulta más fácilmente observable en las figuras “secundarias” que en los dos principales protagonistas. Pero es un rasgo que marca una distancia con respecto a su pintura de diez años atrás (compárese con El Festín de Baltasar), cuando toda la superficie del cuadro recibe el mismo exquisito y cuidado tratamiento. Es como si Rembrandt estableciese una especie de jerarquía en el acabamiento de los distintos elementos o personajes de sus obras, siendo más cuidadoso con lo que considera fundamental, y más “descuidado” en los detalles o figuras secundarias. Y sin embargo su evolución general irá hacia ese aparente descuido y falta de acabado convencional(*), pero que hace que la imagen gane fuerza expresiva y que la propia pintura vaya cobrando mayor protagonismo y valor.
Figura 6: Mujer en el lecho (1645)

Figura 7: Tito en su pupitre (1655)

Figura 8: Jan Six (1654)
Pero es en las obras que realiza para sí mismo en las que, al saberse libre de toda concesión obligada a la clientela, la progresión de su pintura es mucho más acentuada, tanto en la manera en que aborda los temas como en la forma de representarlos. Con independencia de la posible interpretación de sus imágenes en clave religiosa o de historia, Rembrandt se ha vuelto más íntimo y esencial, como atestiguan los retratos de Hendrickje (figura 6), o posteriormente los de su hijo Tito (figura 7) o su amigo Jan Six (figura 8). La teatralidad y los elementos de lujo superficial van desapareciendo, así como los rasgos de virtuoso convencional, en beneficio de una pincelada cada vez más ancha, pastosa y expresiva; pero que no descuida en absoluto la precisión de las formas, la expresividad del gesto, la armonía del color y sobre todo la luz, cuyo efectismo dramático está al servicio de una sencillez e intimidad desconocidas hasta entonces en la historia del arte y raramente igualadas con posterioridad (quizás sólo Toulouse-Lautrec alcanzó una atmósfera tan personal e intensa). En definitiva, lo conceptual y lo formal alcanzan una nueva armonía expresiva que trasciende lo meramente representativo para ofrecernos una verdad que no puede sino emocionar hasta las últimas fibras de un espectador mínimamente sensible.

Y sin embargo, resulta evidente atendiendo a la caída progresiva de encargos que recibe a partir de mediados de la década de 1640, que hay una divergencia entre el gusto del público y la concepción de la pintura de Rembrandt, que lejos de ceder a las pretensiones del gusto burgués sobre cómo le gusta verse y ver el mundo, continúa obstinadamente por la vía que él considera honesta con su concepción de la pintura. La pompa, circunspección y pretenciosidad del nuevo gusto burgués son conscientemente ignorados por Rembrandt. En lo personal ha cambiado, y con él su pintura.

Aún se puede ir más lejos en la apreciación de la pintura de Rembrandt -y lo mismo vale para el dibujo y el grabado-. Al menos para un espectador contemporáneo parece claro que la forma de pintar del Rembrandt último da valor a la pintura misma, y lo hace en la medida en que trasciende la cualidad de medio de representación, jerarquiza los distintos elementos de la obra y descuida el acabado, en especial de aspectos en principio secundarios.
Figura 9: Autorretrato como San Pablo (1661)

Figura 10: Autorretrato como San Pablo, detalle (1661)
Si se toma como ejemplo su autorretrato como San Pablo (figura 9), de 1661, está claro que el interés primordial está en su propio rostro, mucho más elaborado que el resto del cuerpo o el fondo de la obra, hasta el punto de que ofrecen cierta confusión derivada de la aparente falta de definición y acabado en el sentido convencional. Según los cánones tradicionales no son superficies correctamente trabajadas para que resulten bien representadas; en detalle (figura 10) son meramente borrones de pintura, y sin embargo en ese aparente descuido e inacabamiento radica no sólo la verdad del cuadro sino toda la potencia expresiva de la propia pintura, que de este modo queda valorada en sus aspectos cromáticos, tonales e incluso rítmicos. El Rembrandt de 30 años atrás habría cuidado exquisitamente el acabado de cada centímetro cuadrado de tela; el Rembrandt de ahora se sabe capaz de definir con cuatro trazos magistralmente ejecutados las formas y los volúmenes de su propia mano (o la camisa blanca de Mujer bañándose; ver Anexo, figuras 17 y 18), sin necesidad de insistir ni retocar, haciendo evidentes y palpables la mancha y el trazo, consciente de que es de este modo como la imagen gana fuerza expresiva. El inacabamiento da valor autónomo a la pintura en sí y a la imagen, dejando a Rembrandt a un sólo paso de la formulación que la abstracción haría 250 años más tarde, pero demostrando que el discurso pictórico es independiente de debates estériles sobre figuración o no. Sólo existe la buena o mala pintura, y es sólo ella la que determina a la postre el valor artístico de la obra.

Figura 11: Hendrickje durmiendo (h. 1655)
Más o menos lo mismo podría decirse del dibujo, con el que Rembrandt siempre supo condensar en el menor número de trazos las formas y el movimiento de la figura, aunque ya en su madurez es capaz de realizar dibujos como el de Hendrickje durmiendo, de 1655, con el que además alcanza a representar en una sola pasada de pincel forma, volumen y sombra; pero también es el propio trazo tomado de manera autónoma –en los términos de carga de tinta, velocidad de la pincelada y ritmo- el que define a la perfección la atmósfera de tranquila intimidad y ternura que convienen al tema representado. Y por tanto es el propio trazo el que cobra un valor sustancial.

Figura 12: Las tres cruces (1653)
Quizás en el grabado se pueda ver mejor una evolución similar a la de la pintura. El mismo afán de experimentación como constante, tanto en la búsqueda de expresividad como en la potenciación de la técnica más conveniente a la representación. Y tanto técnica como trazo primero al servicio de la representación (técnica como medio para) y luego en su madurez cobrando un valor propio. Está claro en obras como Las tres cruces que el empleo de la punta seca para potenciar los oscuros –ya casi manchas- como la fuerza casi violenta de los trazos rectos son fundamentales para provocar la conmoción del alma ante el dolor desgarrador –como desgarrada parece la propia plancha- de lo que se nos presenta en la escena. De nuevo la forma, la técnica y el medio son la clave expresiva de la imagen, y de nuevo Rembrandt se ha adelantado a su tiempo, alcanzando unas cotas de expresividad y valor formal que exprimen todas las posibilidades del grabado.

Lo que era una tendencia incipiente en la década de los cuarenta, se convierte en los últimos años de su vida en una realidad mucho más evidente. La manera en que aborda los temas y concibe las imágenes no puede ser más clara y sencilla, y constituye la principal clave de esa sensación de frescura, espontaneidad y viveza que destilan los cuadros. No queda el más mínimo resto de complejidad compositiva, abigarramiento de elementos, de lujo o de exotismo gratuitos; tampoco de bullicio ni aspavientos dramáticos. Todo se ha vuelto esencial, sosegado y silencioso, y sin embargo la fuerza expresiva que desprenden las imágenes es mucho más potente. O más bien, precisamente por eso.

Al abandonar todo elemento de distracción y de retórica la pintura cobra mucho más protagonismo, pero en absoluto se convierte en un elemento de deleite sensual o de exhibicionismo virtuoso. Y sin embargo es casi imposible encontrar un repertorio de recursos pictóricos más completo. Prácticamente todos sus óleos vienen a ser un tratado de todo lo que se puede aprender en pintura, y de este modo es posible ver las obras como lo que también son y Rembrandt seguramente sabía: pintura pura.

Pero la comprensión de esto que a nosotros nos puede resultar claro después de haber pasado por toda la historia posterior de la pintura, en la década de 1660 estaba al alcance de muy pocos, y casi con total seguridad sólo a un nivel de intuición imposible de formular. Y esto también está en la base de la pérdida de favor de público y clientes que padeció Rembrandt al final de sus días. Aunque hoy nos pueda resultar incomprensible, por ejemplo, que La Conjura de los Bátavos fuese rechazada (y nos duela que Rembrandt se viese forzado a recortarla para tratar de sacarle algún provecho económico), lo cierto es que no se puede esperar que la mayoría de sus contemporáneos fuese capaz de apreciar como lo hacemos hoy lo que se les presentaba a los ojos y a la razón. No es una mera cuestión de gusto de entonces, sino también de comprensión, porque esta pintura de Rembrandt estaba ya siglos por delante de su tiempo.
 

Figura 13: La conjura de los bátavos (1661-1662)
Basta con un simple vistazo para darse cuenta de que la obra parece inconclusa, con todas esas grandes manchas, gruesas pinceladas, aquí y allá restos de dibujo apenas disimulado que dan una apariencia de tosquedad, de falta de refinamiento en la representación. Vista en detalle esa impresión aumenta, como si Rembrandt lo hubiese pintado con desinterés, como un mero esbozo resuelto precipitadamente con unos cuantos brochazos.

Figura 14: La conjura de los bátavos, detalle (1661-1662)
Sin embargo la fuerza que emana de esas figuras, de esos rostros repulsivos en su deformidad es enorme; y lo es en gran medida por su falta de acabamiento y por haber desterrado cualquier atisbo de belleza que permita alguna forma de deleite sensual. Lo que hay es una expresividad pura que no obedece a ninguna de las convenciones que la pintura había utilizado hasta entonces. Es de la propia pintura de donde brota la fuerza de la obra. Rembrandt lo sabía. La prueba de su convencimiento está precisamente en que La Conjura de los Bátavos fue concebida como una obra pública; y la prueba de que su idea de lo que debía ser la pintura se adelantó a su época es que fue rechazada. Sólo Goya, antes del siglo XX, presentará una concepción de la pintura similar a la de Rembrandt.

Y La Conjura de los Bátavos es sólo un ejemplo. Prácticamente todos los óleos que realizó en la última década de su vida presentan en mayor o menor grado el creciente protagonismo de la pintura como medio expresivo en sí, ya sea en los cuadros que pintó para él o encargos públicos o privados. Los síndicos de los pañeros, Homero dictando sus versos, La novia judía, Retrato de familia, El regreso del hijo pródigo, Simeón en el templo… (ver Anexo) Son todas obras en las que el inacabamiento y la falta de sentido convencional de la representación potencian la apreciación de la propia pintura de una manera autónoma.

Figura 15: La novia judía (detalle)

Figura 16: Retrato de familia (detalle)
Ya sea al contemplar la obra en su conjunto o en la apreciación de sus detalles, no se le puede escapar a cualquier espectador el hecho de que toda convención de la representación pictórica en el Rembrandt último ha desparecido por completo. Las formas pierden la relevancia de su realidad visual en la misma medida en que Rembrandt muestra de manera explícita los recursos de la pintura. A veces son pinceladas tenues que parecen desmaterializar el modelado y las texturas. Otras, son trazos veloces y potentes que parecen definir un movimiento. Aquí deja grandes manchas indefinibles fuera del conjunto, mientras en otras zonas insiste en un trabajo de impasto o espátula, a menudo para detalles a priori secundarios (como esa maravilla de textura de la manga amarilla en La Novia Judía, o la de la madre del Retrato de Familia; figuras 15 y 16). La exhibición de recursos es abrumadora, y al hacerla explícita, aun a costa del cuidado de lo representado, parece claro que en realidad lo que está representando Rembrandt es la propia pintura.

Se diría que es consciente, tras haber sobrevivido a toda adversidad personal y profesional, de que ya sólo se debe a la pintura. Es lo único que le queda, y le será fiel hasta su último hálito de vida.
¿Es posible encontrar en un pintor un grado mayor de honestidad?



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(*) Por "acabado convencional" me refiero al modo en que acababa los cuadros Vermeer, por poner un ejemplo de los más logrados.




ANEXO


Figura 17: Mujer bañándose (1654)

Figura 18: Mujer bañándose, detalle (1654)


Figura 19: Homero dictando sus versos (1663)

Figura 20: La novia judía (h. 1666)

Figura 21: Los síndicos de los pañeros (1662)

Figura 22: Retrato de familia (1668)

Figura 23: Simeón en el templo (1669)

Figura 24: El regreso del hijo pródigo (1668)



Figura 25: Autorretrato como Zeuxis (h. 1662)



miércoles, 26 de junio de 2019

El artista, la moral y el moralista




E. Schiele: Autorretrato como San Sebastián (1914)

Un Principio Moral se encontró con un Interés Material en un puente por el que sólo podía pasar uno de los dos.
-¡Agáchate, inmundicia –gritó el Principio Moral-, y deja que pase sobre ti!
El Interés Material le miró fijamente a los ojos sin decir una palabra.
-¡Ah! –dijo dudoso el Principio Moral-. Echémoslo a suertes y así sabremos quién ha de retirarse hasta que el otro haya pasado.
El Interés Material mantuvo su silencio impertérrito y la mirada fija.
-Para evitar el conflicto – prosiguió el Principio Moral, un tanto inquieto -, me agacharé yo mismo y dejaré que pases sobre mí.
El Interés Material encontró por fin una lengua, que por extraña coincidencia resultó ser la suya. –No me pareces muy buen soporte –dijo-. Mi manera de andar es un tanto especial. Mejor será que te eches al agua.
Y eso fue lo que ocurrió.

Ambrose Bierce, 99 fábulas fantásticas


Balthus: Thérèse Soñando (1938)
Nada menos que en 2017 se llegaron a recoger 11000 firmas pidiendo la retirada de la obra de Balthus "Thérèse Soñando" del Metropolitan de Nueva York porque podía incitar a la pederastia (sic). En 2014 se canceló una exposición de sus polaroids en Alemania por motivos similares. Y en 2019, en Madrid, también se ha pedido la retirada de parte de su obra de la exposición en el Thyssen por "degradar la dignidad de la infancia".

No es el único caso; en 2018 Reino Unido y Alemania censuraron la publicidad -no la obra, ojo, el matiz es importante para comprender el absurdo de la moralina occidental- de exposiciones conmemorativas de Egon Schiele por considerar su obra "pornográfica". Recordemos que este autor fue encarcelado por corrupción de menores en base a algunas de sus obras que representaban niños desnudos, y que al menos una de sus pinturas fue quemada con deleite inquisitorial por el juez que le condenó.

Mucho se ha debatido sobre la necesidad o no de que el artista y su obra sean un modelo moral para la sociedad. Si lo reducimos todo a la abstracción de lo estrictamente moral, no creo que yo tenga nada nuevo que decir, pero creo que en este largo debate se han pasado por alto algunas consideraciones que aunque trascienden lo meramente artístico, sitúan al creador en el centro de la polémica, un papel que resulta delicado y rara vez deseado por el artista. No sé si el galerista puede decir lo mismo...

Lo primero que habría que valorar es la idoneidad de las artes plásticas como espejo de lo moral. En su momento (ver la entrada "¿Posibilidad de un arte socialista?") ya expliqué que no creía que las artes plásticas fuesen el vehículo idóneo para la propaganda política -al menos la directa-, por su en realidad bastante escasa difusión entre el público si se compara con las posibilidades de los medios audiovisuales o la prensa. Con la moral viene a suceder exactamente lo mismo y por las mismas causas. El otro factor principal por el que las artes plásticas no son el mejor medio para la propaganda es el discursivo, al que la imagen fija propia de este tipo de arte no se adecúa bien, salvo para ilustrar puntualmente algún asunto considerado importante; y la moral requiere mucho, pero mucho discurso.

Lo único que se podría alegar para que las artes plásticas fuesen el espejo de lo moral es su posición de prestigio respecto a otros medios de difusión, porque de algún modo lo que refleja un cuadro o una escultura (y mucho más cuando se exhibe en un espacio público preeminente) es un valor o serie de valores dominantes en un momento determinado de la Historia, y de este modo es como adquiere su dimensión propagandística. E insisto: momentos determinados; es decir, que la Historia del Arte también se puede ver como ilustración de los valores dominantes, y cambiantes, de las sociedades a lo largo del tiempo; y subrayo aunque sea evidente: siempre a remolque de la dominación de esos valores en ese momento y lugar concretos.

Aquí ya se puede enlazar con el papel del artista como ejecutor de la obra que refleja la moralidad del momento. Mientras fue el ejecutor del deseo de un cliente (o sea, casi siempre, hasta fechas bastante recientes) el artista nunca tuvo que responder más que ante ese cliente del modo en que había plasmado lo que se le encargaba. A nadie se le habría ocurrido pedir cuentas al artista de la moralidad de aquello que representaba, de los valores que se reflejaban en su obra. Si acaso del decoro en la representación, y siempre tuvo que pasar la censura previa de su patrón antes de que la obra llegase a un público que por lo general era poco numeroso y, por qué no decirlo, escasamente o nada influyente.

Caso diferente es cuando el artista pasa a ser "independiente", y ya se cuidaba él de no salirse demasiado de la norma imperante si quería seguir comiendo, cuando no dar con sus huesos en algún calabozo si la moralidad de su obra resultaba demasiado incómoda en su momento para un público pacato pero influyente (y bastante hipócrita, habría que añadir). Era un riesgo que corría (y corre) el artista cuando, como artífice, plasmaba lo que su propia moral como ser humano libre y pensante le impelía a realizar, aunque transgrediese la norma.

¿Significa esto que la misión del artista es la transgresión moral? Evidentemente, no. En paralelo con la idea de que en toda obra de arte hay una parte conceptual y una parte formal, en el artista también hay dos dimensiones: la del ser humano y la del artífice. Se puede decir que la parte conceptual obedece al ser humano y la parte formal al artífice. Puesto que esta cualidad de artífice es la que le diferencia como artista del resto de sus congéneres, es en la parte formal donde reside su verdadera misión, que no es otra que realizar una obra lo más excelentemente posible que le permita su capacidad. Luego si la justificación del arte no está en el contenido conceptual, y la moral pertenece al ámbito de lo conceptual, el artista (o más exactamente su obra) ni puede ni tiene por qué ser un referente moral, y el mero hecho de que la obra de arte pueda tener una dimensión pública no cambia las cosas.

Pero incluso cuando se trata de la dimensión conceptual de la obra de arte, el artista tampoco tiene la obligación de ser un referente de nada. Si acaso se le podría exigir que sea honesto en la presentación de lo que quiere decir -y evitar en lo posible lo gratuito de la provocación de la que tantos han abusado de manera innecesaria-, aunque a veces eso implique que el espectador se pueda tener que enfrentar a una verdad que le resulte incómoda.

La exigencia de la moralidad del artista viene precisamente de la dimensión pública que puede tener su obra, y de ahí nacen todos los equívocos que los moralistas parecen incapaces de ver. Primero, la que es verdaderamente pública es la obra, no el artista. Éste, en su ámbito personal, podrá ser del modo que sea en lo que respecta a su moralidad, que trascenderá en su obra o no dependiendo de si él quiere. Vaya, que un artista podría ser un pederasta -por cierto, que yo sepa es el único pecado que "justifica" la censura de la obra para los moralistas de hoy día- y pintar floreros como nadie; por lo visto no hay problema mientras no trascienda el hecho de la pederastia al ámbito de conocimiento público, en cuyo caso el florero pasaría a ser una abominación indeseable que habría que retirar de la vista de cualquier espectador. ¿Les suena absurdo? Pues es lo que están haciendo ahora mismo numerosas cadenas de radio con las canciones de Michael Jackson. Mutatis mutandis, creo que el caso es suficientemente ilustrativo de lo que quiero decir. La sociedad parece incapaz de concebir que el genio creativo es perfectamente compatible con el monstruo, y sin embargo se consuela creyendo que censurando la obra se conjura el delito.

La obra de arte debe tener autonomía propia y debe ser valorada en cuanto tal, incluso con independencia de su autor y sobre todo de su dimensión personal. La obra no va a ser mejor ni peor por la calidad moral del autor en cuanto que ser humano. Presentar obra y autor como un algo indisociable es lo que en realidad desvirtúa y a menudo distorsiona la percepción que se tiene de ambos. Pero el moralista contemporáneo aún puede alegar que qué pasa cuando es la obra la que resulta inmoral por su contenido. Según él, habría que retirarla de la vista pública, que es lo que se ha pretendido (y en algún caso conseguido) con ciertas obras de Balthus.

Personalmente me resulta sintomático de una sociedad bastante enferma. De ignorancia, de estupidez, de infantilismo y sobre todo de hipocresía. Es una sociedad que se niega a hacerse responsable de su propia conducta moral, en especial porque estamos hablando de adultos (no nos engañemos, los niños no se escandalizan) que YA deberían tener claros sus estándares morales y que no necesitan modelos educativos para ellos. Porque son ellos, escondiéndose cobardemente detrás de la "sociedad y sus necesidades" los que se escandalizan y quieren ser protegidos.

Balthus: Thérèse sobre una banqueta (1939)
Seguramente el propio Balthus -y con las salvedades necesarias es un ejemplo de otros artistas en similares circunstancias- no pretendía resultar provocador de manera gratuita, aunque fuese consciente (yo lo creo así, aunque él nunca lo reconoció) de que sus niñas desnudas o en actitudes insinuantes a ojos de los moralistas, podían resultar tan controvertidas como de hecho resultaron. Pero lo que él quería mostrar no podía ser representado de otro modo: la imagen de una niña en el momento de su existencia en el que la inocencia de sus actitudes pasa a ser impudicia en la mirada de la moral adulta; el momento dramático del fin de la pureza infantil asesinada por el tránsito a la etapa adulta y su mundo de vergüenza, engaño y culpa. Balthus, como otros antes que él, representa en realidad lo que debe ser el único compromiso moral del artista como tal: su obra, aunque ello implique sacudir la conciencia del espectador, y quizás su único "pecado" como artista es haber puesto delante de los ojos del adulto moralista lo que el adulto moralista se niega a reconocerse a sí mismo; que señalen su hipocresía lacerante es posiblemente lo que lleva al moralista a una reacción de rechazo, cuando no violenta, que desea hacer extensiva al resto de la sociedad.

Para terminar de pintar el cuadro del moralista faltaría por preguntarle cuáles son los criterios en los que basa sus reacciones puristas y contra qué actitudes reprobables. He mencionado la pederastia porque es uno de los temas del momento (como si se hubiese descubierto su existencia ahora...), pero no hace mucho tiempo este perfil de moralista contemporáneo es el que se alzaba furibundo, por ejemplo, contra la cultura gay -que aunque sobrevalorada no deja de tener interés- hasta que fue contenido por lo políticamente correcto. Como la estupidez no deja de sorprenderme, aún no he perdido la esperanza de ver cómo alguien pide retirar de la vista pública el cuadro del martirio de una santa alegando incitación a la violencia de género...

F. Camilo: Santiago Matamoros (1649)
El caso es que la Historia del Arte está plagada de obras que hoy sería impensable realizar pero que siguen expuestas al público sin que se alce la voz censora de los neo-inquisidores contra la xenofobia implícita en los Santiago Matamoros, el antisemitismo de los autos de fe y en general contra una inacabable lista de escenas de martirios, masacres y violencia desmedida. ¿O es que esto no resulta moralmente reprobable? Por supuesto, todo depende del momento y de los intereses coyunturales, pero al final resulta cierto que los criterios morales pasan y las obras permanecen. La obra siempre termina por tener su propia autonomía y valor propio, incluso con independencia de su autor, de su época y de la calidad moral de su contenido. Todo ello atestigua la fatuidad de la hipocresía moralista y califica a su portavoz como un molesto histrión, afortunadamente pasajero en la mayoría de los casos.

Y al final, ¿en qué se beneficia la sociedad de estas grotescas actitudes moralistas? La pederastia no va a desaparecer por retirar un cuadro de un museo o exposición, y de paso nos llevamos por delante la posibilidad de contemplar y disfrutar de obras maravillosas. Y éste sería el mal menor si se compara con el daño que puede causar seguir esta deriva de moralismo totalitario... Andando el tiempo y con la implantación definitiva de todos los vicios de la democracia, bendita sea siempre, y de las nuevas tecnologías se ha conseguido que cualquier imbécil pueda erigirse en un nuevo Torquemada desde su posición de influencer, con la posiblidad de recoger firmas de fanáticos prosélitos y la pretensión de alcanzar lo que se proponen por la mera fuerza del número, lo que en sí muestra el comportamiento propio de la horda. Sigamos dejando que estos guardianes de lo moral se crezcan más todavía y veremos si resultan muy diferentes de los talibanes.

Pero no vayamos a creer que todo es negativo. Los volantazos que dan los moralistas generan casi siempre controversias, que se hable de lo que ellos no quieren que se hable, que lo "prohibido" vuelva a ser carnaza para el morboso de turno. Todo ello da publicidad y aumenta la cotización de la obra, por eso me preguntaba al principio si el galerista podía estar incómodo con tener obra en el centro de la polémica; y quien dice galerista también dice comisario o crítico de arte. Aquí hay pasta para todos. Porque la controversia, a veces promovida por las propias instituciones -y si no a ver por qué el Metropolitan de Nueva York presentó en su día una exposición titulada "Balthus: gatos y niñas"- genera expectativas, éstas a su vez generan dinero, y el dinero sí que es una verdadera e indiscutida autoridad moral. Es caro, es bueno. Andy Warhol se lo puede explicar mejor que yo.

Al final son los intereses materiales los que determinan el valor (de cambio), que no la calidad de la obra. Por eso insisto en que la obra debe tener su propia autonomía, hablar por sí misma y ser valorada como tal. Por lo visto la aguda visión y misión del moralista no alcanza a atisbar nada de todo esto, dando como resultado que su cruzada resulta contraproducente, y en todo caso incapaz de contrarrestar la raíz de todo el despropósito. Puestos a denunciar, donde habría que incidir es en la dinámica mercantil de la cultura, que como toda mala hierba es capaz de prosperar en cualquier estercolero.

El dinero es lo que explica que un creador se decante, en base a las veleidades del mercado, por una opción polémica que traiga publicidad a su obra, haciendo que la calidad de ésta pase a un segundo e irrelevante plano, porque el dinero es lo que está en la base de la creación del mito del artista como taumaturgo y del fetichismo que subyace en la incapacidad de separar personaje y obra por parte del público, y por tanto de valorar separadamente cada uno de ellos. Presentar obra y autor como un algo indisociable es lo que en realidad desvirtúa y a menudo distorsiona la percepción que se tiene de ambos. Ni Warhol va a ser mejor artista porque sea admirado el personaje (algo que nunca dejará de sorprenderme), ni el personaje será mejor valorado porque su obra sea buena (a decir de algunas gentes).

El caso de Warhol es paradigmático de esto que digo porque la promoción de su obra requería asociarla siempre a la figura de su autor; es el punto básico de su manual de estilo, que tantos réditos ha proporcionado. En casos más extremos, de los que los artistas plásticos parecen estar fuera, este fetichismo termina por degenerar en actitudes preocupantes desde el punto de vista de la salud mental, como las de miles de fans de Michael Jackson, volcados en criminalizar a las víctimas de sus abusos por mancillar la memoria del autor de sus temas favoritos y negando la veracidad de los hechos por los que fue juzgado (sin condena, dinero mediante).

Este fetichismo es hijo directo de la promoción mercantilista, y no cuestionarla termina por volverse en casos extremos en contra de las intenciones moralistas y dejando a sus voceros la quijotada de pretender acabar con gigantes cuando sólo están atacando un molino de viento. Incapaces de ver que su concepto de moral es muchos millones de dólares más débil y menos importante que la de mercaderes e intermediarios de la industria cultural, dirigen sus ataques al objetivo equivocado, resultando tan fatuos como molestos.

Para tanta sandez más valía la pena no haber hecho nada.




sábado, 6 de abril de 2019

Balthus. La extrañeza

Balthus: Autorretrato (1940)


"...Balthus es un pintor del cual no se sabe nada. Y, ahora, contemplemos sus obras".
(Balthus sobre sí mismo)

Balthus es uno de los pocos pintores del siglo XX cuya obra produce extrañeza tanto en la forma como en el contenido. Ambos están perfectamente imbricados para producir un conflicto perceptivo y comprensivo, de manera que sus pinturas son capaces de mantener un misterio que parece imposible de resolver por mucho que se echen horas ante sus cuadros o se contemplen entre largos intervalos de tiempo. Personalmente me parece que la extrañeza formal de Balthus viene a ser una evidencia de que hay algo oculto en el cuadro que hay que averiguar, y que no va a ser fácil. Pero al mismo tiempo, su pintura tiene una calidad tan cuidada formalmente que en sí misma ya constituye un misterio en el que deleitarse, y que le sitúa como una rara avis en el panorama artístico del siglo XX, en especial en su segunda mitad; algo que él sabía y que como espectador lamentaba.

Porque Balthus amaba la pintura. Un amor en un sentido cristiano -era un católico ferviente-, literalmente como un sacerdocio. Un verdadero devoto de la tradición pictórica, en especial de los italianos de los siglos XIV y XV, y muy particularmente de Piero della Francesca, de quien nunca se cansó de contemplar su obra (y de copiarla en sus comienzos) como un requisito obligado de autoaprendizaje disciplinado, metódico y constante. Para Balthus, muy consciente de los derroteros que había tomado el arte durante el primer tercio del siglo XX, el único sentido de la pintura radicaba en la reinterpretación de los maestros del pasado y en la continuidad del respeto escrupuloso del oficio de pintar, hasta el punto de considerarlo muy superior en importancia a cualquier otra dimensión supuesta o real vinculada al arte. Sin la dimensión artesanal, la pintura carece de su ser.

Y para que la pintura tenga sentido, uno de los requerimientos obligados es que produzca extrañeza. Del tipo que sea. Es algo que se percibe de manera instantánea, que crea un conflicto entre la percepción y la comprensión, y que obliga a detenerse ante la obra para intentar resolverlo (si es que ello es posible).  Por supuesto el conflicto puede darse en cuanto a la forma, al contenido conceptual o a los dos. Pues bien, cuando uno se planta ante cualquier obra de Balthus inmediatamente percibe que hay algo extraño que exige una contemplación detenida y reflexiva. Para pasear simplemente, suelen resultar más gratos los parques.

Quizás convenga ir viendo separadamente algunos de estos rasgos (seguro que se me pasa alguno) que producen extrañeza y que se entremezclan unos con otros para hacer todavía más críptica la interpretación de lo que vemos.

1 - LA ESCENOGRAFÍA

Figura 1: La Calle (1933)
Hay algo de artificial, de forzado, en los cuadros de Balthus. Y puede que lo primero que choque en el espectador sea un cierto carácter escenográfico en los cuadros. Tomando como ejemplo La Calle (figura 1), se puede observar que casi todas las figuras aparecen en el primer plano, lo que contrasta con la profundidad que la perspectiva otorga a la escena. También se puede señalar una clara incoherencia entre las proporciones espaciales y las de las figuras. Incluso errores en la perspectiva, que en sí misma resulta extraña, con esa centralidad tan remarcada, al modo en que se hacía en el primer Renacimiento. Todo ello (y muchas extrañezas más que procuraré ir mostrando más adelante) dota a la imagen de ese carácter escenográfico, antinatural, similar a una puesta en escena teatral, con sus actores y su decorado, donde se desarrollan diferentes acciones entre lo dramático y lo anecdótico, pero sin una unidad narrativa, inconexas más allá de compartir el mismo espacio. No es sólo que el carácter escenográfico resulte extraño, sino que como puesta en escena resulta todavía más rara, hasta el punto de que no tenemos seguridad en absoluto de lo que tenemos ante los ojos, de lo que se desarrolla en el cuadro, si es que hay algo que se está desarrollando realmente... Y de un modo u otro, esta idea de estar ante algo completamente ajeno al espectador, ante una representación literalmente, se puede rastrear en prácticamente toda su obra, sin que el autor nos dé pistas interpretativas sobre el contenido de los cuadros. El misterio está planteado, pero no resuelto.

2 - LA GEOMETRÍA Y LA RIGIDEZ

La geometría inunda la obra de Balthus. No se trata sólo del esquema compositivo (muy cuidado y apenas disimulado), sino que se hace extensivo a todos los elementos presentes en la obra, resultando particularmente llamativo en las figuras humanas.

La geometría produce extrañeza porque no es la manera en que solemos percibir ni el espacio ni las figuras (aunque sí el modo en el que los recreamos para hacerlos comprensibles). En Balthus además resulta todavía más raro precisamente porque es una elaboración para la obra definitiva; en los dibujos preparatorios tomados del natural no se aprecia, o no resulta tan evidente la geometrización de las formas (ver figuras 1, 2, 3 y 4 del ANEXO para apreciar, además, el proceso de concepción de la obra final).

Figura 2: Los hermanos Blanchard (1937)
 ¿Por qué resulta tan evidente la geometrización en la obra de Balthus? Como les supongo relacionados con la escuadra y el cartabón, podrán observar que en sus cuadros hay un uso sistemático de los ángulos que podríamos llamar básicos (o asimilables): 30º, 45º, 60º, 90º y sus combinaciones. Y esto se hace extensivo a todo el cuadro, de manera que por ejemplo no es raro que opte por una perspectiva caballera (de 45º) o disponga los elementos de un modo ortogonal entre ellos y con el plano de visión del espectador (marcadamente frontal), llegando a anular el efecto perspectivo de profundidad.

En las figuras el empleo sistemático de la angulación tiene el efecto de producir una rigidez en las posturas, que resultan forzadas y extrañas cuando se contemplan; una rigidez que tiene algo de congelada, eterna, y que a
Figura 3: Salón II (1942)
mí me recuerda la idea del rythmos griego, una parada en el movimiento que resume en sí misma toda la acción y la hace comprensible. Pero la geometría y la rigidez tienen el inconveniente de resultar anti-graciosas (y como explicar esto resultaría harto complicado, mejor comparan las figuras de Balthus con la Galatea, de Rafael en la figura 5 del ANEXO para ver eso a lo que me refiero).

No parece que la intención de Balthus fuese la de que el
espectador se recrease precisamente en esa gracia de la
Figura 4: La paciencia (1954 - 1955)
línea, y sin embargo lo que Balthus representa son muchas veces motivos que a priori invitan al deleite visual y a la recreación; desnudos sensuales, insinuantes incluso (el conflicto moral lo dejamos para la parte interpretativa en la que no tengo intención de entrar), texturas de todo tipo de objetos, la propia luz que lo inunda todo, el color y sus matices... ¿Quizás en ese instante congelado que nos puede transmitir una especie de maravilla atemporal, de magia eterna? No estoy seguro de ello, pero sí de que
Figura 5: Retrato de Joan Miró y su hija Dolores (1937)
la extrañeza que produce obliga a su contemplación detenida, atenta y activa, más que al recreo pasivo ante lo bello tal como lo concebimos de acuerdo a la tradición pictórica occidental.

Por cierto, conviene señalar que algunas de estas posturas (con leves variaciones), como las que se ven en la figura 2 y otras que se pueden rastrear en toda su obra, son usadas de un modo recurrente. Tienta pensar en ellas como unas posturas-fetiche para el autor, que las pudo emplear para dotar a las distintas obras de nuevos significados, o puede que esta recurrencia se debiese a  replantear problemas formales (en Balthus es frecuente encontrar distintas versiones de un mismo cuadro o tema). Lo cierto es que se trata de posturas que facilitan la percepción de esa geometría forzada y antinatural presente a lo largo de toda su carrera.

Por último, no hay que olvidar en este apartado el retrato (ver figura 5 y Anexo figura 17), que cultivó sobre todo en los años 30.  En general son figuras de aspecto seco, incluso monumental en algunos casos, y la mayoría de las veces representadas en un entorno austero, casi vacío, que no aporta ninguna información adicional sobre el personaje, como si hubiese reducido el concepto del retrato a su mínima expresión. Pero lo que quizás llame más la atención es la marcada rigidez de las figuras, en la que radica para mí la clave principal de su extrañeza. Puede resultar chocante observar que estos retratos distan mucho de ser la típica imagen aduladora del retratado, y sin embargo ese hieratismo lo que consigue precisamente es la inmortalización de la imagen, parecen más allá del espacio y el tiempo.

Y al final, ¿no es esa la función del retrato? Y sin embargo es posible pensar que en estas obras pueda subyacer una cierta rebelión por parte de Balthus en ese negarse a la adulación y a la vanidad inherentes al encargo de un retrato, en especial por parte de esa burguesía snob que no podía pasar sin ser representada por el artista del momento. Porque lo cierto es que Balthus realizó estos trabajos en su mayoría como un modo de asegurarse unos ingresos, y también parece que este tipo de obras son las menos personales de su trayectoria. Creo que a esta impersonalidad en la ejecución contribuyen de manera decisiva la concepción del retrato de cuerpo entero, en un entorno desnudo, iluminado con una luz cruda. Esta forma de retratar evidencia una distancia, un desapego absoluto frente al espectador que resulta no sólo extraña como retrato, sino que contrasta con su idea de la representación de los personajes en el resto de su obra. Si en ésta nos sentimos ajenos por el ensimismamiento de las figuras, los retratados parecen conscientes de su alteridad frente a nosotros, nos hacen sentir ajenos; y desde el punto de vista del autor casi se podría decir que hay un esfuerzo en remarcar que no hay absolutamente nada de él en el otro.

3 - ANTIACADEMICISMO

Puede resultar curioso que alguien para quien resultaban fundamentales el aprendizaje de los maestros del pasado y el respeto escrupuloso del oficio de pintar presentase en sus obras innumerables "errores" (eso que cualquiera calificaría como "mal hecho") respecto a elementos considerados básicos del buen hacer pictórico, de lo que se puede denominar académico. Efectivamente, si tomamos como referente la pintura de academia no se puede sino considerar a Balthus un antiacadémico, en especial porque esos supuestos errores (que por descontado nos producen extrañeza) son producto de una elaboración consciente y minuciosa. Y es que Balthus lo que buscaba era dotar de una forma específica y con una coherencia interna propia a aquello que quería transmitir, y que esa misma coherencia interna de la pintura tuviese un valor por sí misma.

Figura 6: La falena (1959)
No es sólo el carácter escenográfico y artificial de las escenas, ni la geometría y rigidez de las figuras de las que ya he hablado; también la desproporción de muchas de sus figuras humanas, la dureza austera de sus retratos, el diferente tratamiento plástico de elementos dentro del mismo cuadro, ciertas incoherencias de la luz y del espacio o incluso la falta de terminación de bastantes de sus obras (y no me refiero a los bocetos, por supuesto). Son tantos los rasgos de lo antiacadémico que prácticamente habría que poner como ejemplo toda su obra, así que les dejo que se entretengan repasando sus cuadros y jueguen a identificarlos de manera aislada. Tómenselo como un juego y como un ejercicio de la contemplación detenida que exige la apreciación del arte.

Seguramente a Ingres le habrían salido ampollas en los ojos tras contemplar a Balthus, y sin embargo me parece que es fácil percibir en casi cualquiera de sus cuadros una idea de acabamiento, de imposibilidad de encontrar fallas en la coherencia interna de las obras, de estar ante una realidad autónoma, extraña y ajena. O por decirlo de otro modo, esa exigencia de acabamiento definitivo que exige el academicismo, Balthus la ha logrado después de subvertir todos los rasgos formales de la pintura. Si todavía les parece que esto no es un misterio, háganmelo saber para dedicarme a otra cosa y dejar de perder el tiempo.

Figura 7: Cathy vistiéndose (1933)
Puede resultar tentador tratar de elucubrar el por qué de este rechazo consciente de las exigencias tradicionales de la academia, y hasta es posible que se pueda aventurar que el propio Balthus llegase a ser consciente de sus propias limitaciones y de la limitación que en sí misma significaba el seguir la vía tradicional del buen hacer pictórico, de ese "seguir la naturaleza" como juicio incuestionable de la calidad de la pintura. Creo que es interesante ver la evolución de su pintura en la década de los 30 para tratar de entender esta hipótesis.
Figura 8: La falda blanca (1937)
Figura 9: Thérèse soñando (1938)

Durante esa década, Balthus comienza pintando cuadros como La Calle (figura 1), Cathy vistiéndose (figura 6) o La lección de guitarra, que presentan muchas de las características "extrañas" que continuarán en su etapa de madurez (escenografía, geometrismo, rigidez...); otros rasgos, como la dureza y la monumentalidad de sus retratos de estos años, aunque desaparecen en su obra madura, evolucionan hacia el final de la década en un lenguaje visual más realista. Es el que se puede apreciar en La falda blanca (figura 8), La víctima o los tan polemizados retratos de Thérèse Blanchard (figura 9) -en cuanto sean capaces de dejar de mirar las bragas blancas de la niña, no sólo verán unos cuadros excelentes sino también, posiblemente, el sentido de lo que Balthus siempre dijo que quería reflejar con ellos; la perversión real está siempre en la mirada del espectador-.

En lo que respecta a la calidad pictórica, no cabe duda de que estos últimos cuadros son mejores que los de comienzos de los 30 (también son los menos extraños de toda la obra de Balthus), y mi hipótesis es que Balthus, pintor autodidacta, había ido depurando su técnica hasta un grado de dominio en el que más que reinterpretar a los clásicos estaba pintando como algunos de ellos hasta donde alcanzaba su capacidad -aunque era buen pintor, no era El Pintor definitivo; ese puesto le corresponde sólo a Velázquez-, se estaba convirtiendo en un pintor-de-los-de-toda-la-vida. Se trata de una deriva que no tenía demasiado sentido continuar por resultar un callejón sin salida. Posiblemente unido a circunstancias personales (movilizado y herido en la II Guerra Mundial), le llevaron a retomar de una forma más madura y depurada aquellos rasgos de sus cuadros de los primeros años 30. Ya domina el oficio, es el momento de recuperar el misterio para su pintura.

4 - LOS MAESTROS DEL PASADO

Figura 10: La resurrección de Cristo (copia de Piero della Francesca, 1926)
En Balthus también resultaría poco menos que interminable rastrear las huellas de los maestros del pasado que de un modo u otro, o en cada momento de su evolución, le fueron influyendo a lo largo de su trayectoria. Tampoco resulta fácil tratar de explicarlo porque estas influencias son muy variadas y pueden ir desde tomar algún rasgo concreto o detalle del cuadro hasta la imitación del estilo de otros pintores; algunos aspectos son más duraderos en el tiempo y otros son más puntuales, y por supuesto no es raro que se puedan rastrear distintas influencias en un mismo cuadro. Pero en general yo diría que Balthus supo incorporar las lecciones del pasado sin caer en el pastiche. Como ya indiqué más arriba, el verdadero objetivo era la reinterpretación de los maestros del pasado, y esa reinterpretación se traduce en la posibilidad de identificar más el espíritu de ciertas obras que los rasgos concretos de las mismas o el estilo del autor. ¿Resulta extraño? Creo que sí, o a mí me lo parece en la medida en que la identificación de esas huellas están perfectamente conjugadas con la creación de una obra completamente original.

Se puede decir que estas huellas del pasado son incluso anteriores a que Balthus fuese Balthus. En la figura 10 hay un ejemplo de lo que el autor consideraba fundamental para su aprendizaje: la copia. En este caso se trata de un fresco de Piero della Francesca, pintor al que admiraba por encima de todos y que posiblemente dejaría un rastro en su obra más duradero que el de cualquier otro. De Piero, un artista cuya pintura ya resulta bastante extraña en su tiempo y hoy día, tomó muchos rasgos formales (la perspectiva, la luz, la rígida ordenación del cuadro, el carácter escenográfico, la monumentalidad de las figuras...) para tratar de recrear el espíritu que respiran las obras del maestro italiano. El silencio, la gravedad, el sentido de lo eterno congelado en un momento. Se puede ver y sobre todo sentir a Piero a través de Balthus, de manera que constituye seguramente su influencia más decisiva. El qué y el cómo de lo que quería expresar.

Por supuesto, Piero della Francesca no es el único pintor que dejó huella en Balthus. Yo al menos veo (o quiero ver) rasgos o detalles de la plástica egipcia, de la oriental, de Giotto, Lucas Cranach, Caravaggio, Georges de La Tour, Courbet, Manet, Cezanne, Bonnard... Y seguramente me deje muchos. La diferencia con Piero es que mientras éste parece una constante que vertebra su trayectoria, los otros podrían ser influencias más o menos pasajeras, quizás motivadas por una emoción puntual en la contemplación de una obra, o una manera que pudiese adecuarse bien a lo que quería expresar... No hay indicaciones precisas por parte de Balthus. Se lo pueden plantear como un juego intelectual, porque el misterio está ahí expuesto ante sus ojos, para que ustedes traten de desentrañarlo como es su obligación en cuanto espectadores.

Y no va a ser fácil. Rastrear las influencias de otros maestros en la obra de Balthus requiere tener algo más que una base en historia de la pintura y haber acudido a dos o tres exposiciones. Tampoco es suficiente con que yo o cualquier crítico acreditado les cuenten esto o lo otro, es algo que el espectador tiene que resolver por sí mismo, en especial aquello que he querido señalar como "emulación del espíritu" de la obra y la apariencia de otros autores. Por ejemplo, cuando menciono a Georges de La Tour, no digo que Balthus haya tomado una figura para incorporarla a uno de sus cuadros; me refiero en concreto a un carácter escenográfico y a una apariencia ciertamente extraña que hace que algunas obras de uno y otro compartan (o yo lo veo así) ciertos rasgos comunes que no creo que se deban a una mera casualidad. Creo poco en la casualidad, y nada en absoluto si de lo que se trata es de un artista como Balthus que tenía un amor religioso por la pintura y por los viejos maestros.

No me puedo extender en explicar todas estas huellas del pasado (tendría material para llenar un libro, y hoy por hoy es algo que me viene muy grande), así que procuraré dejarles imágenes suficientes en el Anexo para que ustedes mismos se entretengan comparando y tratando de ver lo que les estoy diciendo. Lo que sí quiero remarcar es la coherencia entre el planteamiento de lo que debe ser la pintura según Balthus y su propia obra, y que ésta puede también ser entendida, entre otras varias dimensiones interpretativas que se superponen, como un cumplido homenaje a la historia de la pintura y al oficio de pintar.

Para ir terminando, quiero decir que las extrañezas de Balthus por su puesto que no acaban con lo que les he contado; aún se podrían mencionar muchos aspectos en su obra que resultan raras al contemplarlas. Pero considero que, o bien son elementos puntuales en una obra concreta, o bien son elementos cuyo análisis corresponde más al terreno de la interpretación del significado. He procurado centrarme en los aspectos visualmente extraños que más o menos están presentes en toda su trayectoria; y como dije, no voy a entrar en la interpretación de las obras. ¿Por qué? Principalmente porque esa es una función del espectador y del crítico-historiador del arte. Pero también porque la obra de Balthus tiene una carga de ambigüedad tan fuerte que haría aberrante tratar de dar un significado unívoco a sus cuadros.

En Cartas a un joven poeta, Rainer Maria Rilke decía que "Las obras de arte son soledades infinitas". La cita creo que justificaría el no aportar una interpretación, pero también serviría para describir el sentimiento de lo que se respira en la obra de Balthus; y soy consciente de que decir esto es no decir nada... Sin duda él nos cuenta algo, nos quiere mostrar algo; no una historia, no una anécdota, no un mensaje salvador y trascendente. O quizás en esa falta de historia, en la inconcreción de la falta de un relato, radica precisamente la universalidad de su pintura. Cada espectador tiene que dar forma inteligible para sí mismo de lo que ve, porque el autor no ofrece un dogma interpretativo. Esa es función del espectador y de su circunstancia personal, insisto, y seguramente por eso las interpretaciones sobre su obra son tan controvertidas y dispares; porque todo cabe, desde el vulgar (e hipócrita) moralismo hasta la espiritualidad trascendente de lo maravilloso que él defendía desde la plena consciencia de la controversia por él generada.

Él plantea un misterio, la resolución sólo la tienen ustedes. Es en ustedes donde está el misterio.




ANEXO



Figura 1


figura 2
figura 3
figura 4: Desnudo tumbado (1977)




















Figura 5: Rafael, El triunfo de Galatea (1510-1511)







 Figura 6: Giotto, Virgen con el Niño, detalle (h. 1320)

Figura 7: Gato en el espejo (1978)

Figura 8: Desnudo con pañuelo (1981 - 1982)

Figura 9: Lucas Cranach, Venus y Cupido (h. 1530)
Figura 10: La merienda (1940)

Figura 11: Caravaggio, Cesta con frutas (1596)
Figura 12: Georges de La Tour, El tahúr del as de diamntes (h. 1635)
Figura 13: La partida de naipes (1948 - 1950)
Figura 14: Courbet, Rocas en Mouthier (1855)

Figura 15: La Montaña (1937)
Figura 16: Manet, La cantante callejera (1862)

Figura 17: Retrato de mujer en traje azul (1935)
Figura 18: Taller de Zurbarán, Santa Justa (h. 1640?)

Figura 19: Bonnard, Desnudo en la bañera (1935)






















Figura 20: Joven preparándose para el baño (sábana azul) (1958)
























Figura 21: Japonesa con un espejo negro (1967)