E. Schiele: Autorretrato como San Sebastián (1914) |
Un Principio Moral se encontró con un Interés Material en un puente por el que sólo podía pasar uno de los dos.
-¡Agáchate, inmundicia –gritó el Principio Moral-, y deja que pase sobre ti!
El Interés Material le miró fijamente a los ojos sin decir una palabra.
-¡Ah! –dijo dudoso el Principio Moral-. Echémoslo a suertes y así sabremos quién ha de retirarse hasta que el otro haya pasado.
El Interés Material mantuvo su silencio impertérrito y la mirada fija.
-Para evitar el conflicto – prosiguió el Principio Moral, un tanto inquieto -, me agacharé yo mismo y dejaré que pases sobre mí.
El Interés Material encontró por fin una
lengua, que por extraña coincidencia resultó ser la suya. –No me pareces
muy buen soporte –dijo-. Mi manera de andar es un tanto especial. Mejor
será que te eches al agua.
Y eso fue lo que ocurrió.
Balthus: Thérèse Soñando (1938) |
No es el único caso; en 2018 Reino Unido y Alemania censuraron la publicidad -no la obra, ojo, el matiz es importante para comprender el absurdo de la moralina occidental- de exposiciones conmemorativas de Egon Schiele por considerar su obra "pornográfica". Recordemos que este autor fue encarcelado por corrupción de menores en base a algunas de sus obras que representaban niños desnudos, y que al menos una de sus pinturas fue quemada con deleite inquisitorial por el juez que le condenó.
Mucho se ha debatido sobre la necesidad o no de que el artista y su obra sean un modelo moral para la sociedad. Si lo reducimos todo a la abstracción de lo estrictamente moral, no creo que yo tenga nada nuevo que decir, pero creo que en este largo debate se han pasado por alto algunas consideraciones que aunque trascienden lo meramente artístico, sitúan al creador en el centro de la polémica, un papel que resulta delicado y rara vez deseado por el artista. No sé si el galerista puede decir lo mismo...
Lo primero que habría que valorar es la idoneidad de las artes plásticas como espejo de lo moral. En su momento (ver la entrada "¿Posibilidad de un arte socialista?") ya expliqué que no creía que las artes plásticas fuesen el vehículo idóneo para la propaganda política -al menos la directa-, por su en realidad bastante escasa difusión entre el público si se compara con las posibilidades de los medios audiovisuales o la prensa. Con la moral viene a suceder exactamente lo mismo y por las mismas causas. El otro factor principal por el que las artes plásticas no son el mejor medio para la propaganda es el discursivo, al que la imagen fija propia de este tipo de arte no se adecúa bien, salvo para ilustrar puntualmente algún asunto considerado importante; y la moral requiere mucho, pero mucho discurso.
Lo único que se podría alegar para que las artes plásticas fuesen el espejo de lo moral es su posición de prestigio respecto a otros medios de difusión, porque de algún modo lo que refleja un cuadro o una escultura (y mucho más cuando se exhibe en un espacio público preeminente) es un valor o serie de valores dominantes en un momento determinado de la Historia, y de este modo es como adquiere su dimensión propagandística. E insisto: momentos determinados; es decir, que la Historia del Arte también se puede ver como ilustración de los valores dominantes, y cambiantes, de las sociedades a lo largo del tiempo; y subrayo aunque sea evidente: siempre a remolque de la dominación de esos valores en ese momento y lugar concretos.
Aquí ya se puede enlazar con el papel del artista como ejecutor de la obra que refleja la moralidad del momento. Mientras fue el ejecutor del deseo de un cliente (o sea, casi siempre, hasta fechas bastante recientes) el artista nunca tuvo que responder más que ante ese cliente del modo en que había plasmado lo que se le encargaba. A nadie se le habría ocurrido pedir cuentas al artista de la moralidad de aquello que representaba, de los valores que se reflejaban en su obra. Si acaso del decoro en la representación, y siempre tuvo que pasar la censura previa de su patrón antes de que la obra llegase a un público que por lo general era poco numeroso y, por qué no decirlo, escasamente o nada influyente.
Caso diferente es cuando el artista pasa a ser "independiente", y ya se cuidaba él de no salirse demasiado de la norma imperante si quería seguir comiendo, cuando no dar con sus huesos en algún calabozo si la moralidad de su obra resultaba demasiado incómoda en su momento para un público pacato pero influyente (y bastante hipócrita, habría que añadir). Era un riesgo que corría (y corre) el artista cuando, como artífice, plasmaba lo que su propia moral como ser humano libre y pensante le impelía a realizar, aunque transgrediese la norma.
¿Significa esto que la misión del artista es la transgresión moral? Evidentemente, no. En paralelo con la idea de que en toda obra de arte hay una parte conceptual y una parte formal, en el artista también hay dos dimensiones: la del ser humano y la del artífice. Se puede decir que la parte conceptual obedece al ser humano y la parte formal al artífice. Puesto que esta cualidad de artífice es la que le diferencia como artista del resto de sus congéneres, es en la parte formal donde reside su verdadera misión, que no es otra que realizar una obra lo más excelentemente posible que le permita su capacidad. Luego si la justificación del arte no está en el contenido conceptual, y la moral pertenece al ámbito de lo conceptual, el artista (o más exactamente su obra) ni puede ni tiene por qué ser un referente moral, y el mero hecho de que la obra de arte pueda tener una dimensión pública no cambia las cosas.
Pero incluso cuando se trata de la dimensión conceptual de la obra de arte, el artista tampoco tiene la obligación de ser un referente de nada. Si acaso se le podría exigir que sea honesto en la presentación de lo que quiere decir -y evitar en lo posible lo gratuito de la provocación de la que tantos han abusado de manera innecesaria-, aunque a veces eso implique que el espectador se pueda tener que enfrentar a una verdad que le resulte incómoda.
La exigencia de la moralidad del artista viene precisamente de la dimensión pública que puede tener su obra, y de ahí nacen todos los equívocos que los moralistas parecen incapaces de ver. Primero, la que es verdaderamente pública es la obra, no el artista. Éste, en su ámbito personal, podrá ser del modo que sea en lo que respecta a su moralidad, que trascenderá en su obra o no dependiendo de si él quiere. Vaya, que un artista podría ser un pederasta -por cierto, que yo sepa es el único pecado que "justifica" la censura de la obra para los moralistas de hoy día- y pintar floreros como nadie; por lo visto no hay problema mientras no trascienda el hecho de la pederastia al ámbito de conocimiento público, en cuyo caso el florero pasaría a ser una abominación indeseable que habría que retirar de la vista de cualquier espectador. ¿Les suena absurdo? Pues es lo que están haciendo ahora mismo numerosas cadenas de radio con las canciones de Michael Jackson. Mutatis mutandis, creo que el caso es suficientemente ilustrativo de lo que quiero decir. La sociedad parece incapaz de concebir que el genio creativo es perfectamente compatible con el monstruo, y sin embargo se consuela creyendo que censurando la obra se conjura el delito.
La obra de arte debe tener autonomía propia y debe ser valorada en cuanto tal, incluso con independencia de su autor y sobre todo de su dimensión personal. La obra no va a ser mejor ni peor por la calidad moral del autor en cuanto que ser humano. Presentar obra y autor como un algo indisociable es lo que en realidad desvirtúa y a menudo distorsiona la percepción que se tiene de ambos. Pero el moralista contemporáneo aún puede alegar que qué pasa cuando es la obra la que resulta inmoral por su contenido. Según él, habría que retirarla de la vista pública, que es lo que se ha pretendido (y en algún caso conseguido) con ciertas obras de Balthus.
Personalmente me resulta sintomático de una sociedad bastante enferma. De ignorancia, de estupidez, de infantilismo y sobre todo de hipocresía. Es una sociedad que se niega a hacerse responsable de su propia conducta moral, en especial porque estamos hablando de adultos (no nos engañemos, los niños no se escandalizan) que YA deberían tener claros sus estándares morales y que no necesitan modelos educativos para ellos. Porque son ellos, escondiéndose cobardemente detrás de la "sociedad y sus necesidades" los que se escandalizan y quieren ser protegidos.
Balthus: Thérèse sobre una banqueta (1939) |
Para terminar de pintar el cuadro del moralista faltaría por preguntarle cuáles son los criterios en los que basa sus reacciones puristas y contra qué actitudes reprobables. He mencionado la pederastia porque es uno de los temas del momento (como si se hubiese descubierto su existencia ahora...), pero no hace mucho tiempo este perfil de moralista contemporáneo es el que se alzaba furibundo, por ejemplo, contra la cultura gay -que aunque sobrevalorada no deja de tener interés- hasta que fue contenido por lo políticamente correcto. Como la estupidez no deja de sorprenderme, aún no he perdido la esperanza de ver cómo alguien pide retirar de la vista pública el cuadro del martirio de una santa alegando incitación a la violencia de género...
F. Camilo: Santiago Matamoros (1649) |
Y al final, ¿en qué se beneficia la sociedad de estas grotescas actitudes moralistas? La pederastia no va a desaparecer por retirar un cuadro de un museo o exposición, y de paso nos llevamos por delante la posibilidad de contemplar y disfrutar de obras maravillosas. Y éste sería el mal menor si se compara con el daño que puede causar seguir esta deriva de moralismo totalitario... Andando el tiempo y con la implantación definitiva de todos los vicios de la democracia, bendita sea siempre, y de las nuevas tecnologías se ha conseguido que cualquier imbécil pueda erigirse en un nuevo Torquemada desde su posición de influencer, con la posiblidad de recoger firmas de fanáticos prosélitos y la pretensión de alcanzar lo que se proponen por la mera fuerza del número, lo que en sí muestra el comportamiento propio de la horda. Sigamos dejando que estos guardianes de lo moral se crezcan más todavía y veremos si resultan muy diferentes de los talibanes.
Pero no vayamos a creer que todo es negativo. Los volantazos que dan los moralistas generan casi siempre controversias, que se hable de lo que ellos no quieren que se hable, que lo "prohibido" vuelva a ser carnaza para el morboso de turno. Todo ello da publicidad y aumenta la cotización de la obra, por eso me preguntaba al principio si el galerista podía estar incómodo con tener obra en el centro de la polémica; y quien dice galerista también dice comisario o crítico de arte. Aquí hay pasta para todos. Porque la controversia, a veces promovida por las propias instituciones -y si no a ver por qué el Metropolitan de Nueva York presentó en su día una exposición titulada "Balthus: gatos y niñas"- genera expectativas, éstas a su vez generan dinero, y el dinero sí que es una verdadera e indiscutida autoridad moral. Es caro, es bueno. Andy Warhol se lo puede explicar mejor que yo.
Al final son los intereses materiales los que determinan el valor (de cambio), que no la calidad de la obra. Por eso insisto en que la obra debe tener su propia autonomía, hablar por sí misma y ser valorada como tal. Por lo visto la aguda visión y misión del moralista no alcanza a atisbar nada de todo esto, dando como resultado que su cruzada resulta contraproducente, y en todo caso incapaz de contrarrestar la raíz de todo el despropósito. Puestos a denunciar, donde habría que incidir es en la dinámica mercantil de la cultura, que como toda mala hierba es capaz de prosperar en cualquier estercolero.
El dinero es lo que explica que un creador se decante, en base a las veleidades del mercado, por una opción polémica que traiga publicidad a su obra, haciendo que la calidad de ésta pase a un segundo e irrelevante plano, porque el dinero es lo que está en la base de la creación del mito del artista como taumaturgo y del fetichismo que subyace en la incapacidad de separar personaje y obra por parte del público, y por tanto de valorar separadamente cada uno de ellos. Presentar obra y autor como un algo indisociable es lo que en realidad desvirtúa y a menudo distorsiona la percepción que se tiene de ambos. Ni Warhol va a ser mejor artista porque sea admirado el personaje (algo que nunca dejará de sorprenderme), ni el personaje será mejor valorado porque su obra sea buena (a decir de algunas gentes).
El caso de Warhol es paradigmático de esto que digo porque la promoción de su obra requería asociarla siempre a la figura de su autor; es el punto básico de su manual de estilo, que tantos réditos ha proporcionado. En casos más extremos, de los que los artistas plásticos parecen estar fuera, este fetichismo termina por degenerar en actitudes preocupantes desde el punto de vista de la salud mental, como las de miles de fans de Michael Jackson, volcados en criminalizar a las víctimas de sus abusos por mancillar la memoria del autor de sus temas favoritos y negando la veracidad de los hechos por los que fue juzgado (sin condena, dinero mediante).
Este fetichismo es hijo directo de la promoción mercantilista, y no cuestionarla termina por volverse en casos extremos en contra de las intenciones moralistas y dejando a sus voceros la quijotada de pretender acabar con gigantes cuando sólo están atacando un molino de viento. Incapaces de ver que su concepto de moral es muchos millones de dólares más débil y menos importante que la de mercaderes e intermediarios de la industria cultural, dirigen sus ataques al objetivo equivocado, resultando tan fatuos como molestos.
Para tanta sandez más valía la pena no haber hecho nada.