jueves, 26 de septiembre de 2019

Rembrandt, el inacabamiento y la honestidad



Retrato de familia, detalle (1668)







Los pintores son tramposos. En su caso no se trata de nada malo, todo lo contrario. Tradicionalmente el oficio de pintar siempre se ha considerado un método para la representación de la realidad del modo más fidedigno posible. Ya Plinio el Viejo recoge la anécdota ilustrativa de la disputa entre Zeuxis y Parrasio, en la que si el primero fue capaz de engañar a los pájaros que acudieron a comer las uvas por él pintadas, el segundo fue capaz de engañar a su oponente con la cortina pintada que supuestamente ocultaba su obra. La naturaleza siempre se ha considerado una especie de juez supremo para juzgar si una obra está correctamente realizada, no tanto como representación puramente realista (algo que se ha considerado vulgar e indicativo de falta de verdadero talento) sino como una emulación de esa realidad, desprovista de todo rasgo que atente contra el decoro que toda buena obra debe preservar.

Esta es más o menos la concepción clásica y académica, el eje alrededor del cual se mueven las distintas concepciones estéticas de lo que debe ser la pintura, entendida sólo como medio de representación, en cada periodo artístico. Pero ya se trate de una u otra concepción, todos los pintores han sabido que su oficio requiere de sus propias convenciones para ser correctamente realizado. Aunque se quiera representar una realidad dolorosamente verídica -más o menos visualmente idealizada-, todo pintor sabe que su oficio consiste en la creación de la realidad autónoma que es el cuadro, y esta realidad se materializa por medio de trampas; la habilidad para disimular esas trampas es lo que distingue al verdadero maestro, que de este modo hace que sea su obra la que hable por él. Por paradógico que parezca, hacer trampas es la única forma de ser honesto en pintura, del pintor con el espectador, con el oficio y con la propia pintura. Y Rembrandt fue uno de los pintores más honestos, si no el que más, de toda la Historia del Arte.

En este sentido, habría que indicar en primer lugar que aunque como artista y como hombre fue polifacético y cambiante, la gran constante de su trayectoria fue la investigación formal, el tratar de llegar siempre a los límites expresivos del medio que emplease -pese a que su actividad principal era la pintura, fue también muy prolífico tanto en dibujo como en grabado-, lo que quizás resulta más evidente en las obras que realizó para él mismo, en paralelo y a menudo en contraste con su obra pública; y llegados al caso, a pesar de su obra pública, de manera que su fidelidad a sí mismo y a su forma de entender el oficio está en la raíz de la pérdida del favor del público y de encargos que sufrió en los últimos años de su trayectoria.

Figura 1: Autorretrato (h. 1628)
Se puede tomar como ejemplo el autorretrato de la figura 1, realizado cuando apenas contaba 22 años, y en el que se aprecia ya la falta de sujeción a las convenciones del retrato. La importancia dada al juego de sombras, la iluminación de zonas marginales, el empleo del mango del pincel para rayar la pintura fresca y realzar el brillo de los cabellos alborotados... Todo ello nos muestra a un pintor que está preocupado por las posibilidades técnicas de la pintura y los problemas de la representación de la luz, aun a costa de un reconocimiento claro de los rasgos faciales como sería propio de un retrato. Y el hecho mismo de ser un autorretrato, nos muestra tanto un alto grado de autoconciencia como que se trata de una obra realizada para él mismo, no para ser vendida. Por descontado, Rembrandt no será tan osado cuando, no mucho después de esta obra, comience a realizar los retratos de encargo con los que deslumbró a sus coetáneos y sentó en gran medida la base de su prestigio (y su fortuna) como la gran figura de la pintura de los Países Bajos.

Figura 2: Lección de anatomía del doctor Nicolaes Tulp (1632)

Figura 3: El festín de Baltasar (1635)
Pero ya se trate de obras de investigación formal o para el público, Rembrandt es honesto en la medida en que está dando lo mejor de sí mismo y de su deslumbrante capacidad de recursos para la representación pictórica -y quiero remarcar lo de "representación" porque creo que en esta etapa de juventud y primera madurez, de fulgurante ascenso en lo social y en lo profesional, todavía concibe la pintura sólo como un medio para la representación y no como un fin en sí misma-. Es en torno a los años 30 del siglo XVII cuando Rembrandt hace el mayor despliegue de su virtuosismo en ese sentido convencional de saber representar como nadie no sólo el juego de luces y sombras o la representación espacial, sino también todo tipo de texturas de materiales (tejidos, metales, cabellos...), gestos, expresiones... Todo ello orquestado de forma que puede ofrecer un sentido de dramatismo y teatralidad escénica condensados en el momento álgido de lo narrado en cada escena, ya sea ilustrativa de la vida de su tiempo, como en La lección de anatomía del profesor Tulp (figura 2) o la ilustración de algún pasaje bíblico como la de El festín de Baltasar (figura 3). Rembrandt marca una diferencia abismal respecto a otros pintores del momento. Su talento y sus innovaciones técnicas y conceptuales están en la línea y en buena medida modelan lo que su público burgués demanda y paga espléndidamente. En lo social y económico está en la vía rápida de alcanzar el mismo estatus que su envidiado Rubens; y en cuanto que medio de representación, su pintura no puede ofrecer más de lo que ya ofrece. Apenas cuenta 30 años y es el mayor virtuoso reconocido de su tiempo en su país. ¿Qué pudo suceder para que no mucho después su suerte iniciase una espiral descendente que le llevase a la más absoluta pobreza, a perder el favor del reconocimiento social y a legarnos muchas de las mejores y más conmovedoras obras de la historia de la pintura?

Documentalmente no hay posibilidad de dar una explicación al cambio progresivo en la pintura de Rembrandt a partir de mediados de los 1640's. Se conocen desgracias familiares, una situación económica crecientemente angustiosa y cierto cambio en las preferencias de la clientela con respecto a la forma de pintar. Todos ellos son factores que le debieron afectar, y se puede imaginar que su desgracia personal (la muerte de su primera mujer, Saskia, y de varios de sus hijos) quizás le dirigiese a centrarse en temas más fundamentales y a apartarse de cierta vanidad que se percibe hasta entonces en su manera de pintar, aunque ello implicase perder el tren de las modas (enfermedad social que ya existía entonces), pese a que capacidad tenía para haberse adaptado a los nuevos gustos si su ética artística hubiese sido más laxa y/o su afán de lucro más acuciante.

Pero si nos atenemos a la observación de las obras, lo que se ve en las de encargo continúa con el mismo estilo y forma, pero progresivamente influenciados por la evolución -mucho más evidente- de las pinturas que hacía para él mismo.

Figura 4: La ronda de noche (1642)

Figura 5: La ronda de noche, detalle (1642)
En su gran obra de encargo de estas fechas, La Ronda de Noche, ya se aprecia el giro que estaba tomando su pintura hacia un cierto inacabamiento de lo representado –con algún detalle de simple esbozo, como el del perro de la figura 5- que no se explica sólo por un sentido de la distancia que debía guardar el espectador para la óptima observación de la obra. Por su puesto, este inacabamiento resulta más fácilmente observable en las figuras “secundarias” que en los dos principales protagonistas. Pero es un rasgo que marca una distancia con respecto a su pintura de diez años atrás (compárese con El Festín de Baltasar), cuando toda la superficie del cuadro recibe el mismo exquisito y cuidado tratamiento. Es como si Rembrandt estableciese una especie de jerarquía en el acabamiento de los distintos elementos o personajes de sus obras, siendo más cuidadoso con lo que considera fundamental, y más “descuidado” en los detalles o figuras secundarias. Y sin embargo su evolución general irá hacia ese aparente descuido y falta de acabado convencional(*), pero que hace que la imagen gane fuerza expresiva y que la propia pintura vaya cobrando mayor protagonismo y valor.
Figura 6: Mujer en el lecho (1645)

Figura 7: Tito en su pupitre (1655)

Figura 8: Jan Six (1654)
Pero es en las obras que realiza para sí mismo en las que, al saberse libre de toda concesión obligada a la clientela, la progresión de su pintura es mucho más acentuada, tanto en la manera en que aborda los temas como en la forma de representarlos. Con independencia de la posible interpretación de sus imágenes en clave religiosa o de historia, Rembrandt se ha vuelto más íntimo y esencial, como atestiguan los retratos de Hendrickje (figura 6), o posteriormente los de su hijo Tito (figura 7) o su amigo Jan Six (figura 8). La teatralidad y los elementos de lujo superficial van desapareciendo, así como los rasgos de virtuoso convencional, en beneficio de una pincelada cada vez más ancha, pastosa y expresiva; pero que no descuida en absoluto la precisión de las formas, la expresividad del gesto, la armonía del color y sobre todo la luz, cuyo efectismo dramático está al servicio de una sencillez e intimidad desconocidas hasta entonces en la historia del arte y raramente igualadas con posterioridad (quizás sólo Toulouse-Lautrec alcanzó una atmósfera tan personal e intensa). En definitiva, lo conceptual y lo formal alcanzan una nueva armonía expresiva que trasciende lo meramente representativo para ofrecernos una verdad que no puede sino emocionar hasta las últimas fibras de un espectador mínimamente sensible.

Y sin embargo, resulta evidente atendiendo a la caída progresiva de encargos que recibe a partir de mediados de la década de 1640, que hay una divergencia entre el gusto del público y la concepción de la pintura de Rembrandt, que lejos de ceder a las pretensiones del gusto burgués sobre cómo le gusta verse y ver el mundo, continúa obstinadamente por la vía que él considera honesta con su concepción de la pintura. La pompa, circunspección y pretenciosidad del nuevo gusto burgués son conscientemente ignorados por Rembrandt. En lo personal ha cambiado, y con él su pintura.

Aún se puede ir más lejos en la apreciación de la pintura de Rembrandt -y lo mismo vale para el dibujo y el grabado-. Al menos para un espectador contemporáneo parece claro que la forma de pintar del Rembrandt último da valor a la pintura misma, y lo hace en la medida en que trasciende la cualidad de medio de representación, jerarquiza los distintos elementos de la obra y descuida el acabado, en especial de aspectos en principio secundarios.
Figura 9: Autorretrato como San Pablo (1661)

Figura 10: Autorretrato como San Pablo, detalle (1661)
Si se toma como ejemplo su autorretrato como San Pablo (figura 9), de 1661, está claro que el interés primordial está en su propio rostro, mucho más elaborado que el resto del cuerpo o el fondo de la obra, hasta el punto de que ofrecen cierta confusión derivada de la aparente falta de definición y acabado en el sentido convencional. Según los cánones tradicionales no son superficies correctamente trabajadas para que resulten bien representadas; en detalle (figura 10) son meramente borrones de pintura, y sin embargo en ese aparente descuido e inacabamiento radica no sólo la verdad del cuadro sino toda la potencia expresiva de la propia pintura, que de este modo queda valorada en sus aspectos cromáticos, tonales e incluso rítmicos. El Rembrandt de 30 años atrás habría cuidado exquisitamente el acabado de cada centímetro cuadrado de tela; el Rembrandt de ahora se sabe capaz de definir con cuatro trazos magistralmente ejecutados las formas y los volúmenes de su propia mano (o la camisa blanca de Mujer bañándose; ver Anexo, figuras 17 y 18), sin necesidad de insistir ni retocar, haciendo evidentes y palpables la mancha y el trazo, consciente de que es de este modo como la imagen gana fuerza expresiva. El inacabamiento da valor autónomo a la pintura en sí y a la imagen, dejando a Rembrandt a un sólo paso de la formulación que la abstracción haría 250 años más tarde, pero demostrando que el discurso pictórico es independiente de debates estériles sobre figuración o no. Sólo existe la buena o mala pintura, y es sólo ella la que determina a la postre el valor artístico de la obra.

Figura 11: Hendrickje durmiendo (h. 1655)
Más o menos lo mismo podría decirse del dibujo, con el que Rembrandt siempre supo condensar en el menor número de trazos las formas y el movimiento de la figura, aunque ya en su madurez es capaz de realizar dibujos como el de Hendrickje durmiendo, de 1655, con el que además alcanza a representar en una sola pasada de pincel forma, volumen y sombra; pero también es el propio trazo tomado de manera autónoma –en los términos de carga de tinta, velocidad de la pincelada y ritmo- el que define a la perfección la atmósfera de tranquila intimidad y ternura que convienen al tema representado. Y por tanto es el propio trazo el que cobra un valor sustancial.

Figura 12: Las tres cruces (1653)
Quizás en el grabado se pueda ver mejor una evolución similar a la de la pintura. El mismo afán de experimentación como constante, tanto en la búsqueda de expresividad como en la potenciación de la técnica más conveniente a la representación. Y tanto técnica como trazo primero al servicio de la representación (técnica como medio para) y luego en su madurez cobrando un valor propio. Está claro en obras como Las tres cruces que el empleo de la punta seca para potenciar los oscuros –ya casi manchas- como la fuerza casi violenta de los trazos rectos son fundamentales para provocar la conmoción del alma ante el dolor desgarrador –como desgarrada parece la propia plancha- de lo que se nos presenta en la escena. De nuevo la forma, la técnica y el medio son la clave expresiva de la imagen, y de nuevo Rembrandt se ha adelantado a su tiempo, alcanzando unas cotas de expresividad y valor formal que exprimen todas las posibilidades del grabado.

Lo que era una tendencia incipiente en la década de los cuarenta, se convierte en los últimos años de su vida en una realidad mucho más evidente. La manera en que aborda los temas y concibe las imágenes no puede ser más clara y sencilla, y constituye la principal clave de esa sensación de frescura, espontaneidad y viveza que destilan los cuadros. No queda el más mínimo resto de complejidad compositiva, abigarramiento de elementos, de lujo o de exotismo gratuitos; tampoco de bullicio ni aspavientos dramáticos. Todo se ha vuelto esencial, sosegado y silencioso, y sin embargo la fuerza expresiva que desprenden las imágenes es mucho más potente. O más bien, precisamente por eso.

Al abandonar todo elemento de distracción y de retórica la pintura cobra mucho más protagonismo, pero en absoluto se convierte en un elemento de deleite sensual o de exhibicionismo virtuoso. Y sin embargo es casi imposible encontrar un repertorio de recursos pictóricos más completo. Prácticamente todos sus óleos vienen a ser un tratado de todo lo que se puede aprender en pintura, y de este modo es posible ver las obras como lo que también son y Rembrandt seguramente sabía: pintura pura.

Pero la comprensión de esto que a nosotros nos puede resultar claro después de haber pasado por toda la historia posterior de la pintura, en la década de 1660 estaba al alcance de muy pocos, y casi con total seguridad sólo a un nivel de intuición imposible de formular. Y esto también está en la base de la pérdida de favor de público y clientes que padeció Rembrandt al final de sus días. Aunque hoy nos pueda resultar incomprensible, por ejemplo, que La Conjura de los Bátavos fuese rechazada (y nos duela que Rembrandt se viese forzado a recortarla para tratar de sacarle algún provecho económico), lo cierto es que no se puede esperar que la mayoría de sus contemporáneos fuese capaz de apreciar como lo hacemos hoy lo que se les presentaba a los ojos y a la razón. No es una mera cuestión de gusto de entonces, sino también de comprensión, porque esta pintura de Rembrandt estaba ya siglos por delante de su tiempo.
 

Figura 13: La conjura de los bátavos (1661-1662)
Basta con un simple vistazo para darse cuenta de que la obra parece inconclusa, con todas esas grandes manchas, gruesas pinceladas, aquí y allá restos de dibujo apenas disimulado que dan una apariencia de tosquedad, de falta de refinamiento en la representación. Vista en detalle esa impresión aumenta, como si Rembrandt lo hubiese pintado con desinterés, como un mero esbozo resuelto precipitadamente con unos cuantos brochazos.

Figura 14: La conjura de los bátavos, detalle (1661-1662)
Sin embargo la fuerza que emana de esas figuras, de esos rostros repulsivos en su deformidad es enorme; y lo es en gran medida por su falta de acabamiento y por haber desterrado cualquier atisbo de belleza que permita alguna forma de deleite sensual. Lo que hay es una expresividad pura que no obedece a ninguna de las convenciones que la pintura había utilizado hasta entonces. Es de la propia pintura de donde brota la fuerza de la obra. Rembrandt lo sabía. La prueba de su convencimiento está precisamente en que La Conjura de los Bátavos fue concebida como una obra pública; y la prueba de que su idea de lo que debía ser la pintura se adelantó a su época es que fue rechazada. Sólo Goya, antes del siglo XX, presentará una concepción de la pintura similar a la de Rembrandt.

Y La Conjura de los Bátavos es sólo un ejemplo. Prácticamente todos los óleos que realizó en la última década de su vida presentan en mayor o menor grado el creciente protagonismo de la pintura como medio expresivo en sí, ya sea en los cuadros que pintó para él o encargos públicos o privados. Los síndicos de los pañeros, Homero dictando sus versos, La novia judía, Retrato de familia, El regreso del hijo pródigo, Simeón en el templo… (ver Anexo) Son todas obras en las que el inacabamiento y la falta de sentido convencional de la representación potencian la apreciación de la propia pintura de una manera autónoma.

Figura 15: La novia judía (detalle)

Figura 16: Retrato de familia (detalle)
Ya sea al contemplar la obra en su conjunto o en la apreciación de sus detalles, no se le puede escapar a cualquier espectador el hecho de que toda convención de la representación pictórica en el Rembrandt último ha desparecido por completo. Las formas pierden la relevancia de su realidad visual en la misma medida en que Rembrandt muestra de manera explícita los recursos de la pintura. A veces son pinceladas tenues que parecen desmaterializar el modelado y las texturas. Otras, son trazos veloces y potentes que parecen definir un movimiento. Aquí deja grandes manchas indefinibles fuera del conjunto, mientras en otras zonas insiste en un trabajo de impasto o espátula, a menudo para detalles a priori secundarios (como esa maravilla de textura de la manga amarilla en La Novia Judía, o la de la madre del Retrato de Familia; figuras 15 y 16). La exhibición de recursos es abrumadora, y al hacerla explícita, aun a costa del cuidado de lo representado, parece claro que en realidad lo que está representando Rembrandt es la propia pintura.

Se diría que es consciente, tras haber sobrevivido a toda adversidad personal y profesional, de que ya sólo se debe a la pintura. Es lo único que le queda, y le será fiel hasta su último hálito de vida.
¿Es posible encontrar en un pintor un grado mayor de honestidad?



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(*) Por "acabado convencional" me refiero al modo en que acababa los cuadros Vermeer, por poner un ejemplo de los más logrados.




ANEXO


Figura 17: Mujer bañándose (1654)

Figura 18: Mujer bañándose, detalle (1654)


Figura 19: Homero dictando sus versos (1663)

Figura 20: La novia judía (h. 1666)

Figura 21: Los síndicos de los pañeros (1662)

Figura 22: Retrato de familia (1668)

Figura 23: Simeón en el templo (1669)

Figura 24: El regreso del hijo pródigo (1668)



Figura 25: Autorretrato como Zeuxis (h. 1662)