sábado, 23 de julio de 2016

Toulouse-Lautrec y la imagen de la mujer




John Berger: Modos de ver, capítulo 2 (*)



La idea principal en el documental de John Berger es la de la imagen de la mujer dentro de un código ideológico patriarcal, y por tanto profundamente masculino, que salvo raras excepciones ha dominado la forma de la representación de la mujer hasta aproximadamente la aparición de Manet, cuando se empieza a dar un giro en esa imagen realizada hasta entonces.

Un factor añadido que convendría subrayar es que las representaciones de las que habla Berger fueron realizadas mayoritariamente a lo largo de un periodo de tiempo durante el cual la dimensión pública del arte apenas existía más allá de los cuadros de altar, las estatuas y monumentos públicos y ocasionalmente el arte efímero con motivo de algún tipo de celebración. En todos estos casos, cuando aparece la representación de una  mujer como protagonista de una obra de arte, está desprovista de su dimensión genuinamente femenina, encarnando un ideal de virtud principalmente religiosa (o la forma de virtud religiosa reservada a la mujer) y en contadas ocasiones también cívica. En otras palabras, son las cualidades de la santa o de la heroína lo que se representa y exalta por encima de la cualidad femenina. Es más, cuando la representación de la mujer no es la de la santa o la heroína, sus cualidades son negativas: la estúpida soberbia de Eva o la encarnación de la tentación que han de superar el abnegado santo y el varón virtuoso, y ante la que sucumbe el débil mortal guiado por sus torpes instintos.

Pero junto al arte público también existía un arte privado destinado a satisfacer el placer estético de las élites dominantes que constituían la otra parte principal, junto con la Iglesia, de la clientela de artistas. En estas imágenes privadas (semipúblicas en el mejor de los casos, y en toda circunstancia sólo al alcance contemplativo de los poderosos) se repite y amplifica el código de valores patriarcal –digo “patriarcal” y no “machista” porque entiendo que en este tipo de representaciones hay otros aspectos vinculados al orden social patriarcal que los meramente de género-. Es en este ámbito privado donde se desarrolla la tradición del desnudo, en el que la mujer queda mayoritariamente reducida a la condición de un cuerpo-objeto, una posesión de plena disponibilidad, un ser evaluado y autoevaluado para cumplir las exigencias que de él se espera para satisfacción del espectador, oculta su realidad en la sutil trampa que representa una desnudez convertida ahora en un disfraz carente de misterio.

La difusión de esta visión de la mujer es, no obstante, escasa, pero su importancia radica en esa especie de marchamo de legitimidad que el arte concede a toda ideología que contiene, que no es otra que la de la clase dominante, y por tanto un contenido extra-artístico. Esa misma difusión reducida explica las limitaciones del arte como vehículo de cambio de mentalidades, y sin embargo sería del propio arte de donde vendría una renovada visión sobre la mujer; aunque para ser justos hay que reconocer que el cambio se debe a una nueva visión estética más que a un posicionamiento ideológico por parte de los artistas.

El interés creciente de los artistas por la representación veraz de la realidad desde mediados del siglo XIX (lo que no implica, salvo excepciones contadas, una militancia ideológica de contenido social) les llevaría a prescindir de todas las convenciones sobre temas y modos de representación que imperaban en el arte desde el Renacimiento. El artista cobra una gran autonomía, ya no se debe a los encargos de las élites e instituciones de poder, que son las que en mayor medida contribuyen a perpetuar la visión tradicional en cuanto a formas y contenidos, tradición que en todo caso pervivirá en el circuito academicista de los Salones oficiales.

El arte ya no es patrimonio exclusivo de los poderosos y su visión del mundo y de sí mismos. El Impresionismo representa un renovado impulso a la visión realista en la pintura, y aunque en origen es fundamentalmente formal, de una manera coherente hace extensivo ese realismo a los temas de la pintura, que se ocupa de forma creciente de escenas y personajes populares. Las tabernas y salas de baile, los espacios de recreo, la vida de la calle con todo el variado paisaje humano que lo puebla se convierte en tema común (que no exclusivo) de la pintura. Al mismo tiempo, e igualmente coherente con esa visión realista, se produce un progresivo distanciamiento de posiciones moralizantes por parte de los artistas. No se trata de si toman o no partido, o de si se puede extraer alguna forma de contenido social de las obras, sino de representar la realidad tal cual es, sin manipulación alguna tanto en lo formal como en cuanto contenidos. Eso ya queda a criterio del espectador.

En línea con esta visión estética, la imagen de la mujer en el arte experimenta un cambio radical. La camarera, la fámula, la costurera, la bailarina, la prostituta… Todos los perfiles populares de mujeres cobran protagonismo como parte intrínseca de la sociedad, su dinámica y su paisaje; ya no es exclusivamente esa dicotomía entre la santa y la puta en que se había convertido la mujer en la representación tradicional del arte. Y probablemente, quien llevaría más lejos que nadie en su tiempo esta nueva visión de la mujer sería Henri de Tolouse-Lautrec, en especial en los numerosos cuadros y bocetos que realizó sobre las prostitutas y la vida en el burdel.

Lautrec fue ante todo un retratista, tanto de personajes como de los ambientes de su época y muy particularmente de la vida de Montmartre, escenario principal de sus continuas correrías nocturnas por salas de fiesta, tabernas y prostíbulos. Aunque en su obra aparecen tanto hombres como mujeres, se puede apreciar la especial fascinación que siente por estas últimas; comenzando por su madre y terminando con las prostitutas con las que llegaba a convivir a temporadas en los burdeles, Lautrec plasma en su obra a las mujeres de prácticamente todo el espectro social de su tiempo.


H. de Toulouse-Lautrec: Mujer pelirroja sentada en el jardín de
 Monsieur Forest (Carmen Gaudin), (1889)
En su manera de pintar no hace ningún tipo de distinción en el tratamiento que pueda dar a una aristócrata como su propia madre o a una humilde lavandera como la pelirroja Carmen Gaudin, lo que es un reflejo de su propia actitud vital de desprecio por la pompa y la convención social clasista. Y no es que Lautrec fuese una especie de apólogo del igualitarismo, sino que simplemente no le interesaba en absoluto la distinción social, aunque es posible que tal actitud fuese un lujo que él se podía consentir por pertenecer a una de las más rancias familias nobles de Francia, algo de lo que era muy consciente llegado el caso para mofarse del esnobismo burgués o referirse a ciertas dinastías nobiliarias como “criadores de cerdos”.

El interés de Lautrec era otro, la vida en su más amplio sentido, libre por completo de las rigideces sociales, el desenfreno y la diversión del que él mismo era un consumidor insaciable en compañía de los más variados amigos y personajes de la crápula, sin distinciones; el ambiente en definitiva que encontraba en los locales de esparcimiento de Montmartre que incansablemente plasmaba entre juerga y juerga. Y es que su dimensión de retratista estaba indisociablemente ligada a la representación del ambiente; la individualización de los caracteres más diversos se da sobre todo en cuanto que son protagonistas o comparsas de esa vida bulliciosa, el interés no es tanto la captación fidedigna de los rasgos del representado como reflejarles como parte de ese tumulto festivo y vital al que toma el pulso de manera magistral. Lautrec retrata ese mundo, y a sus protagonistas en cuanto que son parte de ese mundo.

Lautrec se acerca al ambiente de las clases populares en la misma medida en que se aparta del ambiente de burgueses y aristócratas, y su obra responde consecuentemente a esta condición; ni le interesa ni se ocupa de la imagen circunspecta y prefabricada del gusto de las clases poderosas. Su actitud personal de proximidad al tipo común es la que le lleva a interesarse por su realidad y reflejarla en su obra, y dada su evidente fascinación por las mujeres, serán éstas a las que dedique una especial y más completa atención, llegando a conseguir reflejar su realidad íntima con un nivel de veracidad y comprensión desconocido hasta entonces.

H. de Toulouse-Lautrec: La madre del artista desayunando
en el palacio de Malromé (h. 1881-1883)
El afán de veracidad es el que lleva a Lautrec a apartarse de la imagen estereotipada del retrato de aparato. Para él debía de resultar cuando menos chocante el contraste entre, por ejemplo, las imágenes “oficiales” de su madre y la que él tenía de ella en su realidad cotidiana. Para él la realidad de su madre se acercaba más a esa imagen que nos la presenta en la actitud casi vulgar –y desde luego nada digna- de tomar un café por la mañana con las ropas de andar por casa, o descansando relajadamente en un jardín; nada haría pensar que estamos frente a una de las más prominentes aristócratas francesas, y sin embargo su realidad está efectivamente más cerca de esta imagen que de la que pueden reflejar sus retratos fotográficos.

Lautrec siempre intentará reflejar esa dimensión cotidiana en los personajes de sus cuadros, sobre todo de aquellos con los que llega a tener un trato más íntimo, y muy especialmente de las mujeres que conoce y aprecia. En este sentido vale la pena considerar el contraste que se puede apreciar entre las representaciones de Jane Avril actuando y la caracterización que de ella hace fuera del escenario, en la calle, con una actitud de solitaria reserva, discreta e introspectiva; no es fácil imaginar que sea la misma mujer que baila desenfrenadamente agitando una de sus piernas levantadas para deleite de público y admiradores.

H. de Toulouse-Lautrec: Jane Avril
bailando (1892)
H. de Toulouse-Lautrec: Jane Avril saliendo del
Moulin Rouge (1893)




Sospecho que Lautrec debía ser muy consciente de este tipo de contrastes entre la imagen pública del personaje y su realidad cotidiana, al menos tal como él la percibía, y es hacia la representación de esta realidad donde a menudo vuelca su esfuerzo. Los casos de su madre o de Jane Avril creo que están en esta línea, pero donde entiendo que va más lejos es en la imagen que nos dejó de las prostitutas y de la vida del burdel. Aquí, y enlazando un poco con el contenido del documental de John Berger, es donde podemos observar mejor la profunda diferencia que hay entre aquella imagen tradicional de la mujer en el arte y la que ahora nos ofrece Lautrec.

De cuando en cuando, Lautrec decidía apartarse una temporada de su dinámica cotidiana y buscaba refugio en los burdeles, donde sabía que era bien recibido tanto por los propietarios como por las prostitutas, a las que conoce y con las que llega a intimar de un modo mucho más significativo que la ocasional relación prostituta-cliente. Comparte la vida de las chicas como un residente más, las trata con naturalidad y cariño, y ellas le corresponden del mismo modo, sin importarles su aspecto y posición social; hay en definitiva un vínculo humano entre ellas y él que tiene su traslación en las obras que realiza durante estas estancias.

Desde esta posición que se podría decir de observador privilegiado, Lautrec refleja las distintas estampas de la cotidianidad de la vida dentro del burdel, tanto de la parte privada e íntima como de la profesional, aunque significativamente jamás realizará una imagen de sexo comprado, como tampoco representa a ningún cliente, lo que refuerza la idea de que el interés del pintor va más allá de la imagen pública de las prostitutas para centrarse sobre todo en su dimensión personal –lo que de manera similar sucede con los retratos de su madre o de Jane Avril-; intenta captar, en definitiva, la propia vida de las chicas dentro del burdel, evidenciando el contraste con su papel fingido estrictamente profesional.

 Lo que finalmente consigue Lautrec es ofrecernos el retrato más completo y fiel que ha dado el arte del ejercicio de la prostitución en todas sus dimensiones, salvo la parte carnal de su oficio; nos ofrece lo que no se ve: su realidad. En un correlato con todo lo que nos cuenta John Berger sobre la imagen convencional de la mujer en el arte, se diría que la obra de Lautrec consigue sacarle todas las vergüenzas a la tradición y en especial a la hipócrita ideología patriarcal que le dio forma.

Creo que no podría haber un ejemplo mejor que la imagen de una prostituta para analizar la idea de la mujer como alguien permanentemente bajo la mirada escrutadora, evaluadora y autoevaluadora; como ese “objeto” de deseo a plena disposición del observador; ese “ser visto” más que ser “uno mismo”. Nadie está más expuesto en este sentido que una prostituta, pero veamos cómo se refleja esta condición a los ojos de Lautrec.

H. de Toulouse-Lautrec: En el salón de la Rue des Moulins (h. 1894)
Podemos tomar el cuadro del Salón de la Rue del Moulins como una especie de centro alrededor del cual orbitan el resto de imágenes sobre la vida en el burdel. Esta obra, dejando aparte los estudios y bocetos para realizarla, representa la parte profesional de la prostitución (además del servicio sexual como tal, que como ya he dicho, Lautrec nunca pintó); la recreación del escenario, puesto que es el escenario para una representación, dispuesto para estimular el apetito del cliente; la mujer expuesta a la mirada, la evaluación, el juicio, el deseo y la disposición libre del varón. Lautrec nos presenta una imagen cuyo motivo, la espera en el salón del prostíbulo, lleva implícito todo aquello que nos expone Berger como presente, de forma más o menos velada, en la imagen convencional de la mujer en la pintura occidental. Tanto por el tema como por esa forma objetiva de espectador imparcial propia de Lautrec, se nos hace evidente que la tradición del arte en Occidente ha representado a la mujer sustancialmente como una ramera. Y a partir de aquí, cada cual que saque sus propias conclusiones respecto a la ideología que dio forma a este arte.

Pero tenemos que ver el Salón de la Rue del Moulins junto con el resto de las imágenes relativas al burdel para hacernos una idea cabal de la diferencia que significa el modo de ver de Lautrec. La mayoría de estas otras imágenes representan estampas de la parte no pública del burdel y de las prostitutas, y es en ellas donde se hace más palpable que hay mucho más aparte de la carne consumible a precio tasado. Como apreciación personal, quiero ver en las dos únicas figuras que miran hacia la posición del espectador, la “madame” al fondo y la prostituta en segundo plano (la única que no muestra en forma alguna sus encantos), una especie de invitación a contemplar esa otra realidad mucho más verídica que no se ve. La prostituta nos diría que hay algo más que su carne, y la “madame” representaría la encarnación de la vida completa del burdel y sus protagonistas, tanto la pública como la privada y oculta, puesto que las prostitutas eran residentes en los prostíbulos donde realizaban su trabajo.


E.Degas: La bañista (1885)
Lo que nos encontramos es una colección de imágenes que ilustran la cotidianidad de la vida dentro del burdel las 24 horas del día, convertida en una especie de rutina en la que no se oculta nada, pero tampoco se manipula la escena ni lo que sucede. La mirada de Lautrec es completamente limpia y objetiva; se diría que carece de la afectación de la pose de la modelo –“la modelo es siempre una muñeca disecada, pero ellas están vivas”, citando al propio pintor-, y con ello elude precisamente el presentar a la mujer como un ser permanentemente bajo observación. Menos todavía, pese a lo fácilmente que se prestaría la temática, es la mirada del voyeur que a menudo percibimos de una forma difícil de explicar en algunos de los cuadros de Degas. Y no es que las imágenes de Lautrec carezcan de sensualidad, e incluso de sexualidad, pero posiblemente sean las actitudes de las mujeres que él refleja las que de algún modo dejan completamente al margen al hipotético observador, que sería ignorado de una forma absoluta, inexistente, ajeno a ese mundo aparte que es la privacidad de la vida en el prostíbulo.

Las prostitutas se nos presentan en su realidad de mujeres de las más variadas formas: durmiendo con ese abandono que deja a la vista la parte inferior del cuerpo y la ropa de cama retirada, como sucede a resultas de un calor que casi sentimos; despertando junto a la compañera, todavía en esos momentos de pereza e intimidad compartida antes de dejar la cama; tomando un descanso antes de comenzar el trabajo; matando el tedio de la espera con los naipes; la revisión del ginecólogo; el lavandero del burdel… (ver anexo 1)

Un aspecto notable de la vida privada del burdel son las relaciones lésbicas que tenían las prostitutas entre sí (ver anexo 2), y que representa posiblemente el mayor contraste entre el papel público de la prostituta y su realidad íntima como mujer. Lautrec parece que siente una especial fascinación por las lesbianas, a las que con frecuencia veía en las salas de Montmartre ligando y seduciéndose entre ellas en un ambiente donde estas relaciones, absolutamente escandalosas para la sociedad bienpensante, se vivían con mucha mayor normalidad fruto de esa falta de rigideces morales que se daba en los locales de arrabal.

Observa el lesbianismo con especial curiosidad, pero sin realizar jamás una representación que hoy pudiésemos considerar obscena como lo fueron en su tiempo. Muy al contrario, Lautrec, sin eludir la imagen del acto sexual entre mujeres (algo por lo que voyeurs de ambos sexos pagaban por contemplar en los burdeles), se centra más en la dimensión afectiva, el cariño y la ternura que se profesan dos mujeres que se aman; de forma que las suyas son imágenes que resultan absolutamente verídicas en su humanidad, en el polo opuesto del carácter morboso y pervertido propio del mirón. Y en ese afán de realidad profunda e íntima que Lautrec representó mejor que nadie es donde reside posiblemente lo conmovedor de estas escenas. Entendemos ahora ese contraste entre lo “sucio” fuera y lo “puro” dentro.

H. de Toulouse-Lautrec: El lavandero del burdel (1894)
Ahondando más aún en esta idea, nos podemos detener brevemente en el cuadro de El lavandero del burdel, el único donde aparece un personaje ajeno al burdel. La mirada del hombre, dirigida claramente a la entrepierna de la prostituta que atiende el pedido, no oculta una lascivia apenas contenida. Es un aspecto que a primera vista parece anecdótico en su cotidianidad, casi cómico; pero más allá de esta dimensión grotesca (intencionada), se puede entender que esta parte sórdida de la vida de las prostitutas es la que viene de fuera, la que es ajena al burdel. El contraste que se da con las imágenes de las relaciones afectivas y sexuales, siempre deseadas, que suceden dentro del prostíbulo es más que evidente, y refuerza la idea de que el burdel es una especie de mundo aparte, auténtico, vivo, cuya “mancha” le viene en realidad de fuera. Yendo sólo un poco más lejos, podemos entender esta obra como un verdadero símbolo de la hipocresía social existente respecto a la prostitución, que es exactamente la posición moral de Lautrec en esta cuestión. El burdel no es sucio, es todo lo externo al burdel lo que lo hace sucio; es el sistema productivo imperante el que condena a la mujer a la prostitución, y la hipocresía de la ideología patriarcal la que se permite hacer una condena moral de lo que ella misma ha creado y perpetuado.

Lautrec no hace una pintura que dignifique la prostitución (¿hay, o hubo alguna vez, dignidad en la prostitución?), pero tampoco la condena, ni toma una actitud paternalista; la suya, y esto creo que vale para el conjunto de su obra, es una posición que aspira a la mayor objetividad posible prescindiendo de cualquier valoración moral, que precisamente le alejaría del realismo que pretende reflejar. Él sabe que la realidad es mucho más rica y compleja que las simplezas de la estrecha moral burguesa, hipócrita y puritana. Por su posición social conoce perfectamente a los que se supone que son sus iguales, los poderosos, la aristocracia de sangre y de dinero; pero también conoce sus debilidades y vergüenzas, las mismas que retrata de forma magistral Marcel Proust en En busca del tiempo perdido. Y como les conoce, le repugnan.

Lautrec fue una especie de oveja negra. Perteneciendo a la más alta nobleza, prefirió siempre sumergirse en el marasmo de los ambientes populares, que conocía a fondo, al igual que a sus protagonistas. Careció de ese snobismo social y soberbia que se le supone a los privilegiados. Prefirió siempre la compañía de personajes que el consideraba auténticos y vitales; le interesaban las personas, no sus títulos y honores, y entre sus amigos los encontramos de toda extracción social, desde aristócratas a prostitutas.

Su desprecio por la “calidad social” se ve reflejado tanto en su obra, que jamás se plegó a representar la visión de sí mismos de los poderosos (aun siendo cierto que él se lo podía permitir puesto que nunca necesitó la pintura como un medio de ganarse el pan), como en su propia vida, ya fuese compartiendo mesa y borracheras con bailarinas de can-can o refugiándose en los burdeles para compartir la existencia de las prostitutas. Y es en estos lugares donde encuentra la dimensión más humana de las personas, que a la postre es lo que verdaderamente valora lo suficiente como para representar en sus obras.

No le importa rodearse de estas mujeres de extracción social humilde, y él sabe que ésta no es la única forma de prostitución existente, que también está la de las grandes burguesas y señoras de la nobleza, compradas en matrimonio por sus acaudalados y notables esposos; los mismos que mantienen queridas en pisos de arrabales y frecuentan prostíbulos para saciar sus apetitos y depravaciones, inaceptables e imperdonables en su círculo social por esa moral absolutamente hipócrita que mantienen oficialmente tanto como violan de forma privada. Lautrec les conoce y se mofa de ellos, cuando les cita para hablar de negocios en los prostíbulos (con el consiguiente embarazo y escándalo del citado), o cuando en fiestas de sociedad dice con aparente inocencia sentirse tan a gusto como en un burdel.

Pero en su pintura olvida la acidez irónica y nos muestra todo lo que ama y le conmueve, esa vida en todas sus dimensiones que nunca se cansa de representar. Su obra está en el polo opuesto de las convenciones sobre temas y decoro que caracterizan a la pintura tradicional, con su rigidez y etiqueta tan del gusto de la ideología del poder que le da forma. Es esa misma ideología la que estableció el modo en que se representó a la mujer, tal como nos lo muestra Berger, con esa misma rigidez y etiqueta (cuando la hay) que convierte a las mujeres prácticamente en clichés, en personajes que no reflejan nada de su realidad individual, de su vida; seres pasivos, convertidos en una extensión cuando no una posesión de la figura masculina respecto a la cual siempre se encuentran en posición de dependencia.  


Y frente a esas “muñecas disecadas”, Lautrec nos ofrece  unas imágenes de mujeres que “están vivas”. Repasando el conjunto de las obras de Lautrec donde aparecen mujeres, ya sea como protagonistas o como parte de una escena, se aprecia fácilmente cómo las actitudes son muy diferentes; ahora vemos mujeres como sujetos activos, individualizados e independientes de figuras dominantes; seres con vida propia retratados en sus muchas dimensiones y diferentes circunstancias, en su imagen pública y privada (a menudo tan contrastada). Es una representación consecuente con la aspiración de pintar la realidad en toda su riqueza y complejidad, libre de la encorsetada imagen oficial o el estereotipo a que las relega la ideología patriarcal.

H. de Toulouse-Lautrec: Mujer desnuda frente
 a un espejo (1897)
Incluso en el desnudo la actitud es dsitinta de la tradicional. Si nos detenemos en el cuadro de Prostituta frente al espejo, vemos que los elementos son muy similares a los cuadros del mismo tema realizados con anterioridad, pero la actitud es muy diferente. De entrada, la mujer no está tan expuesta a los ojos del espectador, sino completamente centrada en su propia contemplación; pero a diferencia de la imagen tradicional de la “vanitas”, no hay nada que nos indique el más leve atisbo de frivolidad o coquetería, de deleite contemplativo ante la propia belleza. Parece más bien la actitud de quien se examina de una manera global, de quien mira su propia vida, sin disfraces; una autoevaluación, sí, pero no sólo de la imagen que se proyecta, sino más profunda, a la que un hipotético espectador resulta ajeno por completo; una contemplación, en definitiva, autónoma e independiente.


Lautrec ha terminado de romper de manera definitiva con la imagen única tradicional de la mujer que estaba asentada desde el Renacimiento y que todavía hoy pervive, aunque en circuitos tradicionalistas, casi marginales, alejados de toda corriente vanguardista. Deja abierta una nueva vía, otro modo de mirar que sería continuado por generaciones posteriores de artistas o renovado con nuevas aportaciones conceptuales que impulsarán también y de manera creciente las propias mujeres, incorporadas progresivamente al mundo del arte, donde muchas dejarán su propia impronta.



ANEXO 1:


H. de Toulouse-Lautrec: El reconocimiento médico (1894)

H. de Toulouse-Lautrec: Las damas en el comedor del burdel (1893)

H. de Toulouse-Lautrec: Mujer subiéndose las medias (1894)

H. de Toulouse-Lautrec: La cama (h. 1893-1894)

H. de Toulouse-Lautrec: Mujeres jugando a las cartas (h. 1893-1894)



ANEXO 2


H. de Toulouse-Lautrec: En la cama (1893)

H. de Toulouse-Lautrec: En la cama (El beso) (1892)

H. de Toulouse-Lautrec: Las dos amigas (1894)

H. de Toulouse-Lautrec: Las dos amigas (h. 1894-1895)

H. de Toulouse-Lautrec: Las dos amigas (La entrega) (1895)

H. de Toulouse-Lautrec: Burdel de la Rue des Moulins (Rolande) (1894)

H. de Toulouse-Lautrec: El sofá (h. 1894-1895)

H. de Toulouse-Lautrec: El beso (1892)


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(*) En Youtube está publicado el mismo documental original en color; lamentablemente no he podido encontrar subtitulado más que éste en blanco y negro