jueves, 30 de julio de 2015

Reivindicación de la pintura




Para hacer una reivindicación de la pintura habría que empezar por la tarea de definirla, lo que siempre va a resultar complicado y discutible; en todo caso se tratará de una concepción personal que podrá ser compartida en todo o en parte. 

¿Por qué reivindicar la pintura? Porque resulta paradójico que cuando por fin ha alcanzado un grado de independencia total en los niveles conceptual y formal es cuando más de uno ha afirmado su muerte y por tanto su carencia de sentido. Una afirmación tan rotunda sólo puede explicarse si se concibe la pintura (y el arte en general) principalmente como vehículo de innovación constante, papel que efectivamente ha desempeñado durante mucho tiempo y hasta fechas muy recientes. Pero haber alcanzado independencia respecto a esa funcionalidad significa también que es ahora cuando la pintura puede continuar desarrollándose desde la plena autonomía, liberada de toda concepción utilitaria, algo que por otra parte tampoco resulta totalmente novedoso en la Historia del Arte.

Entonces, ¿qué es la pintura? Para responder a esta pregunta es posible que metodológicamente fuese más útil decir lo que “ya no es”, para mantener lo que quede, que por lo demás viene a ser lo único que siempre ha sido, su constante desde las pinturas rupestres hasta hoy día.

Conviene antes de nada tener presente una serie de consideraciones previas:
1 - Como norma general, toda obra de arte es portadora de los valores presentes en el momento en que fue realizada.
2 - Toda obra de arte presenta un equilibrio entre una parte conceptual y una formal.
3 - Como norma general, toda obra es portadora en mayor o menor grado de un carácter funcional que comúnmente es la transmisión de un mensaje que a su vez puede estar vinculado a su dimensión conceptual, a la formal, o a ambas a la vez.
4 - Tanto las obras de arte como los espectadores son hijos de su propio tiempo, lo que hace que la percepción de la obra de arte varíe con el tiempo, así como su apreciación.

Como portadora  de los valores de la época en que fue producida, la obra de arte suele cumplir la función de transmisión de tales valores, que entran dentro de su dimensión conceptual (lo que se transmite). Para una correcta y completa comprensión de tal dimensión conceptual no basta con saber el qué se transmite; el conocimiento del contexto de cada obra de arte exige también saber por qué, para qué, para quién, y para dónde fue concebida la obra; todo lo cual le aporta un enorme valor tanto como elemento de comprensión histórica de un periodo, como de un contexto determinado dentro de ese periodo.

Además, la obra de arte porta generalmente un conjunto de valores estéticos propios de su periodo. Estos valores estéticos se puede decir que están a medio camino entre la dimensión conceptual y formal, dado que por una parte informan sobre el gusto y la forma de representarlo en cada época,  y por otra parte tienen su trasunto en la dimensión formal en una doble vertiente: rasgos formales que se podrían llamar “objetivos”, que suelen ser generales del periodo (composición, uso del color y la luz…) junto con todos aquellos rasgos distintivos que caracterizan la producción de cada artista y que tienen un carácter más subjetivo.

Será el análisis de los aspectos conceptuales y formales el que facilite la comprensión de la obra y la sitúe en su contexto concreto, tanto histórico como artístico. A título de ejemplo, se puede comparar entre dos versiones de La Anunciación de Fra Angélico que, distando pocos años entre sí, muestran claras similitudes (por el contexto general histórico y estético de ambas) y diferencias evidentes que se explican por el contexto concreto de cada una de ellas, y más exactamente, por el destino de su ubicación original.  
Fra Angelico, Anunciación (h. 1434)

Fra Angelico, Anunciación (h. 1436 - 1445)




















Lo que queda dicho del ejemplo expuesto también puede servir para caracterizar la producción pictórica de cualquier periodo desde la aparición de la pintura hasta prácticamente nuestros días. Como hija de su tiempo, la pintura siempre ha ido a remolque de la evolución y las características de cada momento de la Historia, precisamente por tenerle asignada una dimensión utilitaria que la mantenían dentro de unos límites más o menos rígidos en cuanto a su dimensión conceptual y, en menor medida, estética. Se puede decir que prácticamente desde la aparición de la pintura, ésta ha estado al servicio de los intereses colectivos o particulares dominantes en cada periodo histórico, siempre vinculada al centro de poder al cual sirve y que le dicta la función precisa que debe desempeñar, incluida por supuesto la de objeto de deleite estético, que es dónde la dimensión formal puramente artística encontrará su principal campo de desarrollo y que viene a ser la constante que ha permanecido desde los inicios hasta nuestros días; o al menos esa es la percepción desde nuestra posición de espectadores actuales.

 Aun cuando a cada periodo de la Historia del Arte corresponde una serie de características formales, se puede señalar que en paralelo a la valoración del artista individual se produce una valoración constante de los aspectos formales de la pintura. La dignificación del artista lleva aparejada la dignificación de su oficio, algo de lo que es una prueba la progresiva aparición de tratados teóricos sobre la pintura que contribuyen a pasar a su vez del artesano y la organización gremial, al artista y la aparición de la Academia como marco referencial de la producción artística. Pero si bien esto representa un cierto avance para el artista, aún se encuentra demasiado constreñido a unos preceptos rígidos contra los que irán apareciendo reacciones que terminarán por hacer saltar por los aires todo límite a la creación individual, consagrando definitivamente ya a comienzos del siglo XX la figura del artista independiente y poniendo fin a la forzosa dimensión utilitaria de la pintura.

La forma gana en importancia hasta el punto de que a menudo la dimensión conceptual remite a la formal, otorgando mayor independencia todavía a la pintura, que se desligará además de todo rastro de convencionalismo en la representación una vez aparezcan las diversas formas de abstracción. El último escalón que resta para la absoluta autonomía de la pintura vendrá cuando el arte conceptual desligue la idea del objeto. Y es entonces cuando más de uno afirma su muerte definitiva.

En mi opinión, tal afirmación constituye un error. Se puede admitir que, efectivamente, la pintura ya no constituye el principal vehículo de innovación artística; existen otros medios con nuevas posibilidades que tienen que desarrollar sus propias potencialidades estéticas, sobre las que la crítica tiene que ofrecer su valoración, y más tarde la Historia del Arte dará su veredicto y le otorgará su posición dentro de su discurso. Pero por su parte, la pintura sigue en posesión, quizás hoy más que nunca, de lo que le es propio y exclusivo, de sus aspectos formales y de la posibilidad de seguir teniendo una dimensión conceptual más o menos acentuada. Que la pintura no está muerta, lo prueba el hecho de que se sigue pintando, se sigue innovando, se sigue disfrutando… y se sigue comercializando.

Más arriba he hecho mención de los aspectos conceptuales que han acompañado a la pintura a lo largo de la Historia, pero aún quedaría por añadir otra dimensión presente en ella (y en las obras de arte en general) y que conforma la plasmación material concreta de la pericia del artista. Si todos los rasgos conceptuales, estéticos y formales enumerados hasta ahora pueden ser fácilmente percibidos y comprendidos, ahora entramos en la parte en la que la obra de arte se dirige estrictamente a la sensibilidad del espectador, donde la intelectualización deja de tener sentido al no poder ser explicado el motivo por el que, finalmente, determinada obra o determinado detalle de una obra nos llega a conmover y subyugar. Ahí es donde reside el misterio que poseen las obras de arte, el carácter inefable y en último extremo su verdadera razón de ser.

Evidentemente, no voy a intentar explicar esta faceta del arte, eso es algo que cada espectador ha de descubrir por sí mismo enfrentándose directamente a las obras y abriéndoles su sensibilidad para que ellas les transmitan ese misterio que portan y en el que radica su poder para emocionarnos. Se trataría del empeño inútil de intentar dar una explicación a la gracia sensual de la Galatea de Rafael, la profundidad de la mirada de don Juan de Morra, la delicadeza íntima de la mujer tomando un baño de Rembrandt, la monstruosa locura del Saturno de Goya, el silencio de una naturaleza muerta de Morandi, la energía de un Franz Kline o la expresiva mudez de un Mark Rothko. Se podrían poner infinidad de ejemplos, llenar miles de libros de vanos argumentos y seguiríamos sin poder explicar nada de lo que las obras realmente transmiten a quienes las contemplan, ya sean sus propios contemporáneos o los espectadores actuales. ¿Cómo interpretar, si no, aquel “Troppo vero!” que dicen exclamó Inocencio X al contemplar su retrato?
D. Velázquez, Retrato de Inocencio X (1650)
¿Acaso ese papa y nosotros hoy día no percibimos ese mismo misterio inexplicable plasmado en el cuadro de Velázquez? Yo creo que sí, y nos sigue moviendo el alma con la misma intensidad entonces y ahora. ¿Existe una mejor prueba de la vigencia de la pintura, de su fuerza cautivadora, de la potencialidad que aún atesora y puede desarrollar? 

Me parece cuando menos precipitado anunciar la muerte de algo tan vivo, y no creo equivocarme si afirmo que, por descontado, esto es algo de lo que el mercado del arte es perfectamente consciente y a lo que saca verdadero partido económico. No es sólo que siga haciendo caja con la comercialización de obras de cualquier periodo, precisamente apelando al valor que determinadas obras y determinados artistas tienen en la Historia del Arte, sino que es este mismo modelo de comercialización (me refiero a que siempre tiene que vender un objeto tangible) el que aplica para la venta de obras más conceptuales; aunque en este caso, y dando una vuelta de tuerca de verdadera desfachatez, afirmando sin rubor que el gran valor de una obra de arte reside en la idea que transmite. No. Las ideas tienen un carácter intangible, de imposible cuantificación en dinero por sí mismas (¿cuánto vale un poema, un pensamiento filosófico?), sino por su aplicación práctica. En el caso de las artes plásticas, la dimensión conceptual es un valor añadido a la constante que representa su dimensión formal, sin la cual no existe tal obra de arte, ni por tanto su consideración como mercancía enajenable. Son la fetichización del objeto y el desarrollo del concepto de “derechos de autor” los que dan una especie de formato legal a lo que sólo es una manera de ampliar el negocio por un procedimiento tan universalmente admitido, como poco discutido, que ya nadie cuestiona, pero que no pasa de ser una estafa legalizada.

El mercado del arte sabe perfectamente que son los valores formales los que pueden justificar el precio de una obra, porque son los que realmente la caracterizan, los que han vehiculado como una constante a lo largo del tiempo la historia de la pintura junto con esa plasmación material concreta de la pericia del artista como artífice(*). Es aquí donde reside realmente lo intrínsecamente pictórico, en sus múltiples manifestaciones (tantas como artistas) y en lo que todas ellas tienen en común, de forma que se establece un discurso coherente que arranca en las pinturas rupestres, se materializa en mayor o menor medida en cada obra de arte y continúa en nuestros días en una historia que aún está lejos de finalizar. Dilucidar eso que es a la vez común y diverso, que con sus diferencias propias enlaza a Giotto, Velázquez y Rothko (por citar algunos) es en lo que consiste “entender” la pintura para poder extraer de ella su carácter eterno y universal, y junto a ello poder añadir toda la dimensión conceptual que también porta sin que ambas dimensiones, forma y concepto, sean mutuamente excluyentes.

Es aquí, creo, donde incurren en un error aquellos que anuncian la muerte de la pintura (otra más de las que ha tenido…), en no haberse dado cuenta de que tales dimensiones no están ni han estado nunca enfrentadas, sino que manteniendo cada una su independencia, se complementan para otorgar a la pintura su valor total.


-----------------------------
(*) Utilizo el término de “artífice” para hacer una distinción con los otros de “artista” y “artesano”. A grandes rasgos, un artista es un innovador formal y/o conceptual (es un trabajador intelectual), a diferencia de un artesano, que persigue el dominio de su oficio (es un trabajador manual). El artífice vendría a ser el virtuoso capaz de plasmar mediante el dominio de su oficio las innovaciones formales y/o conceptuales que ha hecho suyas, ya sean de creación propia o adquiridas.
Por poner un ejemplo, Caravaggio es un gran artista por su innovación estética y formal, así como por su dominio del oficio de pintor; pero en cuanto a artífice le supera un Velázquez, que no es propiamente un innovador. Ambos se pueden distinguir por hacer una recreación en sus obras, superando la mera reproducción que caracteriza muchas de las obras de un Antonio López, donde prima el dominio del oficio y por tanto la concepción artesanal.
En todo caso, la delimitación exacta de lo que es cada uno de estos términos a menudo es demasiado vaga y genera no pocas controversias, de manera que el último término queda a criterio del espectador la valoración de dónde empieza y acaba cada una.



Fotografías:


Rafael, El triunfo de Galatea (1514)

D. Velázquez, El bufón don Sebastián de Morra (1645)

Rembrandt, Mujer bañándose en un arroyo (1654)

F. de Goya, Saturno devorando a uno de sus hijos (1820 - 1823)

G. Morandi, Naturaleza muerta (1955)

F. Kline, Buttress (1956)

M. Rothko, Nº 14 (1960)

miércoles, 8 de julio de 2015

El arte conceptual




En toda obra de arte existe un equilibrio entre la parte conceptual (la idea que anima la creación), y la parte formal (la manera en que esa idea será plasmada). Según ese equilibrio bascule hacia uno de los dos extremos se podrá hablar de un arte más formal o más conceptual. 


 Por dar una definición breve y seguramente imprecisa, se dice que una obra de arte es conceptual cuando el peso de su dimensión intelectual llega al punto en que la parte formal, incluso el objeto en sí mismo, resulta irrelevante y/o prescindible, al menos en cuanto a objeto único e irremplazable. Este carácter anti-objetual hace que el acercamiento a las obras conceptuales tenga que ser diferente del que se hace respecto a una obra de arte convencional. El Retrato de Mona Lisa está para ser contemplado y la Fuente de Duchamp para ser meditada; en el primer caso existe una dimensión sensorial, incluso sensual, que está ausente en el segundo caso.
Leonardo da Vinci, Retrato de Mona Lisa (1503)



M. Duchamp, Fuente (1917)
Así expuesto, no es de extrañar que el arte conceptual resulte generalmente controvertido, y esa es la principal meta que persigue: provocar en el espectador una forma de shock que le obligue a replantearse aspectos como la naturaleza de la obra de arte, el papel del artista o la función del museo, independientemente de que exista o no una idea más concreta en aquello que el artista quiere transmitir. Si se entiende el arte como una forma de comunicación entre el artista y el espectador, el arte conceptual viene a reivindicar el papel de este último como una parte activa de la comunicación y no sólo como un receptor pasivo de aquello que se quiera transmitir a través de la obra (dejemos aparte que el espectador nunca es o debería ser pasivo en su contemplación); ésa es a mi entender la principal aportación del arte conceptual a la cultura en general y a la Historia del Arte en particular. Creo que basta con mirar la lista de obras conceptuales (por cierto, creo que muy atinada la elección del término “ejemplo”) del siguiente enlace para hacerse una idea de que sin la parte del espectador activo esas propuestas artísticas carecen por completo de sentido.

Por desgracia, también existe una dimensión negativa en el arte conceptual y, cómo no, creo que está directamente relacionada con su comercialización a través de los recursos del mercado del arte.
La raíz del problema está precisamente en el carácter prescindible de la obra de arte conceptual en cuanto objeto, lo cual obliga a preguntarse qué sentido tiene pagar por un objeto irrelevante, especialmente cuando  su comercialización está dentro de los mismos cauces y se rige por las mismas reglas que cuando se trata de obras plásticas convencionales. No es que esté sugiriendo que sea éticamente correcto pagar una fortuna por un cuadro concreto de autor celebérrimo de calidad incuestionable, pero dejando a un lado la parte de fetichismo hacia la obra que se da siempre en ese tipo de transacciones, al menos puede llegar a entenderse al tratarse de un objeto único e irremplazable que presenta una serie de cualidades formales que, sin ser objetivas, sí resultan “objetivables”. Es algo que no se puede decir de multitud de obras conceptuales (o con una dimensión conceptual muy acentuada) que aparecen en el mercado de subastas o galerías de arte por todo el mundo. En el arte conceptual la pertinencia de la idea es fundamental, hasta el punto de ser lo único que justifica la obra, y tal pertinencia tampoco es completamente objetiva sino que depende del criterio de la crítica y por supuesto del espectador; pero como éste no tiene la facultad de imponer la exposición de la obra, se puede decir que la sobreabundancia y calidad discutible de muchas obras conceptuales es un efecto del sometimiento del arte a las leyes y conveniencias del mercado, algo que sólo es posible con la complicidad de artistas, galeristas y críticos.

Quizás habría que empezar por preguntarse el por qué de un verdadero boom del arte conceptual, en especial desde los años 60 del siglo pasado, aunque su origen sea claramente anterior. Como no creo en el concepto de la “moda” referido al arte (algo que posiblemente debería replantearme), me parece que se puede aventurar una relación con el hecho de que desde aquellos años de explosión del Pop Art no ha aparecido prácticamente ningún movimiento innovador en las artes plásticas en su sentido convencional; y entiéndase que por supuesto que ha habido desde entonces grandes artistas y obras maravillosas, aunque (y que se me corrija si estoy equivocado) en general yo diría que, o bien obedecen a concepciones estéticas anteriores, o se trata de artistas que han continuado trabajando de acuerdo a su propia trayectoria sin atenerse a las nuevas corrientes.

Es posible que en el desarrollo del arte conceptual se dé la influencia, quizás excesiva, de una concepción de la evolución de las artes basada en un discurso de permanente evolución e innovación, cuya agudización se observa con la aparición de las vanguardias históricas desde comienzos del siglo XX (algo que ha sucedido en paralelo con el desarrollo del mercado del arte). Nunca antes los movimientos artísticos habían tenido una evolución tan rápida ni una vida tan efímera como vehículos de innovación formal y conceptual, lo que constituye un arma de doble filo: lo que por una parte supone un enriquecimiento enorme en cuanto a variedad estilística y cantidad de obras producidas, por la otra vino a suponer su acelerado agotamiento como tal vehículo de innovación dentro de los límites tradicionales de los formatos de las artes plásticas (o sea, el cuadro y la escultura). Será la aparición de nuevos medios expresivos y soportes adoptados por los artistas (la performance, el vídeo, la instalación…) los que abran una nueva dimensión a la innovación estética, conceptual y formal; o lo que es lo mismo, el desarrollo (y el hiperdesarrollo) del arte conceptual se produjo cuando fue posible y no antes.

Por otra parte, el Pop Art supuso la consagración (que no la ideación) de ciertos aspectos como la banalización, la provocación, el humor o la reiteración de las mismas ideas en la obra de arte. Sólo falta la exploración de esos nuevos medios expresivos para tener el sustrato del que se alimenta el arte conceptual. Y no considero que en sí mismos esos aspectos conceptuales sean necesariamente negativos; es una cuestión de gustos personales, pero sí me parece preocupante el hecho de que dejan la puerta abierta a la idea del “todo vale” que consagró Fluxus al afirmar que “todo puede ser arte y cualquiera puede hacerlo”. Y no, no todo vale. Para algo se supone que está la crítica de arte.

Me parece evidente que se ha dado un abuso del “conceptualismo” o ciertos aspectos de ese conceptualismo. La banalización, la provocación o la reiteración de las mismas ideas (y de las mismas obras) terminan por justificarse en el hecho de que están realizadas por determinado artista, que con mucha frecuencia y seguramente de manera forzada, desempeña el papel de promotor-reclamo de su propia producción en galerías y exposiciones. Se trata de un verdadero fetichismo no sólo de la obra de arte, sino del artista mismo como persona, elevado por imperativo del mercado del espectáculo a la categoría de icono cultural, casi rivalizando en popularidad con estrellas del rock o héroes del deporte. Una verdadera vuelta de tuerca a todo aquello que irónicamente se denunciaba desde la aparición del primer ready-made.

En todo este abuso y exceso, dudo que el mercado del arte pueda ser exonerado de responsabilidad. Lo que puede constituir un estímulo a la producción por medio de la venta creo que degenera rápidamente en forzar la producción para su pronta comercialización, lo que resulta bastante lógico desde una perspectiva económica atendiendo a las cotizaciones alcanzadas.
Arman, Poubelle Organique (1971)
Por poner un ejemplo, las “Poubelle” de Arman pueden tener un interés, evidentemente no como objeto artístico sino conceptualmente, pero no creo que exista una aportación conceptual adicional en el hecho de que se multipliquen hasta la saciedad (y la idea de “acumulación” dudo que sirva para legitimarlo); sin embargo, ateniéndonos a la cotización que llegan a alcanzar, la cosa cobra otros tintes que nada tienen que ver con lo estrictamente artístico. A decenas de miles de euros cada cubo de basura encerrado en plexiglás, creo que resulta evidente que el interés trasciende lo conceptual para convertirse en exclusivamente comercial, y la justificación de tal operación económica sólo puede venir del hecho de que tales obras son un Arman. Es decir, la existencia de la “marca de artista” se convierte en necesaria sólo en cuanto a la dimensión económica de la obra de arte; es una exigencia del mercado del arte, no del arte. Se trata de un ejemplo, de uno entre muchos.

Por otra parte, la “marca de artista” parece contradecir precisamente la máxima de Fluxus mencionada más arriba. Si todo puede ser arte y cualquiera puede hacerlo, no parece importante la firma del autor en un principio, o al menos si se tratase simplemente de una experiencia puramente artística que se justifica a sí misma, donde la parte comercial, como el objeto mismo, carecen de importancia. Pero ¿cómo se justifica el desembolso de decenas de millones por obras conceptuales o con gran peso de la parte conceptual? Por la “marca de artista”. Ciertas firmas disparan por sí mismas y sólo por sí mismas las cotizaciones de algunas obras a límites tan desorbitados que obligan a que sus autores aparezcan sistemáticamente promocionando su producción como una evidente operación de marketing;
Damien Hirst con su obra Por el amor de Dios (2007)
Gunther von Hagens con algunas de sus plastinaciones
algunos, como Damien Hirst o Gunther von Hagens incluso se presentan como artistas y empresarios, aunando en sus personas extremos que al juntarse crean un contrasentido evidente que sólo el mercado del arte es capaz de justificar en base a las ganancias generadas. Por otra parte, estos dos autores vienen a ser de las escasas excepciones que se bastan para su autopromoción, superando el poder de la galería y sus redes clientelares para imponer en el mercado la presencia sobredimensionada de obras conceptuales, poder del que en general el artista carece.


Se diría que basta con que algún influyente galerista afirme que lo verdaderamente valioso de una obra de arte es la idea para que el mercado continúe en las obras conceptuales los mismos excesos (*) que lleva décadas perpetrando con las obras convencionales de pintura y escultura. En unos casos es la idea, y en otros la singularidad plástica, a conveniencia y en función de los casos. El crítico avala la opinión y la bondad de la operación. En realidad, y a la vista de las cotizaciones que se alcanzan en todo tipo de obras, la supuesta primacía de la parte conceptual en la obra es una falacia (véase, por ejemplo, los precios que alcanzan las obras de Antonio López) y posiblemente obedece a una maniobra del mercado no sólo para canalizar la comercialización de obras que no son tales como objetos, sino para optimizarla hasta límites grotescos, aproximando el arte a la dinámica del mundo del espectáculo de una manera lamentable.

Se constata, en fin, la omnipotencia del mercado del arte y aquellos que lo controlan para adulterar toda forma de concepción artística en aras del beneficio económico. Lo mismo daría que vendiesen cuadros, sandías o incluso mierda. No cabe duda de que, además de controvertido, Piero Manzoni era verdaderamente un genio… 

P. Manzoni, Mierda de artista (1961) (**)




(*) Hace unos años, una performance en el Estrecho de Gibraltar por parte de un artista que pretendía denunciar la tragedia de los inmigrantes muertos, fue comercializada por su galerista mediante fotografías de gran formato de los distintos momentos de la performance a varios cientos de euros cada una. Todo el evento fue filmado y editado en DVD, a la venta por varios miles de euros. Fotografías y DVD estaban firmados y certificada su autenticidad.

Hace apenas unas semanas, se sabía que el artista Richard Prince estaba comercializando a 90000 dolares fotografías de usuarios de Instagram que descargaba, imprimía en gran formato y firmaba como suyas.

(**) Recientemente, se ha vendido una de estas latas, cuyo precio en origen era el mismo que el del oro (30 dólares), por 124000 euros, lo que hace de Manzoni no sólo un genio, sino un visionario.