Para
hacer una reivindicación de la pintura habría que empezar por la tarea de
definirla, lo que siempre va a resultar complicado y discutible; en todo caso
se tratará de una concepción personal que podrá ser compartida en todo o en
parte.
¿Por
qué reivindicar la pintura? Porque resulta paradójico que cuando por fin ha
alcanzado un grado de independencia total en los niveles conceptual y formal es
cuando más de uno ha afirmado su muerte y por tanto su carencia de sentido. Una
afirmación tan rotunda sólo puede explicarse si se concibe la pintura (y el
arte en general) principalmente como vehículo de innovación constante, papel
que efectivamente ha desempeñado durante mucho tiempo y hasta fechas muy
recientes. Pero haber alcanzado independencia respecto a esa funcionalidad
significa también que es ahora cuando la pintura puede continuar
desarrollándose desde la plena autonomía, liberada de toda concepción utilitaria,
algo que por otra parte tampoco resulta totalmente novedoso en la Historia del
Arte.
Entonces,
¿qué es la pintura? Para responder a esta pregunta es posible que
metodológicamente fuese más útil decir lo que “ya no es”, para mantener lo que
quede, que por lo demás viene a ser lo único que siempre ha sido, su constante
desde las pinturas rupestres hasta hoy día.
Conviene
antes de nada tener presente una serie de consideraciones previas:
1 - Como
norma general, toda obra de arte es portadora de los valores presentes en el
momento en que fue realizada.
2 - Toda
obra de arte presenta un equilibrio entre una parte conceptual y una formal.
3 - Como
norma general, toda obra es portadora en mayor o menor grado de un carácter
funcional que comúnmente es la transmisión de un mensaje que a su vez puede
estar vinculado a su dimensión conceptual, a la formal, o a ambas a la vez.
4 - Tanto las obras de arte como los
espectadores son hijos de su propio tiempo, lo que hace que la percepción de la
obra de arte varíe con el tiempo, así como su apreciación.
Como portadora de los valores de la época en que fue
producida, la obra de arte suele cumplir la función de transmisión de tales
valores, que entran dentro de su dimensión conceptual (lo que se transmite).
Para una correcta y completa comprensión de tal dimensión conceptual no basta
con saber el qué se transmite; el conocimiento del contexto de cada obra de
arte exige también saber por qué, para qué, para quién, y para dónde fue
concebida la obra; todo lo cual le aporta un enorme valor tanto como elemento
de comprensión histórica de un periodo, como de un contexto determinado dentro
de ese periodo.
Además, la obra de arte porta generalmente un
conjunto de valores estéticos propios de su periodo. Estos valores estéticos se
puede decir que están a medio camino entre la dimensión conceptual y formal,
dado que por una parte informan sobre el gusto y la forma de representarlo en
cada época, y por otra parte tienen su
trasunto en la dimensión formal en una doble vertiente: rasgos formales que se
podrían llamar “objetivos”, que suelen ser generales del periodo (composición,
uso del color y la luz…) junto con todos aquellos rasgos distintivos que
caracterizan la producción de cada artista y que tienen un carácter más
subjetivo.
Será el análisis de los aspectos conceptuales
y formales el que facilite la comprensión de la obra y la sitúe en su contexto
concreto, tanto histórico como artístico. A título de ejemplo, se puede
comparar entre dos versiones de La Anunciación de Fra Angélico que, distando
pocos años entre sí, muestran claras similitudes (por el contexto general
histórico y estético de ambas) y diferencias evidentes que se explican por el
contexto concreto de cada una de ellas, y más exactamente, por el destino de su
ubicación original.
Fra Angelico, Anunciación (h. 1434) |
Fra Angelico, Anunciación (h. 1436 - 1445) |
Lo que queda dicho del ejemplo expuesto también puede servir para caracterizar la producción pictórica de cualquier periodo desde la aparición de la pintura hasta prácticamente nuestros días. Como hija de su tiempo, la pintura siempre ha ido a remolque de la evolución y las características de cada momento de la Historia, precisamente por tenerle asignada una dimensión utilitaria que la mantenían dentro de unos límites más o menos rígidos en cuanto a su dimensión conceptual y, en menor medida, estética. Se puede decir que prácticamente desde la aparición de la pintura, ésta ha estado al servicio de los intereses colectivos o particulares dominantes en cada periodo histórico, siempre vinculada al centro de poder al cual sirve y que le dicta la función precisa que debe desempeñar, incluida por supuesto la de objeto de deleite estético, que es dónde la dimensión formal puramente artística encontrará su principal campo de desarrollo y que viene a ser la constante que ha permanecido desde los inicios hasta nuestros días; o al menos esa es la percepción desde nuestra posición de espectadores actuales.
Aun
cuando a cada periodo de la Historia del Arte corresponde una serie de
características formales, se puede señalar que en paralelo a la valoración del
artista individual se produce una valoración constante de los aspectos formales
de la pintura. La dignificación del artista lleva
aparejada la dignificación de su oficio, algo de lo que es una prueba la progresiva
aparición de tratados teóricos sobre la pintura que contribuyen a pasar a su
vez del artesano y la organización
gremial, al artista y la aparición de la Academia como marco referencial de la
producción artística. Pero si bien esto representa un cierto avance para el
artista, aún se encuentra demasiado constreñido a unos preceptos rígidos contra
los que irán apareciendo reacciones que terminarán por hacer saltar por los
aires todo límite a la creación individual, consagrando definitivamente ya a comienzos del siglo
XX la figura del artista independiente y poniendo fin a la forzosa dimensión
utilitaria de la pintura.
La forma gana en importancia hasta el punto
de que a menudo la dimensión conceptual remite a la formal, otorgando mayor
independencia todavía a la pintura, que se desligará además de todo rastro de
convencionalismo en la representación una vez aparezcan las diversas formas de
abstracción. El último escalón que resta para la absoluta autonomía de la
pintura vendrá cuando el arte conceptual desligue la idea del objeto. Y es
entonces cuando más de uno afirma su muerte definitiva.
En mi opinión, tal afirmación constituye un
error. Se puede admitir que, efectivamente, la pintura ya no constituye el
principal vehículo de innovación artística; existen otros medios con nuevas
posibilidades que tienen que desarrollar sus propias potencialidades estéticas,
sobre las que la crítica tiene que ofrecer su valoración, y más tarde la
Historia del Arte dará su veredicto y le otorgará su posición dentro de su
discurso. Pero por su parte, la pintura sigue en posesión, quizás hoy más que
nunca, de lo que le es propio y exclusivo, de sus aspectos formales y de la
posibilidad de seguir teniendo una dimensión conceptual más o menos acentuada.
Que la pintura no está muerta, lo prueba el hecho de que se sigue pintando, se
sigue innovando, se sigue disfrutando… y se sigue comercializando.
Más arriba he hecho mención de los aspectos
conceptuales que han acompañado a la pintura a lo largo de la Historia, pero aún
quedaría por añadir otra dimensión presente en ella (y en las obras de arte en
general) y que conforma la plasmación material concreta de la pericia del
artista. Si todos los rasgos conceptuales, estéticos y formales enumerados
hasta ahora pueden ser fácilmente percibidos y comprendidos, ahora entramos en
la parte en la que la obra de arte se dirige estrictamente a la sensibilidad
del espectador, donde la intelectualización deja de tener sentido al no poder
ser explicado el motivo por el que, finalmente, determinada obra o determinado
detalle de una obra nos llega a conmover y subyugar. Ahí es donde reside el
misterio que poseen las obras de arte, el carácter inefable y en último extremo
su verdadera razón de ser.
Evidentemente, no voy a intentar explicar
esta faceta del arte, eso es algo que cada espectador ha de descubrir por sí
mismo enfrentándose directamente a las obras y abriéndoles su sensibilidad para
que ellas les transmitan ese misterio que portan y en el que radica su poder
para emocionarnos. Se trataría del empeño inútil de intentar dar una
explicación a la gracia sensual de la Galatea de Rafael, la profundidad de la
mirada de don Juan de Morra, la delicadeza íntima de la mujer tomando un baño
de Rembrandt, la monstruosa locura del Saturno de Goya, el silencio de una naturaleza
muerta de Morandi, la energía de un Franz Kline o la expresiva mudez de un Mark
Rothko. Se podrían poner infinidad de ejemplos, llenar miles de libros de vanos
argumentos y seguiríamos sin poder explicar nada de lo que las obras realmente
transmiten a quienes las contemplan, ya sean sus propios contemporáneos o los
espectadores actuales. ¿Cómo interpretar, si no, aquel “Troppo vero!” que dicen
exclamó Inocencio X al contemplar su retrato?
¿Acaso ese papa y nosotros hoy
día no percibimos ese mismo misterio inexplicable plasmado en el cuadro de
Velázquez? Yo creo que sí, y nos sigue moviendo el alma con la misma intensidad
entonces y ahora. ¿Existe una mejor prueba de la vigencia de la pintura, de su
fuerza cautivadora, de la potencialidad que aún atesora y puede desarrollar?
D. Velázquez, Retrato de Inocencio X (1650) |
Me parece cuando menos precipitado anunciar
la muerte de algo tan vivo, y no creo equivocarme si afirmo que, por descontado,
esto es algo de lo que el mercado del arte es perfectamente consciente y a lo
que saca verdadero partido económico. No es sólo que siga haciendo caja con la
comercialización de obras de cualquier periodo, precisamente apelando al valor
que determinadas obras y determinados artistas tienen en la Historia del Arte,
sino que es este mismo modelo de comercialización (me refiero a que siempre
tiene que vender un objeto tangible) el que aplica para la venta de obras más
conceptuales; aunque en este caso, y dando una vuelta de tuerca de verdadera
desfachatez, afirmando sin rubor que el gran valor de una obra de arte reside
en la idea que transmite. No. Las ideas
tienen un carácter intangible, de imposible cuantificación en dinero por sí
mismas (¿cuánto vale un poema, un pensamiento filosófico?), sino por su
aplicación práctica. En el caso de las artes plásticas, la dimensión conceptual
es un valor añadido a la constante que representa su dimensión formal, sin la
cual no existe tal obra de arte, ni por tanto su consideración como mercancía
enajenable. Son la fetichización del objeto y el desarrollo del concepto de
“derechos de autor” los que dan una especie de formato legal a lo que sólo es
una manera de ampliar el negocio por un procedimiento tan universalmente
admitido, como poco discutido, que ya nadie cuestiona, pero que no pasa de ser
una estafa legalizada.
El mercado del arte sabe perfectamente que
son los valores formales los que pueden justificar el precio de una obra,
porque son los que realmente la caracterizan, los que han vehiculado como una
constante a lo largo del tiempo la historia de la pintura junto con esa
plasmación material concreta de la pericia del artista como artífice(*). Es
aquí donde reside realmente lo intrínsecamente pictórico, en sus múltiples
manifestaciones (tantas como artistas) y en lo que todas ellas tienen en común,
de forma que se establece un discurso coherente que arranca en las pinturas
rupestres, se materializa en mayor o menor medida en cada obra de arte y
continúa en nuestros días en una historia que aún está lejos de finalizar.
Dilucidar eso que es a la vez común y diverso, que con sus diferencias propias
enlaza a Giotto, Velázquez y Rothko (por citar algunos) es en lo que consiste
“entender” la pintura para poder extraer de ella su carácter eterno y
universal, y junto a ello poder añadir toda la dimensión conceptual que también
porta sin que ambas dimensiones, forma y concepto, sean mutuamente excluyentes.
Es aquí, creo, donde incurren en un error
aquellos que anuncian la muerte de la pintura (otra más de las que ha tenido…),
en no haberse dado cuenta de que tales dimensiones no están ni han estado nunca
enfrentadas, sino que manteniendo cada una su independencia, se complementan
para otorgar a la pintura su valor total.
-----------------------------
(*) Utilizo el término de “artífice” para
hacer una distinción con los otros de “artista” y “artesano”. A grandes rasgos,
un artista es un innovador formal y/o conceptual (es un trabajador intelectual),
a diferencia de un artesano, que persigue el dominio de su oficio (es un
trabajador manual). El artífice vendría a ser el virtuoso capaz de plasmar mediante
el dominio de su oficio las innovaciones formales y/o conceptuales que ha hecho
suyas, ya sean de creación propia o adquiridas.
Por poner un ejemplo, Caravaggio es un gran
artista por su innovación estética y formal, así como por su dominio del oficio
de pintor; pero en cuanto a artífice le supera un Velázquez, que no es
propiamente un innovador. Ambos se pueden distinguir por hacer una recreación
en sus obras, superando la mera reproducción que caracteriza muchas de las
obras de un Antonio López, donde prima el dominio del oficio y por tanto la
concepción artesanal.
En todo caso, la delimitación exacta de lo
que es cada uno de estos términos a menudo es demasiado vaga y genera no pocas
controversias, de manera que el último término queda a criterio del espectador
la valoración de dónde empieza y acaba cada una.
Fotografías:
Rafael, El triunfo de Galatea (1514) |
D. Velázquez, El bufón don Sebastián de Morra (1645) |
Rembrandt, Mujer bañándose en un arroyo (1654) |
F. de Goya, Saturno devorando a uno de sus hijos (1820 - 1823) |
G. Morandi, Naturaleza muerta (1955) |
F. Kline, Buttress (1956) |
M. Rothko, Nº 14 (1960) |