miércoles, 7 de diciembre de 2016

La manipulación de la cultura 1

S. M. Karpov: La amistad de los pueblos (1924)



Aunque la cultura en general y el arte en particular siempre han portado alguna dimensión propagandística del poder, hay una diferencia sustancial en la utilización que se ha dado de las distintas obras.

Tradicionalmente el uso interesado de la cultura consistía en líneas generales en el encargo de unos contenidos concretos que el artista no podía soslayar, la parte obligada por así decir, quedando la libertad del artista en los aspectos formales y estéticos de la obra.

También se podrían mencionar los casos en los que el artista motu proprio concebía una obra, o introducía en ella algún elemento laudatorio para ganarse el favor de un posible patrón, dado que el artista ha estado en una posición de dependencia hasta fechas no muy lejanas.

Desde que los artistas cobraron independencia, y sin que el fenómeno del encargo y la imagen propagandística desaparecieran, estaba claro que la utilización de la imagen para fines de propaganda iba a necesitar la incorporación de otras estrategias. Ya no se trata sólo de crear una imagen conveniente sino también de cómo sacar partido a una imagen ya existente (y a menudo esto sucedía una vez que el artista, como animal político, ya había tomado partido y lo reflejaba en su obra). Es a partir de ahora cuando se puede hablar propiamente de manipulación y de un cambio en el modo en que el poder y el arte se iban a relacionar.

Conviene tener en cuenta que en el cambio de la relación arte-poder que se daría en el siglo XX probablemente influyen otros factores o variables como la creciente difusión de las imágenes entre un público más amplio, la progresiva conformación de "bloques" políticos antagónicos o la organización institucional interna de cada nación. Del arte se esperaba que siguiese cumpliendo la misma función tradicional de propaganda legitimadora del poder, pero ahora las necesidades son más amplias y complejas, con lo que la exigencia hacia el arte y el artista toma un cariz diferente y en más de un caso, bastante negativo para el arte y la cultura en general.

Las formas de manipulación, en sus diferentes acepciones, varían de un sistema político a otro; y vaya como aviso, el empeño en buscar paralelismos entre algunos de ellos o tratar de establecer algún tipo de jerarquía, mejor o peor, en dichas formas de manipulación no deja de ser otra manera de continuar perpetrando la justificación de un error generalizado del que la cultura es la principal víctima.

Me centraré en lo que se hizo en la URSS, el Tercer Reich, y los EEUU de la Guerra Fría, aunque siendo verdaderamente honestos hay pocos regímenes de los que se pueda decir que no hayan tratado de utilizar la cultura para fines que nada tienen que ver con los suyos propios.


LA UNIÓN SOVIÉTICA

Cronológicamente, la URSS protagonizó el primer episodio de manipulación generalizada de la cultura en el siglo XX y, salvo algún gesto "tolerante", continuaría con un claro dirigismo estatal de la cultura hasta prácticamente su desaparición en 1991.

Ya desde los años 20 se produjeron roces entre los artistas de vanguardia que abrazaron la Revolución (Tatlin, El Lissitzky, Rodchenko y sobre todo Maiakovski, entre otros) y la postura oficial a favor del Realismo Socialista, que se acabaría imponiendo y que cobraría carácter legal en 1932 con la disposición del Comité Central del Partido Comunista sobre la Reconstrucción de las Organizaciones Literarias y Artísticas (ver anexo 1). Esto significaría en lo sucesivo un control y dirigismo por parte de las autoridades en materia de arte y literatura, a las que sería obligado dar un carácter socialista orientado a la educación de las masas. Formulado de esta manera, se oculta una larga serie de consecuencias francamente negativas, y creo que bastante controvertidas, que afectarían a la cultura en general en la URSS y su ámbito de influencia.

En aras de la claridad del mensaje socialista, todo rasgo de individualidad fue tildado de decadente y pequeñoburgués; el lenguaje plástico vanguardista se consideró incomprensible, contraproducente para la causa socialista y la educación de las masas; las nuevas corrientes musicales denostadas por formalistas y vacías de contenido... Y en todo ello se denunciaba una evidente contaminación occidental. El resultado fue la proliferación de una cultura básicamente homogénea, repetitiva y aburrida donde la innovación a todos los niveles brilla por su ausencia.

¿Hasta qué punto se pueden considerar como atenuantes las circunstancias históricas de la construcción de la URSS en lo que respecta a su política cultural? Me parece que poco. Resulta comprensible que la construcción del Estado socialista exigiese un esfuerzo colectivo en todos lo ámbitos, más aún en un periodo de conformación de bloques antagónicos y permanente agresión externa; igualmente puede resultar comprensible la existencia de formas de censura sobre ciertos contenidos y de propaganda (que levante la mano el régimen de cualquier signo que no haya hecho y continúe haciendo lo mismo). Lo que me cuesta trabajo comprender es cómo se puede llegar a hacer extensiva esa censura a la forma que adoptan las diferentes manifestaciones culturales, llegando en algunos casos a lo grotesco y contradictorio. 

Quizás habría que empezar por decir que este carácter dogmático sobre la cultura no obedece a ningún planteamiento teórico ni marxista ni, particularmente, leninista, por mucho que se quisiese presentar como un desarrollo necesario en ese campo. Lenin, en cuanto que revolucionario y aficionado a la cultura, especialmente la literatura, tenía sus propias preferencias, y por supuesto que distinguía y deploraba textos que consideraba de algún modo propaganda burguesa; pero a la vez, y lo dice de manera expresa, es consciente de la necesidad de preservar toda manifestación cultural del pasado, pues constituye la única base sobre la que edificar la nueva cultura revolucionaria. Y por supuesto fue lo suficientemente cauto y consecuente como para no ofrecer ninguna indicación (menos aún dogma) de cómo habría de ser esa nueva cultura, puede que considerando que ésa era una tarea que competía a otros mejor que a él mismo.

Posiblemente fue una interpretación limitada y bastante obtusa de cuáles eran sus preferencias las que llevaron a otros a pontificar cómo sería y cómo no podía ser la cultura proletaria en todos los ámbitos -dicho sea de paso, me parece más que exagerada la consideración de que era el propio Stalin el ojo vigilante y censor de la nueva cultura soviética- . Esos mismos otros que presentaron oposición primero y condenaron al ostracismo después a las propuestas vanguardistas, criticando por inadecuadas sus formas y llevándose por delante, de paso, unos contenidos indudablemente dentro de los cánones socialistas y de las necesidades educativas y propagandísticas de las que el nuevo régimen andaba tan necesitado para terminar de afianzar la Revolución. 

No deja de parecerme contradictorio el hecho de que un régimen que aspira a la conformación de un hombre nuevo terminase por proscribir las formas nuevas y preservase las viejas (tampoco estoy diciendo que hubiese que haber hecho tabla rasa con el pasado, a lo futurista), o más concretamente ciertas formas viejas. Que se criticase la cultura occidental y su carácter burgués al tiempo que se preservaban las formas culturales de la "intelligentsia" rusa como representativas de la "alta cultura", sólo me lo puedo explicar como una manifestación del proceso de rusificación desarrollado en la URSS como vehículo de cohesión de la Unión en un Estado donde las tensiones nacionales eran muchas y frecuentes.

Tomando como ejemplo la pintura, si se observan los aspectos formales en las diversas artes promovidas por el Estado, creo que es fácil observar la deuda que existe con las del periodo prerrevolucionario, y que aun siendo claramente burguesas e influenciadas por la cultura occidental conformaban una parte de la identidad cultural rusa, cuando menos la reciente, y por tanto constituían una potencial herramienta de cohesión nacional que se veía necesaria para la construcción y fortaleza del nuevo régimen soviético.





Mihaly Zichy: Felicitaciones de la familia imperial de su Majestad el Emperador Alejandro II después de su coronación (1856)

 
 Gerasimov: Reunión con los comandantes (1937)
 
Iván Kramskoi: retrato de Pável Tretiakov (1876)

Gerasimov: retrato de Stalin (1939)
Es decir, que me parece posible que se hiciese la vista gorda con la cultura rusa reciente respecto a aquello que se criticaba de la cultura occidental coetánea, en aras de utilizarla como herramienta de identidad nacional al servicio de la Revolución; mientras sea pintura de un ruso o sobre temas rusos, no importan aspectos formales vinculados a Occidente ni a la burguesía, ni siquiera contenidos fácilmente identificables como ideológicamente reaccionarios. En este caso creo que se siguió la postura de Lenin de preservar la cultura del pasado, pero demasiado al pie de la letra, y por supuesto con un alcance muy limitado.

Con la música sucedió algo similar. Las composiciones que carecían de un contenido utilizable para la educación del pueblo en los valores del socialismo eran sistemáticamente criticadas y sus autores tildados de formalistas y de estar contaminados por influencias burguesas occidentales. Paralelamente, la obra de compositores rusos del siglo XIX encontraba gran aceptación y difusión por parte de las autoridades e instituciones y sin embargo parece que nuevamente se pasaba por alto tanto que se trataba principalmente de músicos de extracción burguesa (el caso de Tchaikovsky es paradigmático de lo que era un “cursus honorum” para la intelligentsia rusa del XIX) que crearon una música cuyos aspectos formales son evidentemente de origen occidental. Pero eran rusos, y quizá se consideró que esas obras no sólo formaban ya parte de la cultura rusa (y habría que ver cuánta población, fuera de Moscú y San Petersburgo, conocía tales composiciones que se supone conformaban parte de su identidad como pueblo), sino que podían ser reivindicadas para una labor de propaganda y prestigio de la cultura rusa, y por tanto de la soviética como su legítima continuadora.

Y no es que el repertorio de lo que se escuchaba en la URSS fuese ni de lejos exclusivamente ruso, pero lo que parece que no era es vanguardista, y algún que otro compositor tuvo problemas con las autoridades precisamente por abrazar en sus composiciones el lenguaje de la música contemporánea; es el caso, entre otros, de Shostakovitch, cuya valoración por parte de las autoridades fue cambiante dependiendo de si sus obras eran más “formalistas” o tenían un “contenido revolucionario”. 

Es posible que yo, que no sé distinguir un Re de un La, no sea la persona idónea para meterse en críticas sobre contenido musical, pero me parece que hace falta algo más que titular a una sinfonía “Leningrado” para encontrar la narración sobre el sufrimiento de la población y el heroísmo de la resistencia al asedio nazi sin que me den una interpretación oficial del significado de esa música. Me pasa algo parecido cuando me encuentro, referido al Guernica de Picasso, lecturas sobre la barbarie de la Legión Cóndor o el mártir pueblo vasco; y sin dejar de ser cierto tanto lo uno como lo otro, la concreción de esos contenidos sólo la da el contexto relacional que aporta exclusivamente el título de la obra, cuando su alcance (igual que la sinfonía 7 de Shostakovitch) es mucho más grande que el hecho concreto que desencadenó su creación. Puede que sea una buena pregunta: ¿basta un título en una obra para dotarla de un contenido único y concreto, o es ese título concreto lo que da pie a una interpretación manipulada del contenido de la obra? No tengo una solución clara para esta cuestión; quizá sea algo sobre lo que reflexionar en otro momento y lugar.

Tratando de resumir en líneas generales la posición del régimen soviético respecto a los artistas e intelectuales, creo que intentaron buscar su colaboración para unos fines que el Estado considera necesarios para afianzar su posición. Por supuesto que los artistas e intelectuales estuvieron vigilados en sus actividades, a veces detenidos y su obra censurada, e incluso en algún caso (Mandelstam o Babel) llegaron a ser encarcelados -y a morir en prisión- acusados de disidencia. En puridad, no se puede hablar de que hubiese una persecución como la que se dio en la Alemania nazi (aunque le duela a los propagandistas antisoviéticos). Tampoco hubo libertad creativa como tal; los que no se adhirieron a las consignas del régimen en cuanto a contenidos y formas no contaron con su favor y su labor estuvo dificultada en ese sentido por no constituir una prioridad gubernamental. Tampoco hubo una labor sistemática de destrucción de toda obra que no cumpliese con los cánones del Realismo Socialista, ni del pasado ni del presente, salvo que se tratase de críticas al régimen o a sus líderes. El poco o mucho arte vanguardista que pudiese haberse desarrollado o coleccionado en Rusia fue preservado por las autoridades soviéticas, aunque sin darle la relevancia que merecía.

Personalmente, veo este periodo como una gran oportunidad perdida para el desarrollo de la cultura en general, y resulta doloroso imaginar lo que se podría llegar a haber hecho en un país donde la vanguardia bullía en los primeros tiempos de la Revolución y a favor de la Revolución. Por razones que se pueden llegar a entender, pero difícilmente justificar, la incomprensión del dirigismo soviético sobre las leyes intrínsecas de la creación llevó a la producción de una cultura sustancialmente homogénea, aburrida y carente casi por completo de interés más allá del testimonio histórico de un periodo concreto. No es de extrañar que entre las propias filas de los que se declaraban revolucionarios y comunistas surgiesen voces de protesta y denuncia (y bastante oportunismo, también habría que decir), como el manifiesto firmado por Diego Rivera, André Breton y León Trotsky en 1938 (ver anexo 2).

Y la verdad es que no era para menos si se lee el discurso de Zhdanov en el I Congreso de Escritores Soviétivos de la Unión, en 1934 (ver fragmentos en el anexo 3). Ahí queda constancia clara de la concepción oficial de la cultura soviética y los fines a los que debía servir: toda la cultura, su misión y significado, era un instrumento al servicio de la Revolución, en claro contraste con aquella cultura "decadente" (algunas de sus afirmaciones son verdaderamente sonrojantes) que se producía en el Occidente burgués.

En mi opinión, ni Zhdanov ni otros dirigentes soviéticos contemporáneos llegaron jamás a comprender que la cultura está en otra dimensión diferente a la política y el poder, aunque a menudo parezcan transitar por el mismo camino, y por esa razón someterla al servicio exclusivo de la ideología sólo sirve para mutilarla o crear monstruos. A la postre, la orientación dirigista de la cultura sirvió para poner en bandeja a los detractores de la Revolución argumentos para una crítica fundada, no sólo de la propia cultura, sino del propio régimen al cual se supone que debía servir y fortalecer. Un lamentable error.




ANEXOS

Anexo 1

DISPOSICIÓN DEL COMITÉ CENTRAL DEL PARTIDO COMUNISTA DE LOS BOLCHEVIQUES DE LA UNIÓN SOVIÉTICA SOBRE LA RECONSTRUCCIÓN DE LAS ORGANIZACIONES LITERARIAS Y ARTÍSTICAS. 23 DE ABRIL DE 1932
 El Comité Central constata que, en los últimos años, sobre la base de los significativos éxitos de la construcción socialista se ha producido un gran auge, tanto cuantitativo como cualitativo, de la literatura y el arte.
Hace algunos años, cuando era evidente que la literatura todavía se encontraba bajo la influencia significativa de elementos extraños, reavivados en particular durante los primeros años de la NEP, y los cuadros de la literatura proletaria eran aún débiles, el Partido ayudó con todos sus medios a la creación y fortalecimiento de las organizaciones proletarias autónomas en el campo de la literatura y el arte, con el objetivo de reforzar la posición de los escritores proletarios y los trabajadores del arte.
En la actualidad, cuando ya han tenido tiempo de crecer los cuadros de la literatura proletaria y del arte, y descollan nuevos escritores y artistas provenientes de las factorías, las fábricas, las granjas colectivas, los marcos de las organizaciones literarias y artísticas de carácter proletario existentes se han quedado estrechos y frenan el auténtico alcance de la creación artística. Esta circunstancia conlleva el riesgo de que dichas organizaciones, de ser un medio para la mayor movilización de los escritores y artistas soviéticos en torno a la tarea de la construcción socialista, pasen a convertirse en un medio para el cultivo del aislamiento en círculos apartados de los deberes políticos contemporáneos y de los grupos significativos de escritores y artistas participantes en la construcción socialista.
De ahí la necesidad de una correspondiente reconstrucción de las organizaciones literarias y artísticas y de una ampliación de su base de trabajo.
Por todo ello, el Comité Central del Partido Comunista de la Unión Soviética decreta:

1. Liquidar las asociaciones de escritores proletarios
2. Unificar a todos los escritores que sostienen la plataforma del poder político y que aspiran a participar en la construcción socialista en una única unión de escritores soviéticos que incluya una fracción comunista.
3. Realizar cambios análogos en las demás disciplinas artísticas.
4. Encomendar al Buró de Organización que desarrolle medidas prácticas para la ejecución de esta decisión.

Anexo 2

DIEGO RIVERA, ANDRÉ BRETON, LEÓN TROTSKY “MANIFIESTO POR UN ARTE LIBRE Y REVOLUCIONARIO” MÉXICO 25 DE JULIO DE 1938.
No exageramos al afirmar que nunca ha estado la civilización tan amenazada como ahora. Los vándalos, empleando medios bárbaros y comparativamente inútiles, han abandonado la cultura de la antigüedad en una esquina de Europa. Vemos la civilización mundial, unida en su destino histórico, tambalearse bajo los golpes de fuerzas reaccionarias armadas con todo el arsenal de la tecnología moderna. No sólo estamos pensando en la guerra mundial que se acerca. Incluso en tiempos de “paz”, la situación del arte y de la ciencia se ha hecho intolerable.
Desde el momento en que se origina en el individuo, desde el momento en que se pone en juego talentos subjetivos para producir un crecimiento objetivo de la cultura, cualquier descubrimiento filosófico, sociológico, científico o artístico parece ser fruto de una oportunidad preciosa, es decir: la manifestación más o menos espontánea de la necesidad. Estas creaciones no se pueden ignorar, ni desde el punto de vista del conocimiento general (que interpreta el mundo existente), ni desde el punto de vista revolucionario (el cual, si quiere cambiar el mundo, necesita un análisis exacto de las leyes que gobiernan su movimiento). Específicamente, no podemos permanecer indiferentes ante la condición intelectual bajo la cual tiene lugar la actividad creativa, ni tampoco podemos dejar de considera las leyes particulares que gobiernan la creación intelectual.
Debemos reconocer que, en el mundo contemporáneo, se están destruyendo todas las condiciones que posibilitan la creación intelectual. A esto sigue necesariamente un proceso de degradación cada vez más evidente, no sólo de la obra de arte, sino también de la personalidad específicamente “artística”. El régimen de Hitler, que se ha librado de todos los artistas que expresaban la menor simpatía por la libertad, aunque fuese superficial, ha reducido a aquellos que todavía consintiesen en tomar una pluma o un pincel a la categoría de sirvientes doméstico s del régimen, con la misión de glorificarlo cuando se lo ordenen, de acuerdo con las peores convenciones estéticas posibles. Si hemos de creer las noticias, sucede lo mismo en la Unión Soviética, donde la reacción thermidoriana está en todo su auge.
No hace falta decir que nosotros no nos identificamos con la máxima de moda: “¡Ni fascismo ni comunismo!”, una mera convención típica del temperamento de los necios, los conservadores y los miedosos, que ahora quisieran estar en otro sitio y se aferran a los restos descompuestos del pasado “democrático”. El arte verdadero, que no se contenta con producir variaciones de esquemas, sino que insiste en expresar las necesidades interiores del hombre y de la humanidad de su tiempo, no puede dejar de ser revolucionario, no aspirar a una reconstrucción radical de la sociedad. Esto lo hace al librar a la creación intelectual de sus cadenas y al propiciar que toda la humanidad se eleve a alturas donde sólo genios aislados llegaron en el pasado. Pensamos que sólo la revolución social puede despejar el camino a una cultura nueva. Si, no obstante, rechazamos a la burocracia que ahora controla la Unión Soviética, es porque, a nuestro ojos, no   representa al comunismo, sino que es su enemigo más traicionero y peligroso.
El régimen totalitario de la URSS, trabajando mediante las llamadas organizaciones culturales que controla en otros países, ha extendido, por todo el mundo un profundo anochecer hostil a todo tipo de valor espiritual; un anochecer de impudicia y sangre en que se bañan aquellos que, disfrazados de intelectuales y artistas, han hecho del servilismo su carrera, de la mentira por dinero una costumbre y del excusar un crimen una fuente de placer. El arte ofial del estalinismo, con una desvergüenza sin parangón en la historia, emula sus esfuerzos de dignificar su profesión de mercenarios.
La repugnancia que inspira en el mundo del arte semejante negación de sus principios –una negación que ni siquiera los estados esclavistas se han atrevido a llevar tan lejos- debería provocar una condena activa y decidida. La oposición de los escritores y artistas es una de las fuerzas que pueden contribuir al descrédito y derrocamiento de regímenes que están destruyendo, junto con el derecho del proletariado de aspirar a un mundo mejor, todo sentimiento de nobleza e incluso de dignidad humana.
La revolución comunista no teme al arte. Se percata de que el papel del artista en una sociedad capitalista decadente viene determinado por el conflicto entre el individuo y las diferentes formas sociales que le son hostiles. Este hecho solamente, en la medida en que el artista es consciente de él, lo convierte en aliado natural de la revolución (…).
Merece la pena recordar aquí la concepción de la función del escrito del joven Marx:
Naturalmente, el escritor debe hacer dinero para vivir y para escribir (…). El escritor nunca considera su obra un medio. A sus ojos y a los ojos de otros, es un fin en sí misma, hasta el punto de que sacrifica su propia existencia por la existencia de su obra (…). La primera condición de la libertad de prensa es que no es una actividad comercial.
Esta declaración es pertinente ahora más que nunca contra quienes pretenden controlar la actividad intelectual para fines ajenos a ella misma y prescriben los temas al arte por supuestas razones de estado La libre elección de esos temas y la ausencia de toda restricción en su actividad y en el uso de sus obras son algo que el artista tiene derecho a reclamar como inalienables. En el ámbito de la creación artística, la imaginación debe escapar de toda limitación y bajo ningún pretexto puede ponerse bajo un reglamento. Expresamos nuestro claro rechazo a aquellos que nos exhortan, hoy y mañana, a consentir poner el arte bajo una disciplina radicalmente incompatible con su naturaleza y repetimos que estamos conscientemente resueltos a defender la fórmula de la completa libertad del arte.
Por supuesto, reconocemos que el estado revolucionario tiene derecho a defenderse contra el contraataque de la burguesía, incluso cuando este se cubre con la bandera de la ciencia o el arte. Pero existe un abismo entre esas medidas forzadas y temporales de autodefensa revolucionaria y el intento de dar órdenes a la creación intelectual. Si bien, con vistas al mejor desarrollo de las fuerzas de producción material, la revolución debe construir un régimen socialista centralizado, para desarrollar la producción intelectual se debe establecer desde un primer momento un régimen anarquista de libertad individual.¡No a la autoridad, no al dictado, no a la mínima traza de órdenes desde arriba! Solo sobre una base de cooperación amistosa, sin imperativos externos, podrán realizar su tarea los académicos y los artistas, y lo harán mejor que nunca en la historia (…).
En el periodo presente de agonía del capitalismo, tanto democrático como fascista, el artista se ve amenazado con la pérdida de su derecho a vivir y seguir trabajando. Ve todas las vías de comunicación bloqueadas por los escombros del colapso del capitalismo. Es natural que se acerquen a las organizaciones estalinistas, las cuales le ofrecen la posibilidad de escapar de su aislamiento. Pero, si quiere evitar la desmoralización completa, no puede permanecer en ellas, por la imposibilidad de enviar su propio mensaje y por el servilismo degradante que le exigen esas organizaciones a cambio de ciertas ventajas materiales. Debe entender que su sitio es otro, no entre los que traicionan la causa de la revolución y de la humanidad. Sino entre aquellos cuya fidelidad inamovible da testimonio de la revolución; entre los que, por esa razón, son los únicos capaces de realizarla y, con ella, la expresión más libre y perfecta de todas las formas de genialidad humana.
El objetivo de esta convocatoria es encontrar un espacio común en el que se puedan reunir todos los escritores y artistas del mejor modo para servir a la revolución mediante su arte y defender la libertad del propio arte contra los usurpadores de la revolución. Pensamos que las tendencias estéticas, filosóficas y políticas más dispares pueden encontrar aquí una base común. Aquí pueden marchar los marxistas junto a los anarquistas, si ambos partidos rechazan sin paliativos el espíritu reaccionario y policial representado por José Stalin y su acólito García Oliver.
Sabemos muy bien que, hoy en día, hay miles y miles de pensadores y artistas aislados repartidos por todo el mundo, con sus voces ahogadas por los coros ruidosos de mentirosos bien disciplinados. Cientos de pequeñas revistas locales intentan reunir voces jóvenes a su alrededor, buscando nuevos caminos y no subsidios. Las tendencias progresistas en arte son destruidas por los fascistas por “degeneradas”. Las creaciones libres son llamadas “fascistas” por los estalinistas. El arte independiente y revolucionario debe ahora unir fuerzas contra la persecución de los reaccionarios. Debe proclamar en alto su derecho a existir. Semejante unión de fuerzas es el objetivo de la Federación Internacional del Arte Independiente Revolucionario, la cual creemos necesario construir.
No queremos insistir en ninguna de las ideas presentadas en este manifiesto, que solo consideramos el primer paso en esa dirección. Instamos a hacerse oír a todos los amigos y defensores del arte, que no pueden sino darse cuenta de la necesidad de este llamamiento. Hacemos el mismo llamamiento a aquellas publicaciones de izquierdas que deseen participar en la creación de la Federación Internacional y fijar sus tareas y sus líneas de acción.
Cuando se establezca una relación internacional preliminar mediante la prensa y la correspondencia, procederemos modestamente a la organización de congresos locales y nacionales. El paso final será la asamblea de un congreso mundial que declarará oficialmente la fundación de la Federación Internacional.
Nuestros objetivos:
La independencia del arte –por la revolución
La revolución – ¡por la liberación completa del arte!

Anexo 3


 ZHDANOV: Fragmentos del discurso del I Congreso de Escritores Soviétivos de la Unión, 1934 (*)

“Bajo el liderazgo del Camarada Stalin, el Partido está organizando las masas hacia la lucha para destruir los elementos capitalistas de una vez por todas, para erradicar los vestigios del capitalismo en nuestra economía y en la mente de nuestro pueblo, y para completar la reconstrucción técnica de nuestra economía nacional. La erradicación de los vestigios capitalistas en la conciencia del pueblo significa luchar contra todo vestigio de influencia burguesa sobre el proletariado, contra el relajo, la frivolidad y la ociosidad, contra la arbitrariedad y el individualismo, contra la corrupción y deshonestidad hacia la propiedad social”.

“Sólo la literatura soviética podría convertirse y se ha convertido de hecho en una literatura avanzada e imbuida de pensamiento. Es un todo uno con nuestra construcción socialista”.


“Un desorden de misticismo, obsesión religiosa y pornografía es característico del declive y decadencia de la cultura burguesa. Las “celebridades” de esa literatura burguesa que ha vendido su pluma al capital son hoy ladrones, detectives, prostitutas, chulos y gangsters”.

“Nuestra literatura soviética no teme ser tildada de tendenciosa, pues en nuestra época de lucha de clases no hay ni puede haber literatura desclasada, no tendenciosa y “apolítica”. Y a mí me parece que todos y cada uno de los escritores soviéticos podría decir a cualquier burgués torpe de ingenio, a cualquier filisteo o a cualquier escritor burgués que habla de tendenciosidad de nuestra literatura: “Sí, nuestra literatura soviética es tendenciosa y estamos orgullosos de ello, pues nuestra tendenciosidad es para liberar a la clase trabajadora –y al conjunto de la humanidad- del yugo de la esclavitud capitalista”.

“Cread obras de gran destreza, de profundo contenido ideológico y artístico. Sed los más activos organizadores de la remodelación de la conciencia del pueblo en el espíritu del socialismo. ¡Permaneced en las primeras líneas de los luchadores, por una sociedad socialista sin clases!”

(*) La traducción del texto en inglés sobre el original, es mía (mis disculpas por los posibles errores). El texto completo se puede ver en el siguiente enlace:

martes, 23 de agosto de 2016

El espectador






Es posible que alguien que lea esta entrada pueda sentirse molesto, incluso ofendido; mis disculpas en tal caso, pero aunque estoy criticando hasta el ridículo las actitudes de los mal llamados espectadores, la intención última no es otra que intentar focalizar la atención de los que visitan museos y exposiciones en aquello para lo que se supone que acuden a contemplar: la obra de arte.

Hace décadas que vengo observando las diversas actitudes que tienen muchos visitantes en museos y exposiciones, y no como una simple distracción mía, sino muy a mi pesar; es difícil tratar de abstraerse en la contemplación de una obra cuando alguien se interpone entre uno y lo que está mirando, o te desplaza por la urgencia de sacar una foto, o te regala los oídos con "comentarios" de lo más variopinto y por lo general poco enriquecedores. Y sin ser un fenómeno nuevo, sí resulta cada vez más frecuente gracias a las aportaciones de la tecnología puestas en manos equivocadas.

Enumeraré algunos casos sobre los que he tenido el dudoso privilegio de ser testigo:

-Gente en la Capilla Sixtina, guía visual en mano, comprobando que la ilustración publicada coincide efectivamente con el fragmento del fresco de allá arriba. Para mayor seguridad, mirar la ilustración colocándola hacia arriba de forma que se solape con la imagen del original; ya no puede caber duda, se puede pasar corriendo a la siguiente sala. Tiempo total empleado, menos dos minutos.

-Visitante en una exposición de Goya comentando el elaborado trabajo de talla de madera del marco de uno de los cuadros, a pesar de presentar un desconchón en el dorado que revelaba la inequívoca blancura de la escayola, pero algo hay que decir...

-Turista ante el San José Carpintero de Georges de Latour dedicando 2 segundos de su valioso tiempo en mirar algún detalle marginal, sin duda lo más notable del cuadro según su criterio, antes de pasar a la siguiente obra, ya no sé si con la misma celeridad y capacidad de apreciación.

-Paseantes en grupo dentro de una sala de exposiciones hablando animadamente de la vida y milagros de algún conocido común, deteniéndose súbitamente para leer en título de la obra y comunicárselo a los acompañantes con gesto de sabia aquiescencia, que para eso hemos venido a la exposición, antes de continuar el paseo y la conversación. Al menos consta que saben leer.

-Visitante dedicando todo su tiempo de visita a sacar fotos de absolutamente todas las fotografías de una exposición sobre Vivian Maier, pasando de una a otra sin solución de continuidad y sin dedicar a los originales expuestos más tiempo del necesario para apretar el botón de disparo de su cámara.

-Codazos, empujones, sonrisa y disculpa, pero la foto de cuadro y cartela tienen prioridad absoluta. Me hago cargo, el catálogo de la exposición no sólo es caro, sino que no se puede subir a redes sociales y sobre todo no incluye al "aficionado" en cuestión, y así no hay forma de autoreivindicarse en lo que sea que se quieran reivindicar.

-El selfie. Gracias principalmente a los smartphones, hemos alcanzado una nueva dimensión contemplativa que implica necesariamente dar la espalda a la obra que en teoría se ha ido a visitar, ahora incomparablemente enriquecida con la sonriente imagen en primer plano del cultivado espectador.

Como creo que tanto la vanidad como la necesidad de autopromoción y de reflejar la imagen de uno mismo dentro de los cánones de lo envidiable no figuran entre mis debilidades inconfesables, me cuesta mucho entender a este género de "espectadores", como tampoco comprendo el fenómeno en que se ha convertido el "turismo cultural". Por supuesto que hay visitantes realmente interesados en lo que contemplan, pero son una minoría. El grueso lo compone una amalgama variopinta de sujetos que son conducidos (o más bien pastoreados) por monumentos y museos, esas cosas que "hay que ver" y que figuran en las guías turísticas que todos y cada uno de ellos porta en mano o bolsa de viaje. Engullen a velocidades de pasmo todo aquello que miran, sin ver ni comprender, en maratones que les dejan extenuados; se les ve con frecuencia dormitando su fatiga en los bancos de los museos, o subiendo a sus perfiles de redes sociales aquello a lo que sacaron una foto (de alguna manera hay que registrar el evento). Hacen de todo, menos intentar disfrutar lo que tienen ante ellos (ver fotos 3 y 4).

Sinceramente, no entiendo ese tipo de comportamiento, ni el sentido que tiene esa forma de viajar. La gente interesada realmente en la cultura sabe lo que quiere ver, selecciona su destino en función de aquello que le interesa y, además de tener una idea cabal de lo que se va a encontrar -algo más elaborado que lo que puedan contar las guías de Lonely Planet-, se molesta en informarse y preparar su viaje. Jamás se guían por destinos de moda (la imbecilidad humana jamás deja de sorprender) y no conciben la idea del tour guiado salvo que sea prescripción legal o esté en juego su integridad física.

Pero son la excepción. El turista medio concibe el viaje como una especie de fetiche que se justifica a sí mismo. Que elija Roma o Vietnam para hacer su visita poco tiene que ver con los atractivos del destino en cuestión, y quizá más con las posibilidades económicas del momento concreto. Una vez allí, se adapta a lo que haya: pagodas, catedrales, museos o mercados callejeros tienen exactamente la misma prestancia en su criterio, si se le puede llamar así, siempre y cuando puedan dejar constancia de su paso por esas latitudes; supongo que se les puede imaginar una especie de placer mezquino en causar envidia a familiares y amistades cuando les muestran (léase "torturan" en la mayoría de los casos) las ristras de fotografías que ilustran su aventura de avezado viajero.

A una escala más reducida nos encontramos con el espectador local, el que acude a los eventos culturales de su ciudad acuciado por el mismo imperativo de lo que "hay que ver". Atendiendo a la actitud generalizada que se aprecia en las salas, el interés contemplativo de estos aficionados es poco menos que nulo. Acuden a ver a Caravaggio con el mismo interés que prestarían (y probablemente lo hacen) a una exposición sobre James Bond, y por descontado que ambos eventos dejan la misma impresión en su memoria.

Existe en todo esto una falta de comprensión casi absoluta de lo que se tiene delante, y no es algo que se pueda suplir con la información contenida en el panfleto de una exposición o una audioguía. La verdadera razón de ser de una obra de arte no es otra que provocar una emoción estética; si tal emoción viene asociada con un mensaje o una historia del tipo que sea, en realidad es secundario (al menos hoy día). Es más, la transmisión de tal mensaje será eficaz precisamente por la asociación psicológica con eso que se mira y emociona, cosa que conoce perfectamente cualquier propagandista. Por lo demás, si lo importante fuera el mensaje y éste puede ser transmitido por otras vías, la obra de arte no tendría mucha razón de ser; si existe, es porque lo que contiene no puede ser transmitido de otra forma, y en este sentido requiere una atención que rara vez se le presta.

Cuando se acude a contemplar una obra de arte, lo que menos sentido puede tener es la prisa, que a la sazón es una de las virtudes de turistas y visitantes, como si ver mucho en poco tiempo les fuese a acarrear algún tipo de recompensa. Probablemente no es más que una extensión del modo de vida apresurado que ya se da a escala planetaria, aunque no es una cuestión de la que me vaya a ocupar ahora mismo, pero insisto en que la prisa es incompatible con el disfrute estético, y curiosamente es en la contemplación de aquello que no está condicionado por una dimensión temporal prefijada (las artes plásticas, la arquitectura, el urbanismo, el paisaje...) donde el contemplador medio tiene empeño en meterla. A nadie se le ocurriría ver una película a cámara rápida, o escuchar una sinfonía a 45 rpm. (doy por sentado que aún se recuerdan los lp's y los singles en vinilo) por aquello de poder pasar a ver/escuchar otra cosa. Independientemente de la capacidad de apreciación de cada cual, tal aberración de la prisa en la contemplación sólo se "justifica" por el afán de consumo en cantidad, y puesto que el arte pertenece exclusivamente a la esfera cualitativa, el error es doble puesto que se acaba por no contemplar nada.

Es posible que este sinsentido esté en la raíz de la obsesión por sacar fotos de lo que se ve, y es que la cámara sí tiene la capacidad de captar todos los detalles en un instante, aunque con el mismo nivel de comprensión que el zoquete que aprieta el botón. Los humanos (algunos, al menos) tenemos memoria, y ésta necesita de un tiempo para ser correctamente estimulada de modo que la vivencia se convierta en algo memorable; aquello que decía Milan Kundera de que "el grado de lentitud es directamente proporcional a la intensidad de la memoria; el grado de velocidad es directamente proporcional a la intensidad del olvido". Personalmente, sólo veo sentido en contemplar una obra de arte en la medida en que es capaz de dejar una huella en mi memoria; es seguro que no recordaré todos los detalles de lo que en su día vi, pero lo que sí me queda es el recuerdo de la impresión que la obra dejó en mí, y que puedo rememorar sin dificultad cuando veo una reproducción. Tema aparte es cuando se vuelve a ver el original, y entonces además se puede hacer una apreciación nueva además de evaluar el recuerdo; cuestión ésta, la de volver a ver, que parece no tener sentido en absoluto en la mente del turista voraz, o sólo cuando mira (en la mayoría de los casos una vez y ya) la fotografía que tomó del objeto en cuestión y que constituye su justificación de la no necesidad de volver a ver lo mismo. Cualquiera le explica que una obra de arte está lejos de agotarse en una mirada, que la forma de ver está condicionada por las circunstancias vitales del momento, que en la mayoría de los casos siempre se encuentran detalles nuevos o nuevas apreciaciones de los mismos detalles; en definitiva, que la obra de arte nunca decepciona en cada una de las ocasiones en que se la contempla.

Cualquiera podría estar pensando leyendo esto que estoy en contra de que la gente en general acuda a los museos y exposiciones, que mantengo una posición elitista, o qué se yo... Pero no es ésa la idea, al contrario. Me encantaría que la gente disfrutase del patrimonio artístico todo lo que pueda, y por eso critico las actitudes que sé que les apartan de esa posibilidad; y lo sé por experiencia porque en su día yo también fui un adolescente gilipollas que hacía bulto en los museos sin prestar mayor atención a lo que tenía delante, ocupado que estaba en otras chorradas. Y con la salvedad de la edad, me parece que mi actitud de entonces no era mucho peor que la que se puede ver cualquier día en cualquier museo por el visitante medio; sinceramente, no tengo la menor idea de por qué echan horas haciendo algo que ni les aporta nada, ni seguramente les gusta. Pero claro, hay que dar una imagen adecuada en una época en que cada cual puede exhibir una pseudorealidad de sí mismo, y pasar por aficionado al arte siempre da relumbrón a una existencia gris y desilusionante. El arte reducido a un instrumento de promoción personal.

El resultado inmediato en museos y salas de exposición es una sobresaturación de visitantes que dificulta y entorpece la experiencia contemplativa (ver foto 1), no digamos ya la de las obras más célebres (no necesariamente las mejores ni las más interesantes), algo que se convierte en una empresa imposible. Poco a poco se va instalando un modelo de difusión cultural del patrimonio artístico basado en los grandes "hitos"; una yuxtaposición de obras puntuales, fetichizadas por un público ignorante, y aisladas de su contexto, lo que impide su correcta interpretación y valoración, y evidenciando que "número de visitantes" a menudo está muy alejado de "difusión del patrimonio".

Se señalará que no todo es negativo, que de este modo se incrementan los ingresos económicos de las instituciones culturales. Cierto, pero, ¿a qué precio? Al de adulterar la función de la cultura en beneficio de otros intereses económicos de mayor dimensión. La implantación de un modelo de autonomía de gestión en las instituciones culturales puede que haya permitido incrementar los ingresos propios, pero eso mismo es en lo que se escudan las instancias políticas para mantener en precario o disminuir sus aportaciones, absolutamente imprescindibles, para el desarrollo de las funciones estatutarias que le fueron atribuidas a esas instituciones; en último extremo, el objetivo no es otro que el de reducir el gasto que representa la cultura para la Administración, haciendo necesaria la intervención de un sector privado cuyo exclusivo propósito es el lucro económico a través principalmente de beneficios fiscales, algo de lo que ya hablé en la entrada "El MNCARS tiene un camino que conduce al IBEX".

Todavía se alegará que el patrimonio cultural es necesario como reclamo para sectores tan importantes en la economía como el turismo, lo cual es innegable, y en principio parece razonable. Pero hay que tener cuidado con esa vía y no tomarla como un modelo de crecimiento ilimitado, y menos aún potenciarlo como sector clave de la economía de una nación. Supeditar el patrimonio a las necesidades del turismo y otros intereses materiales conlleva la hipertrofia de ese sector y a la larga la propia adulteración y destrucción de ese patrimonio. Ya hace décadas que esto se viene observando en los centros de sol y playa, y en menor medida en los destinos culturales. En éstos últimos es común que el desarrollo turístico se haya llevado por delante el tejido social de sectores enteros de las ciudades, convertidos en una especie de escenarios para satisfacer las necesidades voraces de los turistas, y no son pocas las urbes que alertan de que esta tendencia a lo que conduce es a que pierdan su propio atractivo como destino de interés cultural. Es como ir asesinando la gallina de los huevos de oro, y la solución se antoja verdaderamente complicada.

En lo que respecta a los museos y salas de exposición, lejos de ser la solución única a los problemas de los que viene adoleciendo el arte, una aportación sería prohibir definitivamente tomar fotografías. Cuando menos, sería una especie de filtro para mantener alejados a los imbéciles y horteras que sólo se preocupan por su imagen virtual, al tiempo que el visitante se vería forzado a centrarse en la obra o largarse a molestar a otro lado; los que verdaderamente tienen interés en la contemplación no les iban a echar de menos. A la larga se haría evidente que la gestión cultural no puede basarse en la cantidad de borregos que pagan entrada como propugnan los criterios economicistas, los mismos que se vanaglorian de estar impulsando un turismo de "calidad" cuando sólo saben contabilizar divisas y tasas de ocupación hotelera.

En realidad la pregunta sería si la cultura (y el público) tiene algo que ganar cuando se la hace subsidiaria de la industria hostelera. Opinen.




FOTOS


FOTO 1: Caterva de turistas admirando el retrato de Mona Lisa al tiempo que ignoran de forma palmaria la pintura veneciana

FOTO 2: El Veronés, Las bodas de Caná (1563). Encuadre fotográfico como mandan los cánones. Abajo a la derecha, el nombre del blog ya da una pista de qué va el asunto en realidad.

FOTO 3: C. Brancusi, La musa dormida (1910) convertida en escultura interactiva.

FOTO 4: G. Wood, Gótico Americano (1930) y simpático parodiante.

FOTO 5: V. van Gogh, Girasoles (1889). La audioguía no explica que al dar la espalda al cuadro el único ojo operativo es el del culo.

sábado, 23 de julio de 2016

Toulouse-Lautrec y la imagen de la mujer




John Berger: Modos de ver, capítulo 2 (*)



La idea principal en el documental de John Berger es la de la imagen de la mujer dentro de un código ideológico patriarcal, y por tanto profundamente masculino, que salvo raras excepciones ha dominado la forma de la representación de la mujer hasta aproximadamente la aparición de Manet, cuando se empieza a dar un giro en esa imagen realizada hasta entonces.

Un factor añadido que convendría subrayar es que las representaciones de las que habla Berger fueron realizadas mayoritariamente a lo largo de un periodo de tiempo durante el cual la dimensión pública del arte apenas existía más allá de los cuadros de altar, las estatuas y monumentos públicos y ocasionalmente el arte efímero con motivo de algún tipo de celebración. En todos estos casos, cuando aparece la representación de una  mujer como protagonista de una obra de arte, está desprovista de su dimensión genuinamente femenina, encarnando un ideal de virtud principalmente religiosa (o la forma de virtud religiosa reservada a la mujer) y en contadas ocasiones también cívica. En otras palabras, son las cualidades de la santa o de la heroína lo que se representa y exalta por encima de la cualidad femenina. Es más, cuando la representación de la mujer no es la de la santa o la heroína, sus cualidades son negativas: la estúpida soberbia de Eva o la encarnación de la tentación que han de superar el abnegado santo y el varón virtuoso, y ante la que sucumbe el débil mortal guiado por sus torpes instintos.

Pero junto al arte público también existía un arte privado destinado a satisfacer el placer estético de las élites dominantes que constituían la otra parte principal, junto con la Iglesia, de la clientela de artistas. En estas imágenes privadas (semipúblicas en el mejor de los casos, y en toda circunstancia sólo al alcance contemplativo de los poderosos) se repite y amplifica el código de valores patriarcal –digo “patriarcal” y no “machista” porque entiendo que en este tipo de representaciones hay otros aspectos vinculados al orden social patriarcal que los meramente de género-. Es en este ámbito privado donde se desarrolla la tradición del desnudo, en el que la mujer queda mayoritariamente reducida a la condición de un cuerpo-objeto, una posesión de plena disponibilidad, un ser evaluado y autoevaluado para cumplir las exigencias que de él se espera para satisfacción del espectador, oculta su realidad en la sutil trampa que representa una desnudez convertida ahora en un disfraz carente de misterio.

La difusión de esta visión de la mujer es, no obstante, escasa, pero su importancia radica en esa especie de marchamo de legitimidad que el arte concede a toda ideología que contiene, que no es otra que la de la clase dominante, y por tanto un contenido extra-artístico. Esa misma difusión reducida explica las limitaciones del arte como vehículo de cambio de mentalidades, y sin embargo sería del propio arte de donde vendría una renovada visión sobre la mujer; aunque para ser justos hay que reconocer que el cambio se debe a una nueva visión estética más que a un posicionamiento ideológico por parte de los artistas.

El interés creciente de los artistas por la representación veraz de la realidad desde mediados del siglo XIX (lo que no implica, salvo excepciones contadas, una militancia ideológica de contenido social) les llevaría a prescindir de todas las convenciones sobre temas y modos de representación que imperaban en el arte desde el Renacimiento. El artista cobra una gran autonomía, ya no se debe a los encargos de las élites e instituciones de poder, que son las que en mayor medida contribuyen a perpetuar la visión tradicional en cuanto a formas y contenidos, tradición que en todo caso pervivirá en el circuito academicista de los Salones oficiales.

El arte ya no es patrimonio exclusivo de los poderosos y su visión del mundo y de sí mismos. El Impresionismo representa un renovado impulso a la visión realista en la pintura, y aunque en origen es fundamentalmente formal, de una manera coherente hace extensivo ese realismo a los temas de la pintura, que se ocupa de forma creciente de escenas y personajes populares. Las tabernas y salas de baile, los espacios de recreo, la vida de la calle con todo el variado paisaje humano que lo puebla se convierte en tema común (que no exclusivo) de la pintura. Al mismo tiempo, e igualmente coherente con esa visión realista, se produce un progresivo distanciamiento de posiciones moralizantes por parte de los artistas. No se trata de si toman o no partido, o de si se puede extraer alguna forma de contenido social de las obras, sino de representar la realidad tal cual es, sin manipulación alguna tanto en lo formal como en cuanto contenidos. Eso ya queda a criterio del espectador.

En línea con esta visión estética, la imagen de la mujer en el arte experimenta un cambio radical. La camarera, la fámula, la costurera, la bailarina, la prostituta… Todos los perfiles populares de mujeres cobran protagonismo como parte intrínseca de la sociedad, su dinámica y su paisaje; ya no es exclusivamente esa dicotomía entre la santa y la puta en que se había convertido la mujer en la representación tradicional del arte. Y probablemente, quien llevaría más lejos que nadie en su tiempo esta nueva visión de la mujer sería Henri de Tolouse-Lautrec, en especial en los numerosos cuadros y bocetos que realizó sobre las prostitutas y la vida en el burdel.

Lautrec fue ante todo un retratista, tanto de personajes como de los ambientes de su época y muy particularmente de la vida de Montmartre, escenario principal de sus continuas correrías nocturnas por salas de fiesta, tabernas y prostíbulos. Aunque en su obra aparecen tanto hombres como mujeres, se puede apreciar la especial fascinación que siente por estas últimas; comenzando por su madre y terminando con las prostitutas con las que llegaba a convivir a temporadas en los burdeles, Lautrec plasma en su obra a las mujeres de prácticamente todo el espectro social de su tiempo.


H. de Toulouse-Lautrec: Mujer pelirroja sentada en el jardín de
 Monsieur Forest (Carmen Gaudin), (1889)
En su manera de pintar no hace ningún tipo de distinción en el tratamiento que pueda dar a una aristócrata como su propia madre o a una humilde lavandera como la pelirroja Carmen Gaudin, lo que es un reflejo de su propia actitud vital de desprecio por la pompa y la convención social clasista. Y no es que Lautrec fuese una especie de apólogo del igualitarismo, sino que simplemente no le interesaba en absoluto la distinción social, aunque es posible que tal actitud fuese un lujo que él se podía consentir por pertenecer a una de las más rancias familias nobles de Francia, algo de lo que era muy consciente llegado el caso para mofarse del esnobismo burgués o referirse a ciertas dinastías nobiliarias como “criadores de cerdos”.

El interés de Lautrec era otro, la vida en su más amplio sentido, libre por completo de las rigideces sociales, el desenfreno y la diversión del que él mismo era un consumidor insaciable en compañía de los más variados amigos y personajes de la crápula, sin distinciones; el ambiente en definitiva que encontraba en los locales de esparcimiento de Montmartre que incansablemente plasmaba entre juerga y juerga. Y es que su dimensión de retratista estaba indisociablemente ligada a la representación del ambiente; la individualización de los caracteres más diversos se da sobre todo en cuanto que son protagonistas o comparsas de esa vida bulliciosa, el interés no es tanto la captación fidedigna de los rasgos del representado como reflejarles como parte de ese tumulto festivo y vital al que toma el pulso de manera magistral. Lautrec retrata ese mundo, y a sus protagonistas en cuanto que son parte de ese mundo.

Lautrec se acerca al ambiente de las clases populares en la misma medida en que se aparta del ambiente de burgueses y aristócratas, y su obra responde consecuentemente a esta condición; ni le interesa ni se ocupa de la imagen circunspecta y prefabricada del gusto de las clases poderosas. Su actitud personal de proximidad al tipo común es la que le lleva a interesarse por su realidad y reflejarla en su obra, y dada su evidente fascinación por las mujeres, serán éstas a las que dedique una especial y más completa atención, llegando a conseguir reflejar su realidad íntima con un nivel de veracidad y comprensión desconocido hasta entonces.

H. de Toulouse-Lautrec: La madre del artista desayunando
en el palacio de Malromé (h. 1881-1883)
El afán de veracidad es el que lleva a Lautrec a apartarse de la imagen estereotipada del retrato de aparato. Para él debía de resultar cuando menos chocante el contraste entre, por ejemplo, las imágenes “oficiales” de su madre y la que él tenía de ella en su realidad cotidiana. Para él la realidad de su madre se acercaba más a esa imagen que nos la presenta en la actitud casi vulgar –y desde luego nada digna- de tomar un café por la mañana con las ropas de andar por casa, o descansando relajadamente en un jardín; nada haría pensar que estamos frente a una de las más prominentes aristócratas francesas, y sin embargo su realidad está efectivamente más cerca de esta imagen que de la que pueden reflejar sus retratos fotográficos.

Lautrec siempre intentará reflejar esa dimensión cotidiana en los personajes de sus cuadros, sobre todo de aquellos con los que llega a tener un trato más íntimo, y muy especialmente de las mujeres que conoce y aprecia. En este sentido vale la pena considerar el contraste que se puede apreciar entre las representaciones de Jane Avril actuando y la caracterización que de ella hace fuera del escenario, en la calle, con una actitud de solitaria reserva, discreta e introspectiva; no es fácil imaginar que sea la misma mujer que baila desenfrenadamente agitando una de sus piernas levantadas para deleite de público y admiradores.

H. de Toulouse-Lautrec: Jane Avril
bailando (1892)
H. de Toulouse-Lautrec: Jane Avril saliendo del
Moulin Rouge (1893)




Sospecho que Lautrec debía ser muy consciente de este tipo de contrastes entre la imagen pública del personaje y su realidad cotidiana, al menos tal como él la percibía, y es hacia la representación de esta realidad donde a menudo vuelca su esfuerzo. Los casos de su madre o de Jane Avril creo que están en esta línea, pero donde entiendo que va más lejos es en la imagen que nos dejó de las prostitutas y de la vida del burdel. Aquí, y enlazando un poco con el contenido del documental de John Berger, es donde podemos observar mejor la profunda diferencia que hay entre aquella imagen tradicional de la mujer en el arte y la que ahora nos ofrece Lautrec.

De cuando en cuando, Lautrec decidía apartarse una temporada de su dinámica cotidiana y buscaba refugio en los burdeles, donde sabía que era bien recibido tanto por los propietarios como por las prostitutas, a las que conoce y con las que llega a intimar de un modo mucho más significativo que la ocasional relación prostituta-cliente. Comparte la vida de las chicas como un residente más, las trata con naturalidad y cariño, y ellas le corresponden del mismo modo, sin importarles su aspecto y posición social; hay en definitiva un vínculo humano entre ellas y él que tiene su traslación en las obras que realiza durante estas estancias.

Desde esta posición que se podría decir de observador privilegiado, Lautrec refleja las distintas estampas de la cotidianidad de la vida dentro del burdel, tanto de la parte privada e íntima como de la profesional, aunque significativamente jamás realizará una imagen de sexo comprado, como tampoco representa a ningún cliente, lo que refuerza la idea de que el interés del pintor va más allá de la imagen pública de las prostitutas para centrarse sobre todo en su dimensión personal –lo que de manera similar sucede con los retratos de su madre o de Jane Avril-; intenta captar, en definitiva, la propia vida de las chicas dentro del burdel, evidenciando el contraste con su papel fingido estrictamente profesional.

 Lo que finalmente consigue Lautrec es ofrecernos el retrato más completo y fiel que ha dado el arte del ejercicio de la prostitución en todas sus dimensiones, salvo la parte carnal de su oficio; nos ofrece lo que no se ve: su realidad. En un correlato con todo lo que nos cuenta John Berger sobre la imagen convencional de la mujer en el arte, se diría que la obra de Lautrec consigue sacarle todas las vergüenzas a la tradición y en especial a la hipócrita ideología patriarcal que le dio forma.

Creo que no podría haber un ejemplo mejor que la imagen de una prostituta para analizar la idea de la mujer como alguien permanentemente bajo la mirada escrutadora, evaluadora y autoevaluadora; como ese “objeto” de deseo a plena disposición del observador; ese “ser visto” más que ser “uno mismo”. Nadie está más expuesto en este sentido que una prostituta, pero veamos cómo se refleja esta condición a los ojos de Lautrec.

H. de Toulouse-Lautrec: En el salón de la Rue des Moulins (h. 1894)
Podemos tomar el cuadro del Salón de la Rue del Moulins como una especie de centro alrededor del cual orbitan el resto de imágenes sobre la vida en el burdel. Esta obra, dejando aparte los estudios y bocetos para realizarla, representa la parte profesional de la prostitución (además del servicio sexual como tal, que como ya he dicho, Lautrec nunca pintó); la recreación del escenario, puesto que es el escenario para una representación, dispuesto para estimular el apetito del cliente; la mujer expuesta a la mirada, la evaluación, el juicio, el deseo y la disposición libre del varón. Lautrec nos presenta una imagen cuyo motivo, la espera en el salón del prostíbulo, lleva implícito todo aquello que nos expone Berger como presente, de forma más o menos velada, en la imagen convencional de la mujer en la pintura occidental. Tanto por el tema como por esa forma objetiva de espectador imparcial propia de Lautrec, se nos hace evidente que la tradición del arte en Occidente ha representado a la mujer sustancialmente como una ramera. Y a partir de aquí, cada cual que saque sus propias conclusiones respecto a la ideología que dio forma a este arte.

Pero tenemos que ver el Salón de la Rue del Moulins junto con el resto de las imágenes relativas al burdel para hacernos una idea cabal de la diferencia que significa el modo de ver de Lautrec. La mayoría de estas otras imágenes representan estampas de la parte no pública del burdel y de las prostitutas, y es en ellas donde se hace más palpable que hay mucho más aparte de la carne consumible a precio tasado. Como apreciación personal, quiero ver en las dos únicas figuras que miran hacia la posición del espectador, la “madame” al fondo y la prostituta en segundo plano (la única que no muestra en forma alguna sus encantos), una especie de invitación a contemplar esa otra realidad mucho más verídica que no se ve. La prostituta nos diría que hay algo más que su carne, y la “madame” representaría la encarnación de la vida completa del burdel y sus protagonistas, tanto la pública como la privada y oculta, puesto que las prostitutas eran residentes en los prostíbulos donde realizaban su trabajo.


E.Degas: La bañista (1885)
Lo que nos encontramos es una colección de imágenes que ilustran la cotidianidad de la vida dentro del burdel las 24 horas del día, convertida en una especie de rutina en la que no se oculta nada, pero tampoco se manipula la escena ni lo que sucede. La mirada de Lautrec es completamente limpia y objetiva; se diría que carece de la afectación de la pose de la modelo –“la modelo es siempre una muñeca disecada, pero ellas están vivas”, citando al propio pintor-, y con ello elude precisamente el presentar a la mujer como un ser permanentemente bajo observación. Menos todavía, pese a lo fácilmente que se prestaría la temática, es la mirada del voyeur que a menudo percibimos de una forma difícil de explicar en algunos de los cuadros de Degas. Y no es que las imágenes de Lautrec carezcan de sensualidad, e incluso de sexualidad, pero posiblemente sean las actitudes de las mujeres que él refleja las que de algún modo dejan completamente al margen al hipotético observador, que sería ignorado de una forma absoluta, inexistente, ajeno a ese mundo aparte que es la privacidad de la vida en el prostíbulo.

Las prostitutas se nos presentan en su realidad de mujeres de las más variadas formas: durmiendo con ese abandono que deja a la vista la parte inferior del cuerpo y la ropa de cama retirada, como sucede a resultas de un calor que casi sentimos; despertando junto a la compañera, todavía en esos momentos de pereza e intimidad compartida antes de dejar la cama; tomando un descanso antes de comenzar el trabajo; matando el tedio de la espera con los naipes; la revisión del ginecólogo; el lavandero del burdel… (ver anexo 1)

Un aspecto notable de la vida privada del burdel son las relaciones lésbicas que tenían las prostitutas entre sí (ver anexo 2), y que representa posiblemente el mayor contraste entre el papel público de la prostituta y su realidad íntima como mujer. Lautrec parece que siente una especial fascinación por las lesbianas, a las que con frecuencia veía en las salas de Montmartre ligando y seduciéndose entre ellas en un ambiente donde estas relaciones, absolutamente escandalosas para la sociedad bienpensante, se vivían con mucha mayor normalidad fruto de esa falta de rigideces morales que se daba en los locales de arrabal.

Observa el lesbianismo con especial curiosidad, pero sin realizar jamás una representación que hoy pudiésemos considerar obscena como lo fueron en su tiempo. Muy al contrario, Lautrec, sin eludir la imagen del acto sexual entre mujeres (algo por lo que voyeurs de ambos sexos pagaban por contemplar en los burdeles), se centra más en la dimensión afectiva, el cariño y la ternura que se profesan dos mujeres que se aman; de forma que las suyas son imágenes que resultan absolutamente verídicas en su humanidad, en el polo opuesto del carácter morboso y pervertido propio del mirón. Y en ese afán de realidad profunda e íntima que Lautrec representó mejor que nadie es donde reside posiblemente lo conmovedor de estas escenas. Entendemos ahora ese contraste entre lo “sucio” fuera y lo “puro” dentro.

H. de Toulouse-Lautrec: El lavandero del burdel (1894)
Ahondando más aún en esta idea, nos podemos detener brevemente en el cuadro de El lavandero del burdel, el único donde aparece un personaje ajeno al burdel. La mirada del hombre, dirigida claramente a la entrepierna de la prostituta que atiende el pedido, no oculta una lascivia apenas contenida. Es un aspecto que a primera vista parece anecdótico en su cotidianidad, casi cómico; pero más allá de esta dimensión grotesca (intencionada), se puede entender que esta parte sórdida de la vida de las prostitutas es la que viene de fuera, la que es ajena al burdel. El contraste que se da con las imágenes de las relaciones afectivas y sexuales, siempre deseadas, que suceden dentro del prostíbulo es más que evidente, y refuerza la idea de que el burdel es una especie de mundo aparte, auténtico, vivo, cuya “mancha” le viene en realidad de fuera. Yendo sólo un poco más lejos, podemos entender esta obra como un verdadero símbolo de la hipocresía social existente respecto a la prostitución, que es exactamente la posición moral de Lautrec en esta cuestión. El burdel no es sucio, es todo lo externo al burdel lo que lo hace sucio; es el sistema productivo imperante el que condena a la mujer a la prostitución, y la hipocresía de la ideología patriarcal la que se permite hacer una condena moral de lo que ella misma ha creado y perpetuado.

Lautrec no hace una pintura que dignifique la prostitución (¿hay, o hubo alguna vez, dignidad en la prostitución?), pero tampoco la condena, ni toma una actitud paternalista; la suya, y esto creo que vale para el conjunto de su obra, es una posición que aspira a la mayor objetividad posible prescindiendo de cualquier valoración moral, que precisamente le alejaría del realismo que pretende reflejar. Él sabe que la realidad es mucho más rica y compleja que las simplezas de la estrecha moral burguesa, hipócrita y puritana. Por su posición social conoce perfectamente a los que se supone que son sus iguales, los poderosos, la aristocracia de sangre y de dinero; pero también conoce sus debilidades y vergüenzas, las mismas que retrata de forma magistral Marcel Proust en En busca del tiempo perdido. Y como les conoce, le repugnan.

Lautrec fue una especie de oveja negra. Perteneciendo a la más alta nobleza, prefirió siempre sumergirse en el marasmo de los ambientes populares, que conocía a fondo, al igual que a sus protagonistas. Careció de ese snobismo social y soberbia que se le supone a los privilegiados. Prefirió siempre la compañía de personajes que el consideraba auténticos y vitales; le interesaban las personas, no sus títulos y honores, y entre sus amigos los encontramos de toda extracción social, desde aristócratas a prostitutas.

Su desprecio por la “calidad social” se ve reflejado tanto en su obra, que jamás se plegó a representar la visión de sí mismos de los poderosos (aun siendo cierto que él se lo podía permitir puesto que nunca necesitó la pintura como un medio de ganarse el pan), como en su propia vida, ya fuese compartiendo mesa y borracheras con bailarinas de can-can o refugiándose en los burdeles para compartir la existencia de las prostitutas. Y es en estos lugares donde encuentra la dimensión más humana de las personas, que a la postre es lo que verdaderamente valora lo suficiente como para representar en sus obras.

No le importa rodearse de estas mujeres de extracción social humilde, y él sabe que ésta no es la única forma de prostitución existente, que también está la de las grandes burguesas y señoras de la nobleza, compradas en matrimonio por sus acaudalados y notables esposos; los mismos que mantienen queridas en pisos de arrabales y frecuentan prostíbulos para saciar sus apetitos y depravaciones, inaceptables e imperdonables en su círculo social por esa moral absolutamente hipócrita que mantienen oficialmente tanto como violan de forma privada. Lautrec les conoce y se mofa de ellos, cuando les cita para hablar de negocios en los prostíbulos (con el consiguiente embarazo y escándalo del citado), o cuando en fiestas de sociedad dice con aparente inocencia sentirse tan a gusto como en un burdel.

Pero en su pintura olvida la acidez irónica y nos muestra todo lo que ama y le conmueve, esa vida en todas sus dimensiones que nunca se cansa de representar. Su obra está en el polo opuesto de las convenciones sobre temas y decoro que caracterizan a la pintura tradicional, con su rigidez y etiqueta tan del gusto de la ideología del poder que le da forma. Es esa misma ideología la que estableció el modo en que se representó a la mujer, tal como nos lo muestra Berger, con esa misma rigidez y etiqueta (cuando la hay) que convierte a las mujeres prácticamente en clichés, en personajes que no reflejan nada de su realidad individual, de su vida; seres pasivos, convertidos en una extensión cuando no una posesión de la figura masculina respecto a la cual siempre se encuentran en posición de dependencia.  


Y frente a esas “muñecas disecadas”, Lautrec nos ofrece  unas imágenes de mujeres que “están vivas”. Repasando el conjunto de las obras de Lautrec donde aparecen mujeres, ya sea como protagonistas o como parte de una escena, se aprecia fácilmente cómo las actitudes son muy diferentes; ahora vemos mujeres como sujetos activos, individualizados e independientes de figuras dominantes; seres con vida propia retratados en sus muchas dimensiones y diferentes circunstancias, en su imagen pública y privada (a menudo tan contrastada). Es una representación consecuente con la aspiración de pintar la realidad en toda su riqueza y complejidad, libre de la encorsetada imagen oficial o el estereotipo a que las relega la ideología patriarcal.

H. de Toulouse-Lautrec: Mujer desnuda frente
 a un espejo (1897)
Incluso en el desnudo la actitud es dsitinta de la tradicional. Si nos detenemos en el cuadro de Prostituta frente al espejo, vemos que los elementos son muy similares a los cuadros del mismo tema realizados con anterioridad, pero la actitud es muy diferente. De entrada, la mujer no está tan expuesta a los ojos del espectador, sino completamente centrada en su propia contemplación; pero a diferencia de la imagen tradicional de la “vanitas”, no hay nada que nos indique el más leve atisbo de frivolidad o coquetería, de deleite contemplativo ante la propia belleza. Parece más bien la actitud de quien se examina de una manera global, de quien mira su propia vida, sin disfraces; una autoevaluación, sí, pero no sólo de la imagen que se proyecta, sino más profunda, a la que un hipotético espectador resulta ajeno por completo; una contemplación, en definitiva, autónoma e independiente.


Lautrec ha terminado de romper de manera definitiva con la imagen única tradicional de la mujer que estaba asentada desde el Renacimiento y que todavía hoy pervive, aunque en circuitos tradicionalistas, casi marginales, alejados de toda corriente vanguardista. Deja abierta una nueva vía, otro modo de mirar que sería continuado por generaciones posteriores de artistas o renovado con nuevas aportaciones conceptuales que impulsarán también y de manera creciente las propias mujeres, incorporadas progresivamente al mundo del arte, donde muchas dejarán su propia impronta.



ANEXO 1:


H. de Toulouse-Lautrec: El reconocimiento médico (1894)

H. de Toulouse-Lautrec: Las damas en el comedor del burdel (1893)

H. de Toulouse-Lautrec: Mujer subiéndose las medias (1894)

H. de Toulouse-Lautrec: La cama (h. 1893-1894)

H. de Toulouse-Lautrec: Mujeres jugando a las cartas (h. 1893-1894)



ANEXO 2


H. de Toulouse-Lautrec: En la cama (1893)

H. de Toulouse-Lautrec: En la cama (El beso) (1892)

H. de Toulouse-Lautrec: Las dos amigas (1894)

H. de Toulouse-Lautrec: Las dos amigas (h. 1894-1895)

H. de Toulouse-Lautrec: Las dos amigas (La entrega) (1895)

H. de Toulouse-Lautrec: Burdel de la Rue des Moulins (Rolande) (1894)

H. de Toulouse-Lautrec: El sofá (h. 1894-1895)

H. de Toulouse-Lautrec: El beso (1892)


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(*) En Youtube está publicado el mismo documental original en color; lamentablemente no he podido encontrar subtitulado más que éste en blanco y negro