John Berger: Modos de ver, capítulo 2 (*)
La idea
principal en el documental de John Berger es la de la imagen de la mujer dentro de un código
ideológico patriarcal, y por tanto profundamente masculino, que salvo raras
excepciones ha dominado la forma de la representación de la mujer hasta aproximadamente
la aparición de Manet, cuando se empieza a dar un giro en esa imagen realizada
hasta entonces.
Un
factor añadido que convendría subrayar es que las representaciones de las que
habla Berger fueron realizadas mayoritariamente a lo largo de un periodo de
tiempo durante el cual la dimensión pública del arte apenas existía más allá de
los cuadros de altar, las estatuas y monumentos públicos y ocasionalmente el
arte efímero con motivo de algún tipo de celebración. En todos estos casos,
cuando aparece la representación de una
mujer como protagonista de una obra de arte, está desprovista de su
dimensión genuinamente femenina, encarnando un ideal de virtud principalmente
religiosa (o la forma de virtud religiosa reservada a la mujer) y en contadas
ocasiones también cívica. En otras palabras, son las cualidades de la santa o
de la heroína lo que se representa y exalta por encima de la cualidad femenina.
Es más, cuando la representación de la mujer no es la de la santa o la heroína,
sus cualidades son negativas: la estúpida soberbia de Eva o la encarnación de
la tentación que han de superar el abnegado santo y el varón virtuoso, y ante la
que sucumbe el débil mortal guiado por sus torpes instintos.
Pero
junto al arte público también existía un arte privado destinado a satisfacer el
placer estético de las élites dominantes que constituían la otra parte
principal, junto con la Iglesia, de la clientela de artistas. En estas imágenes
privadas (semipúblicas en el mejor de los casos, y en toda circunstancia sólo al
alcance contemplativo de los poderosos) se repite y amplifica el código de
valores patriarcal –digo “patriarcal” y no “machista” porque entiendo que en
este tipo de representaciones hay otros aspectos vinculados al orden social
patriarcal que los meramente de género-. Es en este ámbito privado donde se
desarrolla la tradición del desnudo, en el que la mujer queda mayoritariamente
reducida a la condición de un cuerpo-objeto, una posesión de plena disponibilidad, un ser
evaluado y autoevaluado para cumplir las exigencias que de él se espera para
satisfacción del espectador, oculta su realidad en la sutil trampa que
representa una desnudez convertida ahora en un disfraz carente de misterio.
La
difusión de esta visión de la mujer es, no obstante, escasa, pero su importancia
radica en esa especie de marchamo de legitimidad que el arte concede a toda
ideología que contiene, que no es otra que la de la clase dominante, y por
tanto un contenido extra-artístico. Esa misma difusión reducida explica las
limitaciones del arte como vehículo de cambio de mentalidades, y sin embargo
sería del propio arte de donde vendría una renovada visión sobre la mujer;
aunque para ser justos hay que reconocer que el cambio se debe a una nueva
visión estética más que a un posicionamiento ideológico por parte de los
artistas.
El
interés creciente de los artistas por la representación veraz de la realidad
desde mediados del siglo XIX (lo que no implica, salvo excepciones contadas,
una militancia ideológica de contenido social) les llevaría a prescindir de
todas las convenciones sobre temas y modos de representación que imperaban en
el arte desde el Renacimiento. El artista cobra una gran autonomía, ya no se
debe a los encargos de las élites e instituciones de poder, que son las que en
mayor medida contribuyen a perpetuar la visión tradicional en cuanto a formas y
contenidos, tradición que en todo caso pervivirá en el circuito academicista de
los Salones oficiales.
El arte
ya no es patrimonio exclusivo de los poderosos y su visión del mundo y de sí mismos.
El Impresionismo representa un renovado impulso a la visión realista en la
pintura, y aunque en origen es fundamentalmente formal, de una manera coherente
hace extensivo ese realismo a los temas de la pintura, que se ocupa de forma
creciente de escenas y personajes populares. Las tabernas y salas de baile, los
espacios de recreo, la vida de la calle con todo el variado paisaje humano que
lo puebla se convierte en tema común (que no exclusivo) de la pintura. Al mismo
tiempo, e igualmente coherente con esa visión realista, se produce un
progresivo distanciamiento de posiciones moralizantes por parte de los artistas.
No se trata de si toman o no partido, o de si se puede extraer alguna forma de
contenido social de las obras, sino de representar la realidad tal cual es, sin
manipulación alguna tanto en lo formal como en cuanto contenidos. Eso ya queda
a criterio del espectador.
En
línea con esta visión estética, la imagen de la mujer en el arte experimenta un
cambio radical. La camarera, la fámula, la costurera, la bailarina, la
prostituta… Todos los perfiles populares de mujeres cobran protagonismo como
parte intrínseca de la sociedad, su dinámica y su paisaje; ya no es
exclusivamente esa dicotomía entre la santa y la puta en que se había
convertido la mujer en la representación tradicional del arte. Y probablemente,
quien llevaría más lejos que nadie en su tiempo esta nueva visión de la mujer
sería Henri de Tolouse-Lautrec, en especial en los numerosos cuadros y bocetos
que realizó sobre las prostitutas y la vida en el burdel.
Lautrec
fue ante todo un retratista, tanto de personajes como de los ambientes de su
época y muy particularmente de la vida de Montmartre, escenario principal de
sus continuas correrías nocturnas por salas de fiesta, tabernas y prostíbulos.
Aunque en su obra aparecen tanto hombres como mujeres, se puede apreciar la
especial fascinación que siente por estas últimas; comenzando por su madre y
terminando con las prostitutas con las que llegaba a convivir a temporadas en
los burdeles, Lautrec plasma en su obra a las mujeres de prácticamente todo el
espectro social de su tiempo.
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H. de Toulouse-Lautrec: Mujer pelirroja sentada en el jardín de
Monsieur Forest (Carmen Gaudin), (1889) |
En su
manera de pintar no hace ningún tipo de distinción en el tratamiento que pueda
dar a una aristócrata como su propia madre o a una humilde lavandera como la
pelirroja Carmen Gaudin, lo que es un reflejo de su propia
actitud vital de desprecio por la pompa y la convención social clasista. Y no
es que Lautrec fuese una especie de apólogo del igualitarismo, sino que
simplemente no le interesaba en absoluto la distinción social, aunque es
posible que tal actitud fuese un lujo que él se podía consentir por pertenecer
a una de las más rancias familias nobles de Francia, algo de lo que era muy
consciente llegado el caso para mofarse del esnobismo burgués o referirse a ciertas dinastías nobiliarias como “criadores de cerdos”.
El
interés de Lautrec era otro, la vida en su más amplio sentido, libre por
completo de las rigideces sociales, el desenfreno y la diversión del que él
mismo era un consumidor insaciable en compañía de los más variados amigos y
personajes de la crápula, sin distinciones; el ambiente en definitiva que
encontraba en los locales de esparcimiento de Montmartre que incansablemente
plasmaba entre juerga y juerga. Y es que su dimensión de retratista estaba
indisociablemente ligada a la representación del ambiente; la individualización de los caracteres más
diversos se da sobre todo en cuanto que son protagonistas o comparsas de esa
vida bulliciosa, el interés no es tanto la captación fidedigna de los rasgos
del representado como reflejarles como parte de ese tumulto festivo y vital al
que toma el pulso de manera magistral. Lautrec retrata ese mundo, y a sus
protagonistas en cuanto que son parte de ese mundo.
Lautrec
se acerca al ambiente de las clases populares en la misma medida en que se
aparta del ambiente de burgueses y aristócratas, y su obra responde
consecuentemente a esta condición; ni le interesa ni se ocupa de la imagen
circunspecta y prefabricada del gusto de las clases poderosas. Su actitud
personal de proximidad al tipo común es la que le lleva a interesarse por su
realidad y reflejarla en su obra, y dada su evidente fascinación por las
mujeres, serán éstas a las que dedique una especial y más completa atención,
llegando a conseguir reflejar su realidad íntima con un nivel de veracidad y
comprensión desconocido hasta entonces.
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H. de Toulouse-Lautrec: La madre del artista desayunando
en el palacio de Malromé (h. 1881-1883) |
El afán
de veracidad es el que lleva a Lautrec a apartarse de la imagen estereotipada
del retrato de aparato. Para él debía de resultar cuando menos chocante el
contraste entre, por ejemplo, las imágenes “oficiales” de su madre y la que él
tenía de ella en su realidad cotidiana. Para él la realidad de su madre se
acercaba más a esa imagen que nos la presenta en la actitud casi vulgar –y
desde luego nada digna- de tomar un café por la mañana con las ropas de andar
por casa, o descansando relajadamente en un jardín; nada haría pensar que estamos
frente a una de las más prominentes aristócratas francesas, y sin embargo su
realidad está efectivamente más cerca de esta imagen que de la que pueden
reflejar sus retratos fotográficos.
Lautrec
siempre intentará reflejar esa dimensión cotidiana en los personajes de sus
cuadros, sobre todo de aquellos con los que llega a tener un trato más íntimo,
y muy especialmente de las mujeres que conoce y aprecia. En este sentido vale
la pena considerar el contraste que se puede apreciar entre las
representaciones de Jane Avril actuando y la caracterización que de ella hace
fuera del escenario, en la calle, con una actitud de solitaria reserva,
discreta e introspectiva; no es fácil imaginar que sea la misma mujer que baila
desenfrenadamente agitando una de sus piernas levantadas para deleite de
público y admiradores.
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H. de Toulouse-Lautrec: Jane Avril
bailando (1892) |
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H. de Toulouse-Lautrec: Jane Avril saliendo del
Moulin Rouge (1893) |
Sospecho
que Lautrec debía ser muy consciente de este tipo de contrastes entre la imagen
pública del personaje y su realidad cotidiana, al menos tal como él la
percibía, y es hacia la representación de esta realidad donde a menudo vuelca
su esfuerzo. Los casos de su madre o de Jane Avril creo que están en esta
línea, pero donde entiendo que va más lejos es en la imagen que nos dejó de las
prostitutas y de la vida del burdel. Aquí, y enlazando un poco con el contenido
del documental de John Berger, es donde podemos observar mejor la profunda
diferencia que hay entre aquella imagen tradicional de la mujer en el arte y la
que ahora nos ofrece Lautrec.
De
cuando en cuando, Lautrec decidía apartarse una temporada de su dinámica
cotidiana y buscaba refugio en los burdeles, donde sabía que era bien recibido
tanto por los propietarios como por las prostitutas, a las que conoce y con las
que llega a intimar de un modo mucho más significativo que la ocasional
relación prostituta-cliente. Comparte la vida de las chicas como un residente
más, las trata con naturalidad y cariño, y ellas le corresponden del mismo
modo, sin importarles su aspecto y posición social; hay en definitiva un
vínculo humano entre ellas y él que tiene su traslación en las obras que
realiza durante estas estancias.
Desde
esta posición que se podría decir de observador privilegiado, Lautrec refleja
las distintas estampas de la cotidianidad de la vida dentro del burdel, tanto
de la parte privada e íntima como de la profesional, aunque significativamente
jamás realizará una imagen de sexo comprado, como tampoco representa a ningún cliente, lo que refuerza la idea de que el
interés del pintor va más allá de la imagen pública de las prostitutas para
centrarse sobre todo en su dimensión personal –lo que de manera similar sucede
con los retratos de su madre o de Jane Avril-; intenta captar, en definitiva,
la propia vida de las chicas dentro del burdel, evidenciando el contraste con su papel fingido estrictamente
profesional.
Lo que finalmente consigue Lautrec es
ofrecernos el retrato más completo y fiel que ha dado el arte del ejercicio de
la prostitución en todas sus dimensiones, salvo la parte carnal de su oficio; nos ofrece lo que no se ve: su realidad. En un correlato con todo lo que nos
cuenta John Berger sobre la imagen convencional de la mujer en el arte, se
diría que la obra de Lautrec consigue sacarle todas las vergüenzas a la
tradición y en especial a la hipócrita ideología patriarcal que le dio forma.
Creo
que no podría haber un ejemplo mejor que la imagen de una prostituta para
analizar la idea de la mujer como alguien permanentemente bajo la mirada
escrutadora, evaluadora y autoevaluadora; como ese “objeto” de deseo a plena
disposición del observador; ese “ser visto” más que ser “uno mismo”. Nadie está
más expuesto en este sentido que una prostituta, pero veamos cómo se refleja
esta condición a los ojos de Lautrec.
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H. de Toulouse-Lautrec: En el salón de la Rue des Moulins (h. 1894) |
Podemos
tomar el cuadro del Salón de la Rue del Moulins como una especie de centro
alrededor del cual orbitan el resto de imágenes sobre la vida en el burdel.
Esta obra, dejando aparte los estudios y bocetos para realizarla, representa la
parte profesional de la prostitución (además del servicio sexual como tal, que como
ya he dicho, Lautrec nunca pintó); la recreación del escenario, puesto que es
el escenario para una representación, dispuesto para estimular el apetito del
cliente; la mujer expuesta a la mirada, la evaluación, el juicio, el deseo y la
disposición libre del varón. Lautrec nos presenta una imagen cuyo motivo, la
espera en el salón del prostíbulo, lleva implícito todo aquello que nos expone
Berger como presente, de forma más o menos velada, en la imagen convencional de
la mujer en la pintura occidental. Tanto por el tema como por esa forma
objetiva de espectador imparcial propia de Lautrec, se nos hace evidente que la
tradición del arte en Occidente ha representado a la mujer sustancialmente como
una ramera. Y a partir de aquí, cada cual que saque sus propias conclusiones
respecto a la ideología que dio forma a este arte.
Pero tenemos
que ver el Salón de la Rue del Moulins junto con el resto de las imágenes
relativas al burdel para hacernos una idea cabal de la diferencia que significa
el modo de ver de Lautrec. La mayoría de estas otras imágenes representan
estampas de la parte no pública del burdel y de las prostitutas, y es en ellas
donde se hace más palpable que hay mucho más aparte de la carne consumible a precio tasado.
Como apreciación personal, quiero ver en las dos únicas figuras que miran hacia
la posición del espectador, la “madame” al fondo y la prostituta en segundo
plano (la única que no muestra en forma alguna sus encantos), una especie de
invitación a contemplar esa otra realidad mucho más verídica que no se ve. La
prostituta nos diría que hay algo más que su carne, y la “madame” representaría
la encarnación de la vida completa del burdel y sus protagonistas, tanto la
pública como la privada y oculta, puesto que las prostitutas eran residentes en
los prostíbulos donde realizaban su trabajo.
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E.Degas: La bañista (1885) |
Lo que
nos encontramos es una colección de imágenes que ilustran la cotidianidad de la
vida dentro del burdel las 24 horas del día, convertida en una especie de
rutina en la que no se oculta nada, pero tampoco se manipula la escena ni lo
que sucede. La mirada de Lautrec es completamente limpia y objetiva; se diría
que carece de la afectación de la pose de la modelo –“la modelo es siempre una
muñeca disecada, pero ellas están vivas”, citando al propio pintor-, y con ello
elude precisamente el presentar a la mujer como un ser permanentemente bajo
observación. Menos todavía, pese a lo fácilmente que se prestaría la temática,
es la mirada del voyeur que a menudo percibimos de una forma difícil de
explicar en algunos de los cuadros de Degas. Y no es que las imágenes de
Lautrec carezcan de sensualidad, e incluso de sexualidad, pero posiblemente
sean las actitudes de las mujeres que él refleja las que de algún modo dejan
completamente al margen al hipotético observador, que sería ignorado de una forma absoluta, inexistente, ajeno a ese mundo aparte que es la privacidad de la vida
en el prostíbulo.
Las
prostitutas se nos presentan en su realidad de mujeres de las más variadas
formas: durmiendo con ese abandono que deja a la vista la parte inferior del
cuerpo y la ropa de cama retirada, como sucede a resultas de un calor que casi
sentimos; despertando junto a la compañera, todavía en esos momentos de pereza e intimidad compartida antes de dejar la cama; tomando un descanso antes
de comenzar el trabajo; matando el tedio de la espera con los naipes; la
revisión del ginecólogo; el lavandero del burdel… (ver anexo 1)
Un
aspecto notable de la vida privada del burdel son las relaciones lésbicas que
tenían las prostitutas entre sí (ver anexo 2), y que representa posiblemente el mayor
contraste entre el papel público de la prostituta y su realidad íntima como
mujer. Lautrec parece que siente una especial fascinación por las lesbianas, a
las que con frecuencia veía en las salas de Montmartre ligando y seduciéndose
entre ellas en un ambiente donde estas relaciones, absolutamente escandalosas
para la sociedad bienpensante, se vivían con mucha mayor normalidad fruto de
esa falta de rigideces morales que se daba en los locales de arrabal.
Observa
el lesbianismo con especial curiosidad, pero sin realizar jamás una
representación que hoy pudiésemos considerar obscena como lo fueron en su
tiempo. Muy al contrario, Lautrec, sin eludir la imagen del acto sexual entre
mujeres (algo por lo que voyeurs de ambos sexos pagaban por contemplar en los
burdeles), se centra más en la dimensión afectiva, el cariño y la ternura que
se profesan dos mujeres que se aman; de forma que las suyas son imágenes que
resultan absolutamente verídicas en su humanidad, en el polo opuesto del carácter
morboso y pervertido propio del mirón. Y en ese afán de realidad profunda e
íntima que Lautrec representó mejor que nadie es donde reside posiblemente lo
conmovedor de estas escenas. Entendemos ahora ese contraste entre lo “sucio”
fuera y lo “puro” dentro.
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H. de Toulouse-Lautrec: El lavandero del burdel (1894) |
Ahondando
más aún en esta idea, nos podemos detener brevemente en el cuadro de El lavandero del burdel,
el único donde aparece un personaje ajeno al burdel. La mirada del hombre,
dirigida claramente a la entrepierna de la prostituta que atiende el pedido, no
oculta una lascivia apenas contenida. Es un aspecto que a primera vista parece
anecdótico en su cotidianidad, casi cómico; pero más allá de esta dimensión
grotesca (intencionada), se puede entender que esta parte sórdida de la vida de
las prostitutas es la que viene de fuera, la que es ajena al burdel. El
contraste que se da con las imágenes de
las relaciones afectivas y sexuales, siempre deseadas, que suceden dentro del prostíbulo es más que
evidente, y refuerza la idea de que el burdel es una especie de mundo aparte,
auténtico, vivo, cuya “mancha” le viene en realidad de fuera. Yendo sólo un
poco más lejos, podemos entender esta obra como un verdadero símbolo de la
hipocresía social existente respecto a la prostitución, que es exactamente la
posición moral de Lautrec en esta cuestión. El burdel no es sucio, es todo lo
externo al burdel lo que lo hace sucio; es el sistema productivo imperante el
que condena a la mujer a la prostitución, y la hipocresía de la ideología
patriarcal la que se permite hacer una condena moral de lo que ella misma ha
creado y perpetuado.
Lautrec
no hace una pintura que dignifique la prostitución (¿hay, o hubo alguna vez, dignidad
en la prostitución?), pero tampoco la condena, ni toma una actitud paternalista; la suya, y esto creo que vale
para el conjunto de su obra, es una posición que aspira a la mayor objetividad
posible prescindiendo de cualquier valoración moral, que precisamente le
alejaría del realismo que pretende reflejar. Él sabe que la realidad es mucho
más rica y compleja que las simplezas de la estrecha moral burguesa, hipócrita
y puritana. Por su posición social conoce perfectamente a los que se supone que
son sus iguales, los poderosos, la aristocracia de sangre y de dinero; pero
también conoce sus debilidades y vergüenzas, las mismas que retrata de forma
magistral Marcel Proust en En busca del tiempo perdido. Y como les conoce, le
repugnan.
Lautrec
fue una especie de oveja negra. Perteneciendo a la más alta nobleza, prefirió
siempre sumergirse en el marasmo de los ambientes populares, que conocía a
fondo, al igual que a sus protagonistas. Careció de ese snobismo social y
soberbia que se le supone a los privilegiados. Prefirió siempre la compañía de
personajes que el consideraba auténticos y vitales; le interesaban las
personas, no sus títulos y honores, y entre sus amigos los encontramos de toda
extracción social, desde aristócratas a prostitutas.
Su
desprecio por la “calidad social” se ve reflejado tanto en su obra, que jamás
se plegó a representar la visión de sí mismos de los poderosos (aun siendo
cierto que él se lo podía permitir puesto que nunca necesitó la pintura como un
medio de ganarse el pan), como en su propia vida, ya fuese compartiendo mesa y
borracheras con bailarinas de can-can o refugiándose en los burdeles para
compartir la existencia de las prostitutas. Y es en estos lugares donde
encuentra la dimensión más humana de las personas, que a la postre es lo que
verdaderamente valora lo suficiente como para representar en sus obras.
No le
importa rodearse de estas mujeres de extracción social humilde, y él sabe que
ésta no es la única forma de prostitución existente, que también está la de las
grandes burguesas y señoras de la nobleza, compradas en matrimonio por sus
acaudalados y notables esposos; los mismos que mantienen queridas en pisos de
arrabales y frecuentan prostíbulos para saciar sus apetitos y depravaciones,
inaceptables e imperdonables en su círculo social por esa moral absolutamente
hipócrita que mantienen oficialmente tanto como violan de forma privada.
Lautrec les conoce y se mofa de ellos, cuando les cita para hablar de negocios
en los prostíbulos (con el consiguiente embarazo y escándalo del citado), o
cuando en fiestas de sociedad dice con aparente inocencia sentirse tan a gusto
como en un burdel.
Pero en
su pintura olvida la acidez irónica y nos muestra todo lo que ama y le
conmueve, esa vida en todas sus dimensiones que nunca se cansa de representar.
Su obra está en el polo opuesto de las convenciones sobre temas y decoro que
caracterizan a la pintura tradicional, con su rigidez y etiqueta tan del gusto
de la ideología del poder que le da forma. Es esa misma ideología la que
estableció el modo en que se representó a la mujer, tal como nos lo muestra
Berger, con esa misma rigidez y etiqueta (cuando la hay) que convierte a las
mujeres prácticamente en clichés, en personajes que no reflejan nada de su
realidad individual, de su vida; seres pasivos, convertidos en una extensión cuando no una
posesión de la figura masculina respecto a la cual siempre se encuentran en
posición de dependencia.
Y
frente a esas “muñecas disecadas”, Lautrec nos ofrece unas imágenes de mujeres que “están vivas”.
Repasando el conjunto de las obras de Lautrec donde aparecen mujeres, ya sea
como protagonistas o como parte de una escena, se aprecia fácilmente cómo las actitudes
son muy diferentes; ahora vemos mujeres como sujetos activos, individualizados
e independientes de figuras dominantes; seres con vida propia retratados en sus
muchas dimensiones y diferentes circunstancias, en su imagen pública y
privada (a menudo tan contrastada). Es una representación consecuente con la
aspiración de pintar la realidad en toda su riqueza y complejidad, libre de la encorsetada imagen oficial o el estereotipo a que las relega la
ideología patriarcal.
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H. de Toulouse-Lautrec: Mujer desnuda frente
a un espejo (1897) |
Incluso
en el desnudo la actitud es dsitinta de la tradicional. Si nos detenemos en el
cuadro de Prostituta frente al espejo, vemos que los elementos son muy
similares a los cuadros del mismo tema realizados con anterioridad, pero la
actitud es muy diferente. De entrada, la mujer no está tan expuesta a los ojos
del espectador, sino completamente centrada en su propia contemplación; pero a
diferencia de la imagen tradicional de la “vanitas”, no hay nada que nos
indique el más leve atisbo de frivolidad o coquetería, de deleite contemplativo
ante la propia belleza. Parece más bien la actitud de quien se examina de una
manera global, de quien mira su propia vida, sin disfraces; una autoevaluación,
sí, pero no sólo de la imagen que se proyecta, sino más profunda, a la que un
hipotético espectador resulta ajeno por completo; una contemplación, en
definitiva, autónoma e independiente.
Lautrec
ha terminado de romper de manera definitiva con la imagen única tradicional de
la mujer que estaba asentada desde el Renacimiento y que todavía hoy pervive,
aunque en circuitos tradicionalistas, casi marginales, alejados de toda
corriente vanguardista. Deja abierta una nueva vía, otro modo de mirar que
sería continuado por generaciones posteriores de artistas o renovado con nuevas
aportaciones conceptuales que impulsarán también y de manera creciente las
propias mujeres, incorporadas progresivamente al mundo del arte, donde muchas
dejarán su propia impronta.
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