jueves, 28 de enero de 2016

¿Posibilidad de un arte socialista?








De vez en cuando suele aparecer en algunos medios de izquierda la cuestión sobre la existencia (o la necesidad) de un arte socialista, o un arte para la clase trabajadora; por supuesto, me refiero a las artes plásticas más que a literatura, cuyo papel en la formación de la conciencia de clase es una posibilidad que no creo que nadie se atreva a discutir. Pero en cuanto a la escultura y la pintura la cuestión es más complicada y creo que hay muchos factores en juego que hacen que dicha cuestión resurja ocasionalmente.

Uno de esos factores es la histórica vinculación de las artes plásticas con el poder, lo que como reacción, ha impulsado la defensa de la necesidad de contraponer un arte reivindicativo para los oprimidos así como de la validez de las obras producidas en el llamado Realismo Socialista. Mi valoración sobre esta forma de arte ya la expuse en una entrada anterior con el mismo nombre, de modo que procuraré no repetir los mismos argumentos. Respecto a la pertinencia de desarrollar un arte socialista, la cuestión es más compleja y espero poder ir desarrollándola ahora.

Volviendo al tema de la vinculación arte-poder, ésta es una cuestión que la Historia del Arte no pone en duda desde la aparición de las primeras manifestaciones artísticas en la Prehistoria hasta nuestros días -por mucho que historiadores y críticos se ufanen en pasar por alto esa dimensión propagandística tratando de ocultarla bajo la bandera de la libertad creativa del autor. El patrón ha cambiado, pero no ha muerto-. No resulta difícil imaginar que los detentadores de la autoridad en los primeros grupos humanos tomasen conciencia rápidamente del potencial de las imágenes para utilizarlo como instrumento de legitimación del poder, independientemente de si ese poder a la postre servía a la comunidad o a los intereses particulares de unas élites en formación dentro de aquellos grupos. La interpretación dada a los restos encontrados se inclina indudablemente hacia la segunda opción, de modo que se puede decir que desde sus mismos orígenes el arte se encuentra instrumentalizado por el poder, al cual sirve y seguirá sirviendo.

Por otra parte, además de como legitimador propagandístico del poder dominante, el arte también ha sido un elemento claro de prestigio, por lo general y precisamente de los detentadores del poder. Y difícilmente podría ser de otro modo si consideramos que el objeto artístico siempre ha sido un objeto de lujo, sin apenas función utilitaria (o simplemente simbólica), realizado con materiales caros o raros; en definitiva, sólo al alcance de las élites poderosas. Es lo que se puede concluir de los objetos artísticos que han llegado a nuestros días, o cuando menos de los objetos de "arte mayor", esos que jalonan la "gran Historia del Arte" del discurso oficial, el mismo que mantienen la mayoría de historiadores para legitimar de manera directa o indirecta la superioridad de ese poder, sin que apenas se vea un atisbo de visión crítica o, cuando menos, distintos puntos de vista que afectan y están en la realidad interpretativa de la obra de arte. Por supuesto que la Historia del Arte es una historia de las formas artísticas, pero también es una rama auxiliar de la Historia para conocer cada periodo de tiempo de manera global. Cada obra de arte es hija de su tiempo y recoge los valores y la información de su tiempo; incluso de lo que no cuenta se pueden sacar conclusiones para tener una visión correcta de las sociedades y su evolución.

Uno de los muchos aspectos que se callan o que se marginan de ese relato oficial son las obras menores, el arte popular, ése donde se desdibuja el límite con la artesanía, y que dejando un poco aparte su calidad estética, nos informa de que en todo grupo social siempre ha existido la necesidad y la aspiración a lo bello como condición humana; el arte es la manera de realizar (en el sentido de hacer real, material, tangible, perceptible) esa dimensión de la condición humana. Y precisamente en esa aparente gratuidad de lo bello como aspiración en sí es donde radica la comprensión esencial de toda obra de arte, en la trascendencia de lo utilitario para aspirar a lo bello. Por poner un ejemplo, el lienzo de La rendición de Breda, de Velázquez, no es artístico por ilustrar el instante de la entrega de las llaves de la ciudad como acto de sumisión al vencedor, como tampoco es artística la propaganda que subyace en la elección de ese episodio histórico; lo artístico es la forma en que se ha representado ese instante, la apariencia que el pintor le quiso y supo dar, y que a la postre es lo que le da su verdadero valor universal e intemporal como obra de arte.

Entonces, la instrumentalización de la pintura como vehículo de propaganda tenía sentido, principalmente porque no existía otra manera de llegar con imágenes al público, que además de escaso ya estaba previamente convencido del mensaje y sólo refuerza su creencia en esa "verdad" que se presenta ante su ojos; y es que creo que en realidad la pintura que contiene elementos de propaganda sólo sirve para culminar un aparato propagandístico mucho más amplio, al que aporta una cierta dimensión de prestigio por el hecho de ser arte "mayor", pero por sí sola no es capaz de cumplir la función de convencer que caracteriza a toda propaganda.

En el presente la situación ha cambiado completamente. La proliferación  de medios susceptibles de emitir mensajes propagandísticos es masiva e infinitamente más eficaz que la pintura, que a su vez se ha desprendido mayoritariamente de su dimensión propagandística; aunque quizá sería más exacto decir que el poder establecido se ha desprendido de la pintura como vehículo de propaganda (o casi... Aún existe y se produce pintura que tiene una clara dimensión propagandística, aunque no tan evidente; pero eso ya es una cuestión aparte que convendría analizar), al menos en su sentido convencional. Y si esto es así en el Occidente capitalista, no parece que sea necesario explicar que el sentido de una pintura de propaganda al servicio de la difusión de ideologías de izquierda dentro de tal sistema resulta poco menos que ridículo y, en mi opinión, incluso contraproducente.

¿Quiere esto decir que la pintura no tiene ya nada que aportar a los ideales de la izquierda? En mi opinión sí, y no sólo la actual, sino toda la que se ha producido, aunque su aportación no es propositiva ni propagandística; se podría decir que la pintura, como en general el arte, puede hacer una aportación mayor cuanto más desprendida se encuentra de rasgos extra-pictótricos, en especial de todos aquellos que de unas cuantas décadas para acá infestan galerías de arte e instituciones públicas con pretendidos juegos de ingenio, banalidades o provocaciones epatantes gratuitas con las que los papanatas alimentan su esnobismo, atrofian su inteligencia y su sensibilidad al tiempo que engordan los bolsillos de mercaderes sin escrúpulos.

Así las cosas, no creo que el arte pueda aportar gran cosa a la formación de la conciencia obrera o a la creación de una sociedad sin clases; pero tampoco creo que esas aspiraciones de la izquierda constituyan un fin en sí mismo sino que son la condición material necesaria para que el hombre pueda desarrollar libremente sus potencialidades humanas, algo a lo que la contemplación del arte contribuye de manera decisiva.

Las obras de arte establecen con nosotros un diálogo individual que apela a nuestra inteligencia a través de la sensibilidad. Nos fuerza a ser conscientes de nosotros mismos, nos eleva y nos dignifica; e idealmente nos puede conducir a trascender nuestra propia condición individual y alcanzar una conciencia universal de humanidad que considero plenamente en la línea de las aspiraciones de la izquierda. Se puede decir que el arte no hace una aportación notable a la formación de la conciencia de clase, pero sí puede contribuir a la creación de las condiciones necesarias para la toma de conciencia individual, paso previo y necesario para la posterior concienciación de pertenencia a un colectivo en el que cada uno se reconoce.

Si admitimos esta premisa, se puede pasar a hacer alguna propuesta de qué tipo de arte puede ser más útil para la consecución de aquellos fines. En mi opinión tiene que tratarse de obras que aspiren a una esencialidad manifiesta, desprovistas lo más posible de cualquier forma de distracción o ruido. Lo narrativo, anecdótico, retórico, sensual, provocador, superfluo, espectacular... Son todos ellos rasgos que no es difícil encontrar a lo largo de la historia de la pintura, pero que la alejan de lo esencial, de lo estrictamente pictórico, de un silencio que se aprecia en la producción de muchos de los mejores artistas que han existido, que favorecen el recogimiento necesario para la contemplación real, atenta y profunda de la obra y que en último extremo nos puede conducir a sentir una comunicación que trasciende espacio y tiempo para alcanzar un significado de carácter universal.

Por supuesto, esta consideración sobre lo que debe ser la pintura y el arte en general es estrictamente personal, es mi preferencia, no un dogma que deba seguirse a rajatabla. Pero lo que sí me parece que debe ser tenido en cuenta como condición para la creación de un arte de validez universal es la garantía de la libertad creativa. El artista debería verse fuera de todo tipo de ataduras que condicionen su trabajo por favorecer determinados intereses, que siempre los hay y los ha habido. Si antaño la servidumbre se daba para mayor gloria del poder establecido, laico y religioso, hoy la impone el mercado a través de la mercantilización de la obra de arte.

Resulta complicado permanecer al margen de esta realidad cuando el artista se encuentra en una posición subordinada y dependiente de intereses económicos que sólo tangencialmente pueden coincidir con los artísticos. El artista necesita poder vivir de su trabajo para producir obra, pero su carrera y su obra se pueden ver comprometidos si no encuentra salida en ese mercado por no estar en la línea de sus intereses. La instrumentalización del arte en función de los intereses del poder continúa siendo una realidad de la que es díficil escapar sin pagar el precio de la independencia, de caer en la marginalidad.

Seguramente no está sólo en la mano del artista la posibilidad de cambiar esta situación; la crítica debería desempeñar su verdadero papel, de señalar razonadamente lo que es bueno y lo que es malo, y denunciar la realidad de la servidumbre al mercado como condicionante nefasto de la creación. Es igualmente la crítica la que debe señalar cuándo y cómo se da la prostitución de lo creativo para satisfacer otro tipo de exigencias espurias, demasiado a menudo disfrazadas de la, por lo visto, sacrosanta innovación como fin supremo de la creación artística.

Si puede darse una posibilidad de existencia de un arte para las masas, éste sólo puede venir de la liberación de la dinámica de mercado que controla férreamente el arte, y en esa tarea también el público tiene mucho que decir, aprendiendo a ser un verdadero espectador activo y crítico con lo que ve, rechazando el fraude y negándose a ser la parte pasiva que consume lo que le quieran echar. Conviene pensar que es también al público a quien se le está negando la posibilidad de un arte que sea para él, y que está en su derecho y su deber de demandarlo.

En definitiva, no me parece que el arte pueda hoy día constituir un vehículo adecuado para la concienciación de las masas, aunque sí un argumento para buscar precisamente esa concienciación, para que todos puedan aspirar al pleno desarrollo humano. Como seres políticos, tanto artistas como público (y aquí incluyo a la crítica) tenemos la obligación de formarnos para reivindicar un arte que verdaderamente pueda ser útil como elemento de dignificación humana, libre del utilitarismo mezquino y torpe de la mercancía que se nos ofrece y que por lo general aceptamos pasivamente, haciéndonos cómplices de la legitimación de una dinámica incapaz de aportar nada a nuestra necesidad de aspiración a la cultura.

Si la denuncia del abuso y la inoperancia del capitalismo para satisfacer las necesidades de los seres humanos está en la base misma de la construcción del socialismo, es necesario también hacer esa denuncia en el ámbito general de la cultura y del arte, reivindicar un arte verdaderamente libre de la servidumbre a los intereses del mercado y las élites que lo controlan. Denunciar esa farsa constituye el primer y necesario paso para acabar con ella y su dinámica tóxica. El arte nos pertenece y debemos reclamarlo y hacerlo nuestro. No es poca cosa.















domingo, 10 de enero de 2016

Javier Liébana, pintor



Alguna vez me han preguntado a raíz de lo que publico en este blog, qué pintura considero buena o quién produce pintura buena actualmente; y aunque no se pueda decir que yo sea alguien perfectamente al tanto de todo lo que se produce (ni siquiera de aquello con lo que se trafica en el mercado, que no es sino una ínfima parte y no necesariamente buena), sí puedo hablar al menos de algún nombre, y entre ellos estaría el de Javier Liébana, de quien conozco bastante bien su trayectoria desde hace más de 15 años y de quien se puede afirmar sin temor a equivocarse que, además de ser uno de los mejores creadores españoles en activo, es ante todo y por encima de todo un pintor excelente. Una afirmación rotunda, lo sé, que conviene justificar adecuadamente y paso a paso. Para eso estamos.

Quizá se podría empezar a hablar por la formación que ha tenido (sigue teniendo, puesto que la formación de un artista no acaba jamás) y que sin constituir una excepcionalidad absoluta, dista bastante del previsible paso por la Facultad de Bellas Artes -que no se ofendan los licenciados, pero no considero que una titulación sea garantía de nada más allá de haber superado determinadas pautas o métodos de enseñanza; un artista es otra cosa que no se enseña, sino que se aprende, se es o no se es, como en tantas otras disciplinas-. En el caso de Javier Liébana, y hasta donde yo sé, su formación artística la inició con el pintor Pablo Isidoro, quien posiblemente alentó una sensibilidad y un interés ya existentes hacia la obra de los grandes maestros del pasado y sobre todo, por la trascendencia en su evolución, de determinados nombres del arte contemporáneo entre los que se podría citar a Giorgio Morandi, José Vento, Francis Bacon, Eduardo Chillida, Antoni Tàpies y sobre todo Mark Rothko. De ello se puede deducir que en la obra de Javier Liébana, la exploración de los aspectos formales de la pintura va a tener una importancia fundamental, creo que muy superior a la dimensión conceptual tal y como se entiende convencionalmente. Digo esto porque en sentido estricto su aportación conceptual es importante además de pertinente en el momento actual, y consiste precisamente en la reivindicación de lo que es propia e intrínsecamente pictórico como un valor en sí; valor que subyace en la pintura de cualquier época y lugar y que en cierto modo constituye un discurso continuo desde la aparición de la pintura hasta nuestros días.

Conviene aclarar de todas maneras que lo propiamente pictórico en la trayectoria de Javier Liébana ha evolucionado además hacia una valorización del trabajo tonal más que sobre el color y sus aspectos cualitativos, lo que además de otorgar un carácter aún más esencial a su obra, le permite una exploración de materiales, texturas y relieves que llevan a la pintura a aquel límite difuso que comparte con la escultura y de la que sólo se llega a distinguir porque el valor de lo tonal sigue siendo lo que vehicula la progresiva construcción de cada una de sus obras.

Independientemente de la posibilidad de rastrear influencias de ciertos artistas (aunque en modo alguno se podría calificar su obra de epigonal), algo quizá más evidente en etapas anteriores de su trayectoria, creo que ésta ha seguido una evolución coherente y lineal hasta alcanzar actualmente un lenguaje propio y maduro donde las diversas vías de experimentación y exploración siguen abiertas y ofrecen nuevas posibilidades plásticas y estéticas. Quizá sea precisamente la voluntad de experimentación dentro de la ortodoxia de lo puramente pictórico una de las claves de esa coherencia, algo que ya estaba presente en sus primeras estampaciones y que continúa en sus últimas obras; y es que cada una de ellas presenta sus propios problemas, sus propias soluciones y abre nuevas posibilidades que a su vez son replanteadas en cada nuevo proyecto.

He dicho "proyecto" porque en mi opinión es un concepto que se adecúa mejor a su manera de trabajar. No existe una idea preconcebida de cómo será la obra acabada, sino algo embrionario, apenas un signo sobre un fondo blanco, una mínima expresión sobre la que iniciar el proceso de elaboración de la obra definitiva, de cuyo resultado final es imposible tener una idea cierta puesto que se va construyendo. Cada paso que se toma va mostrando por dónde es posible continuar, se abren unas rutas y se cierran otras, de manera que es labor del artista saber reconocer el camino que la propia obra va desvelando; un proceso donde sería fácil perderse y dónde la intuición más que la certeza señala el siguiente paso a dar, que nunca está libre de riesgos; o a veces está oculto y hay, literalmente, que arrancárselo a la superficie para que sea mostrado. En cierto modo, guarda paralelismos con la doma de un animal salvaje, y es que cuando el artista mismo habla de "pelearse" con la obra, no es una afirmación puramente simbólica, sino la realidad misma del proceso creativo, extraordinariamente exigente en lo físico y en lo psíquico, donde sólo una determinación sostenida en un conocimiento profundo de lo pictórico es capaz, finalmente, de someter la materia y obligarla a mostrar el máximo de sus posibilidades expresivas. No hay siquiera una sola de sus obras que sea fruto de la facilidad, sino del esfuerzo y el trabajo continuo.

Además es necesario señalar que para Javier Liébana no existe sólo la preocupación por llevar a buen puerto cada uno de sus trabajos, sino que todos ellos están imbricados en un conjunto que a su vez tiene que guardar su propia coherencia interna a la hora de ser expuesto. Él entiende que el montaje expositivo de su trabajo ha de ser supervisado para que las propias obras sean confrontadas unas con otras y estableciendo una relación individual y a la vez coral con el espectador. Y digo relación porque no creo que se pueda hablar propiamente de un diálogo, ya que en mi opinión se trata de obras silenciosas. Reconozco que el silencio en una pintura es una preferencia mía personal, y aunque suene presuntuoso, no querría condicionar la percepción del espectador con ese argumento, aunque considero necesario señalar esa cualidad que veo en los cuadros de Javier Liébana.

En ellos no hay nada que pueda considerarse narrativo, no hay ningún discurso, ninguna anécdota, nada que se parezca a un mensaje oculto; y precisamente esa carencia de relato alguno refuerza la sensación de misterio que produce su contemplación por un espectador que se ve forzado a encontrar en sí mismo el significado de lo que está viendo. Resulta ciertamente paradójico que en la no ocultación pueda residir una parte sustancial del misterio de una obra, pero es así, y de ello se concluye que las de Javier Liébana son obras muy exigentes con el espectador -indirectamente, además, nos pueden llevar a una reflexión sobre qué clase de espectadores somos y la manera en que estamos condicionados para ser de ese modo, aunque esto ya es materia para otro tipo de discusión-.

Del mismo modo que uno no acude con la misma actitud a ver un espectáculo pirotécnico que a escuchar una cantata de Bach, no tiene ningún sentido enfrentarse a cualquier cuadro de Javier Liébana con la actitud de quien mira un Warhol. La propia obra se encarga de que no sea así al primer vistazo; no reclama, sino que exige la atención completa y reposada del espectador, pero no lo hace con el artificio barroco de la sorpresa deslumbrante, la estridencia o el reclamo barato de la sensualidad, aspectos que el autor rechaza categóricamente y que resultan tan fáciles como fugaces (pero desgraciadamente tan frecuentes en el mercado del arte) para un espectador contemporáneo cuya capacidad de ser impresionado es sumamente baja por una sobreestimulación constante que deja abotargada la sensibilidad. Es, precisamente, la recuperación de tal sensibilidad lo que se exige del espectador, lo que las obras demandan al captar instantáneamente la atención de quien las mira.

Se trata de obras poderosas, de presencia muy fuerte, capaces de llenar grandes espacios vacíos pero que a la vez necesitan respirar, no estar demasiado próximas unas de otras para su contemplación idónea, de ahí la gran preocupación por el montaje expositivo y la correcta elección de la ubicación para cada una de ellas. En un primer vistazo focalizan la atención por su contundencia, su volumen y en algunos casos una aparente tosquedad. Generan una atracción difícil de resistir, que invita a explorarlas más de cerca. Aunque creo que estas obras tienen un punto de vista marcadamente frontal, se hace necesario, además del acercamiento, la contemplación desde distintos ángulos para poder captar la enorme riqueza de texturas, relieves y perspectivas que conforman su superficie. Es entonces, en la distancia corta, cuando por ejemplo se observa el corte nítido de un surco sobre la materia, que ésta empieza a desvelar su estructura y podemos empezar a intuir el proceso creativo; pero también e igualmente importante, llegamos a la observación de la materia misma como elemento expresivo, como resultado. Ambos, proceso y resultado, constituyen una de las grandes preocupaciones estéticas de Javier Liébana, y encontrar su difícil equilibrio, uno de sus logros.

Aunque resulta tentador (y necesario) perderse un poco en los innumerables matices que la superficie matérica ofrece, se corre el riesgo de caer en la banalidad de un ejercicio de curiosidad lúdica si perdemos la perspectiva general de la obra. Su comprensión y valoración adecuadas vuelve a exigir del espectador que se aleje del detalle para poder captar, ahora de un modo diferente, el conjunto de la obra de una manera global y percibir la rigurosa ordenación de esa aparente aleatoriedad caótica de la materia. Será la lectura simultánea del conjunto general y de los detalles que lo conforman, la que ofrecerá la posibilidad de buscar el misterio de la obra; posibilidad que nunca será una realidad completa, pues el misterio nunca llega a estar totalmente desvelado, afortunadamente. Es posible volver una y otra vez a la obra y seguir descubriendo nuevas cualidades, detalles que nos pasaron desapercibidos y que modifican sutilmente nuestra apreciación anterior, haciéndola más rica y haciéndonos conscientes de la imposibilidad de captarla de una forma definitiva, lo que constituye otro más de los logros de su autor: la impredictibilidad.

Otro aspecto positivo a tener en cuenta es el buen trabajo a diferentes escalas. Tanto en las pequeñas obras de apenas 10 x 10 cms. como en las mayores, que superan los dos metros de altura el cuidado en el tratamiento de la materia es el mismo, como el afán de hacer de cada una de ellas una pieza verdaderamente acabada. Por supuesto que hay diferencias en las soluciones propuestas dependiendo del tamaño de la obra y del formato, pero en todas se observa la capacidad de haber sabido sacar el máximo de las posibilidades expresivas de la materia y la aplicación de los elementos formales más adecuados a cada caso. Se diría que se encuentra cómodo trabajando cualquier dimensión y formato y es que Javier Liébana es muy consciente de lo que se puede y no se puede hacer dependiendo de la dimensión de la obra que afronta, y es su conocimiento de los materiales y de los procesos que está desarrollando lo que guía su intuición para tomar una decisión u otra, la solución que deje la obra realmente acabada.

Quiero dejar claro, que cuando hablo de "intuición" no significa una especie de talento innato para hacerlo todo bien (eso es un invento de la crítica, me temo), sino a que no hay nunca certezas respecto al paso siguiente, y éste puede ser tan drástico que, de ser erróneo, eche la obra a perder; por tanto el único asidero para continuar con cierta seguridad sólo puede venir del conocimiento de lo que se hace, del oficio, y de la observación y meditación constantes sobre lo que se está haciendo. Así, es fácil suponer que Javier Liébana no sea un autor prolífico, y no lo es precisamente por el extremo cuidado que dedica a cada obra, independientemente de que su forma de elaborar un cuadro exige mucho tiempo para que la materia esté en las condiciones adecuadas para ser trabajada, cuidando todos y cada uno de los procesos de una forma casi obsesiva. Pero precisamente por eso, las suyas son obras tan acabadas, en lo estético y en lo físico, sin dejar nada al azar.

Quizá falte por decir que la posición de Javier Liébana respecto a la pintura y el arte en general, es profundamente ética, de compromiso firme con su trabajo y sólo con su trabajo. No es en absoluto un pintor que desconozca los sinsabores (por decirlo suavemente) de hacerse una carrera artística y abrirse camino en el feroz mercado del arte. Sólo su vocación es la que le ha hecho continuar a lo largo de los años, sacando tiempo de donde no lo hay, sobreponiéndose a todo tipo de escollos y zancadillas, manteniéndose fiel a su concepción de la pintura, sin concesiones y sin deber nada a nadie, haciendo suya aquella definición de pintor como "aquél que pasan los años, y sigue pintando". Ciertamente no son muchos los que puedan decir que sólo su obra habla por él, y sólo por ella puede ser juzgado; ésta debería ser norma en cualquier disciplina artística y por desgracia resulta cada vez menos frecuente con la extensión de esa plaga de divismo y espectáculo en el mundo del arte, sobrealimentado de estrellas fugaces, camisetas de moda, oportunistas y sinvergüenzas de todo pelaje. Sortear ese cenagal con la mente puesta en la siguiente obra es la mejor prueba de que su compromiso es sólo con él mismo y con la pintura. Eso también es ser pintor.


Javier Liébana. Obra reciente
Galería Antonio de Suñer, calle Barquillo 43
Desde el 18 de febrero


FOTOGRAFÍAS

(Las obras carecen de título. La leyenda sólo recoge la fecha de su ejecución y las medidas).

2004 (100 x 100 cms.)

2006 (20 x 20 cms.)

2009 (120 x 120 cms.)

2012 (10 x 10 cms.)

1012 (80 x 50 cms.)

2013 (20 x 20 cms.)

2013 (80 x 50 cms.)

2013 (80 x 50 cms.)

2014 (42 x 50 cms.)

2015 (120 x 120 cms.)

2015 (244 x 122 cms.)

2016 (244 x 122 cms.)


VÍDEO

https://www.youtube.com/watch?v=1NB1Tx0WSTM