Alguna vez me han preguntado a raíz de lo que publico en este blog, qué pintura considero buena o quién produce pintura buena actualmente; y aunque no se pueda decir que yo sea alguien perfectamente al tanto de todo lo que se produce (ni siquiera de aquello con lo que se trafica en el mercado, que no es sino una ínfima parte y no necesariamente buena), sí puedo hablar al menos de algún nombre, y entre ellos estaría el de Javier Liébana, de quien conozco bastante bien su trayectoria desde hace más de 15 años y de quien se puede afirmar sin temor a equivocarse que, además de ser uno de los mejores creadores españoles en activo, es ante todo y por encima de todo un pintor excelente. Una afirmación rotunda, lo sé, que conviene justificar adecuadamente y paso a paso. Para eso estamos.
Quizá se podría empezar a hablar por la formación que ha tenido (sigue teniendo, puesto que la formación de un artista no acaba jamás) y que sin constituir una excepcionalidad absoluta, dista bastante del previsible paso por la Facultad de Bellas Artes -que no se ofendan los licenciados, pero no considero que una titulación sea garantía de nada más allá de haber superado determinadas pautas o métodos de enseñanza; un artista es otra cosa que no se enseña, sino que se aprende, se es o no se es, como en tantas otras disciplinas-. En el caso de Javier Liébana, y hasta donde yo sé, su formación artística la inició con el pintor Pablo Isidoro, quien posiblemente alentó una sensibilidad y un interés ya existentes hacia la obra de los grandes maestros del pasado y sobre todo, por la trascendencia en su evolución, de determinados nombres del arte contemporáneo entre los que se podría citar a Giorgio Morandi, José Vento, Francis Bacon, Eduardo Chillida, Antoni Tàpies y sobre todo Mark Rothko. De ello se puede deducir que en la obra de Javier Liébana, la exploración de los aspectos formales de la pintura va a tener una importancia fundamental, creo que muy superior a la dimensión conceptual tal y como se entiende convencionalmente. Digo esto porque en sentido estricto su aportación conceptual es importante además de pertinente en el momento actual, y consiste precisamente en la reivindicación de lo que es propia e intrínsecamente pictórico como un valor en sí; valor que subyace en la pintura de cualquier época y lugar y que en cierto modo constituye un discurso continuo desde la aparición de la pintura hasta nuestros días.
Conviene aclarar de todas maneras que lo propiamente pictórico en la trayectoria de Javier Liébana ha evolucionado además hacia una valorización del trabajo tonal más que sobre el color y sus aspectos cualitativos, lo que además de otorgar un carácter aún más esencial a su obra, le permite una exploración de materiales, texturas y relieves que llevan a la pintura a aquel límite difuso que comparte con la escultura y de la que sólo se llega a distinguir porque el valor de lo tonal sigue siendo lo que vehicula la progresiva construcción de cada una de sus obras.
Independientemente de la posibilidad de rastrear influencias de ciertos artistas (aunque en modo alguno se podría calificar su obra de epigonal), algo quizá más evidente en etapas anteriores de su trayectoria, creo que ésta ha seguido una evolución coherente y lineal hasta alcanzar actualmente un lenguaje propio y maduro donde las diversas vías de experimentación y exploración siguen abiertas y ofrecen nuevas posibilidades plásticas y estéticas. Quizá sea precisamente la voluntad de experimentación dentro de la ortodoxia de lo puramente pictórico una de las claves de esa coherencia, algo que ya estaba presente en sus primeras estampaciones y que continúa en sus últimas obras; y es que cada una de ellas presenta sus propios problemas, sus propias soluciones y abre nuevas posibilidades que a su vez son replanteadas en cada nuevo proyecto.
He dicho "proyecto" porque en mi opinión es un concepto que se adecúa mejor a su manera de trabajar. No existe una idea preconcebida de cómo será la obra acabada, sino algo embrionario, apenas un signo sobre un fondo blanco, una mínima expresión sobre la que iniciar el proceso de elaboración de la obra definitiva, de cuyo resultado final es imposible tener una idea cierta puesto que se va construyendo. Cada paso que se toma va mostrando por dónde es posible continuar, se abren unas rutas y se cierran otras, de manera que es labor del artista saber reconocer el camino que la propia obra va desvelando; un proceso donde sería fácil perderse y dónde la intuición más que la certeza señala el siguiente paso a dar, que nunca está libre de riesgos; o a veces está oculto y hay, literalmente, que arrancárselo a la superficie para que sea mostrado. En cierto modo, guarda paralelismos con la doma de un animal salvaje, y es que cuando el artista mismo habla de "pelearse" con la obra, no es una afirmación puramente simbólica, sino la realidad misma del proceso creativo, extraordinariamente exigente en lo físico y en lo psíquico, donde sólo una determinación sostenida en un conocimiento profundo de lo pictórico es capaz, finalmente, de someter la materia y obligarla a mostrar el máximo de sus posibilidades expresivas. No hay siquiera una sola de sus obras que sea fruto de la facilidad, sino del esfuerzo y el trabajo continuo.
Además es necesario señalar que para Javier Liébana no existe sólo la preocupación por llevar a buen puerto cada uno de sus trabajos, sino que todos ellos están imbricados en un conjunto que a su vez tiene que guardar su propia coherencia interna a la hora de ser expuesto. Él entiende que el montaje expositivo de su trabajo ha de ser supervisado para que las propias obras sean confrontadas unas con otras y estableciendo una relación individual y a la vez coral con el espectador. Y digo relación porque no creo que se pueda hablar propiamente de un diálogo, ya que en mi opinión se trata de obras silenciosas. Reconozco que el silencio en una pintura es una preferencia mía personal, y aunque suene presuntuoso, no querría condicionar la percepción del espectador con ese argumento, aunque considero necesario señalar esa cualidad que veo en los cuadros de Javier Liébana.
En ellos no hay nada que pueda considerarse narrativo, no hay ningún discurso, ninguna anécdota, nada que se parezca a un mensaje oculto; y precisamente esa carencia de relato alguno refuerza la sensación de misterio que produce su contemplación por un espectador que se ve forzado a encontrar en sí mismo el significado de lo que está viendo. Resulta ciertamente paradójico que en la no ocultación pueda residir una parte sustancial del misterio de una obra, pero es así, y de ello se concluye que las de Javier Liébana son obras muy exigentes con el espectador -indirectamente, además, nos pueden llevar a una reflexión sobre qué clase de espectadores somos y la manera en que estamos condicionados para ser de ese modo, aunque esto ya es materia para otro tipo de discusión-.
Del mismo modo que uno no acude con la misma actitud a ver un espectáculo pirotécnico que a escuchar una cantata de Bach, no tiene ningún sentido enfrentarse a cualquier cuadro de Javier Liébana con la actitud de quien mira un Warhol. La propia obra se encarga de que no sea así al primer vistazo; no reclama, sino que exige la atención completa y reposada del espectador, pero no lo hace con el artificio barroco de la sorpresa deslumbrante, la estridencia o el reclamo barato de la sensualidad, aspectos que el autor rechaza categóricamente y que resultan tan fáciles como fugaces (pero desgraciadamente tan frecuentes en el mercado del arte) para un espectador contemporáneo cuya capacidad de ser impresionado es sumamente baja por una sobreestimulación constante que deja abotargada la sensibilidad. Es, precisamente, la recuperación de tal sensibilidad lo que se exige del espectador, lo que las obras demandan al captar instantáneamente la atención de quien las mira.
Se trata de obras poderosas, de presencia muy fuerte, capaces de llenar grandes espacios vacíos pero que a la vez necesitan respirar, no estar demasiado próximas unas de otras para su contemplación idónea, de ahí la gran preocupación por el montaje expositivo y la correcta elección de la ubicación para cada una de ellas. En un primer vistazo focalizan la atención por su contundencia, su volumen y en algunos casos una aparente tosquedad. Generan una atracción difícil de resistir, que invita a explorarlas más de cerca. Aunque creo que estas obras tienen un punto de vista marcadamente frontal, se hace necesario, además del acercamiento, la contemplación desde distintos ángulos para poder captar la enorme riqueza de texturas, relieves y perspectivas que conforman su superficie. Es entonces, en la distancia corta, cuando por ejemplo se observa el corte nítido de un surco sobre la materia, que ésta empieza a desvelar su estructura y podemos empezar a intuir el proceso creativo; pero también e igualmente importante, llegamos a la observación de la materia misma como elemento expresivo, como resultado. Ambos, proceso y resultado, constituyen una de las grandes preocupaciones estéticas de Javier Liébana, y encontrar su difícil equilibrio, uno de sus logros.
Aunque resulta tentador (y necesario) perderse un poco en los innumerables matices que la superficie matérica ofrece, se corre el riesgo de caer en la banalidad de un ejercicio de curiosidad lúdica si perdemos la perspectiva general de la obra. Su comprensión y valoración adecuadas vuelve a exigir del espectador que se aleje del detalle para poder captar, ahora de un modo diferente, el conjunto de la obra de una manera global y percibir la rigurosa ordenación de esa aparente aleatoriedad caótica de la materia. Será la lectura simultánea del conjunto general y de los detalles que lo conforman, la que ofrecerá la posibilidad de buscar el misterio de la obra; posibilidad que nunca será una realidad completa, pues el misterio nunca llega a estar totalmente desvelado, afortunadamente. Es posible volver una y otra vez a la obra y seguir descubriendo nuevas cualidades, detalles que nos pasaron desapercibidos y que modifican sutilmente nuestra apreciación anterior, haciéndola más rica y haciéndonos conscientes de la imposibilidad de captarla de una forma definitiva, lo que constituye otro más de los logros de su autor: la impredictibilidad.
Otro aspecto positivo a tener en cuenta es el buen trabajo a diferentes escalas. Tanto en las pequeñas obras de apenas 10 x 10 cms. como en las mayores, que superan los dos metros de altura el cuidado en el tratamiento de la materia es el mismo, como el afán de hacer de cada una de ellas una pieza verdaderamente acabada. Por supuesto que hay diferencias en las soluciones propuestas dependiendo del tamaño de la obra y del formato, pero en todas se observa la capacidad de haber sabido sacar el máximo de las posibilidades expresivas de la materia y la aplicación de los elementos formales más adecuados a cada caso. Se diría que se encuentra cómodo trabajando cualquier dimensión y formato y es que Javier Liébana es muy consciente de lo que se puede y no se puede hacer dependiendo de la dimensión de la obra que afronta, y es su conocimiento de los materiales y de los procesos que está desarrollando lo que guía su intuición para tomar una decisión u otra, la solución que deje la obra realmente acabada.
Quiero dejar claro, que cuando hablo de "intuición" no significa una especie de talento innato para hacerlo todo bien (eso es un invento de la crítica, me temo), sino a que no hay nunca certezas respecto al paso siguiente, y éste puede ser tan drástico que, de ser erróneo, eche la obra a perder; por tanto el único asidero para continuar con cierta seguridad sólo puede venir del conocimiento de lo que se hace, del oficio, y de la observación y meditación constantes sobre lo que se está haciendo. Así, es fácil suponer que Javier Liébana no sea un autor prolífico, y no lo es precisamente por el extremo cuidado que dedica a cada obra, independientemente de que su forma de elaborar un cuadro exige mucho tiempo para que la materia esté en las condiciones adecuadas para ser trabajada, cuidando todos y cada uno de los procesos de una forma casi obsesiva. Pero precisamente por eso, las suyas son obras tan acabadas, en lo estético y en lo físico, sin dejar nada al azar.
Quizá falte por decir que la posición de Javier Liébana respecto a la pintura y el arte en general, es profundamente ética, de compromiso firme con su trabajo y sólo con su trabajo. No es en absoluto un pintor que desconozca los sinsabores (por decirlo suavemente) de hacerse una carrera artística y abrirse camino en el feroz mercado del arte. Sólo su vocación es la que le ha hecho continuar a lo largo de los años, sacando tiempo de donde no lo hay, sobreponiéndose a todo tipo de escollos y zancadillas, manteniéndose fiel a su concepción de la pintura, sin concesiones y sin deber nada a nadie, haciendo suya aquella definición de pintor como "aquél que pasan los años, y sigue pintando". Ciertamente no son muchos los que puedan decir que sólo su obra habla por él, y sólo por ella puede ser juzgado; ésta debería ser norma en cualquier disciplina artística y por desgracia resulta cada vez menos frecuente con la extensión de esa plaga de divismo y espectáculo en el mundo del arte, sobrealimentado de estrellas fugaces, camisetas de moda, oportunistas y sinvergüenzas de todo pelaje. Sortear ese cenagal con la mente puesta en la siguiente obra es la mejor prueba de que su compromiso es sólo con él mismo y con la pintura. Eso también es ser pintor.
Javier Liébana. Obra reciente
Galería Antonio de Suñer, calle Barquillo 43
Desde el 18 de febrero
FOTOGRAFÍAS
(Las obras carecen de título. La leyenda sólo recoge la fecha de su ejecución y las medidas).
2004 (100 x 100 cms.) |
2006 (20 x 20 cms.) |
2009 (120 x 120 cms.) |
2012 (10 x 10 cms.) |
1012 (80 x 50 cms.) |
2013 (20 x 20 cms.) |
2013 (80 x 50 cms.) |
2013 (80 x 50 cms.) |
2014 (42 x 50 cms.) |
2015 (120 x 120 cms.) |
2015 (244 x 122 cms.) |
2016 (244 x 122 cms.) |
VÍDEO
https://www.youtube.com/watch?v=1NB1Tx0WSTM
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