No
tengo ni idea de quién fue el que acuñó el término de “Industria Cultural” para
referirse a las prácticas de gestión de la cultura en general y de
alguna de sus dimensiones más en particular. Aunque la denominación me repugna,
he de reconocer que resulta afortunada a la luz de cómo funciona el desarrollo
de la cultura a nivel internacional.
Me
centraré ahora en el funcionamiento de la producción y comercialización de la
pintura, que es el ámbito del que tengo más referencias directas, aunque,
salvando las distancias de cada uno de los campos culturales, creo que en todos
ellos el funcionamiento es sustancialmente idéntico.
Empecemos
por el principio: el pintor en su estudio. Cualquiera que haya tenido una
vocación más o menos seria de dedicarse a la pintura sabe bien el precio de la
inversión en tiempo, esfuerzo y materiales sin tener idea fija de si algún día
encontrará recompensa a su dedicación. Antes o después llega el momento de
enfrentarse al juicio ajeno, en forma de galería de arte, y aquí es donde
empiezan a confundirse las cosas.
Sustancialmente
(y si a los profesionales del ramo les molesta la definición, que se jodan) una
galería de arte es una empresa privada de comercialización de obras de arte
-seremos generosos y supondremos, mientras todo siga siendo teórico, que el
producto es bueno- que se rige por las mismas normas de adecuación a las
exigencias del mercado, principalmente calidad del producto y precio del mismo,
teniendo en cuenta que se trata de una mercancía con escaso valor de uso y
altísimo valor de cambio (en muchos casos). El precio de la obra es
consecuencia de la consideración de distintos factores, muchos de los cuales
escapan a la explicación del equilibrio entre oferta y demanda, estableciéndose
en función de las reglas propias del sector. En cuanto a la calidad, su
reconocimiento es relativo al entrar en juego distintos factores. El factor más
básico, y probablemente el más objetivo, es la propia factura de la obra: cualquier
pintor, galerista y crítico de arte mínimamente serio sabe distinguir cuándo
una pintura tiene una factura buena, saben reconocer el oficio de pintor en la
obra. El otro factor a tener en cuenta es la parte conceptual de la obra, la
idea que subyace en ella, y aquí el terreno es mucho más ambiguo por entrar en
juego otros muchos condicionantes, incluidos los gustos e intereses personales
del espectador, que influyen en la consideración de la idea como interesante o
no. Este relativismo en cuanto a lo conceptual puede constituir el terreno
sobre el que levantar la cotización del producto, dado que los galeristas
mismos son los que afirman que lo verdaderamente valioso de una obra de arte es
la idea subyacente en ella.
Después
de estas breves consideraciones (analizarlas a fondo sería demasiado complejo y
extenso), volvamos al pintor que ahora se ha de enfrentar al espectador,
galerista mediante… Una vez que ya tiene un número suficiente de obras,
comienza su via crucis para exponerlas e ingenuamente acude con su dosier de
fotos a distintas galerías de arte, donde, por lo general, tras el exhaustivo análisis de su trabajo
(realizado en menos de un minuto, cuando se hace…) es cordialmente invitado a
marcharse una vez ha dejado una copia de dicho dosier (que imagino es archivado
junto con el resto de material para reciclado) o ha recibido algún tipo de
respuesta definitiva que bajo las formas de “no es la línea de la galería”, “el
responsable no está en este momento”, “¿tienes un curriculum?” o “en este
momento no te puedo atender” significa lisa y llanamente que no tienen ningún
interés en la obra. Es el momento de acudir al circuito alternativo de
exposiciones, integrado por certámenes (donde curiosamente suelen ganar los
mismos nombres), tabernas, centros culturales o algún otro local dependiente de
la generosa administración municipal y su a menudo particular sistema de
gestión de lo público. Así pueden pasar varios años hasta que el pintor, si su
vocación es fuerte y su trabajo -que incluye, y torpe el que no lo haga, un
desarrollo notable de las habilidades de la mano izquierda- evoluciona
adecuadamente podrá afrontar un segundo asalto al mercado de las galerías de
arte. Lo más frecuente volverá a ser que repita experiencia, pero como a veces
el burro es capaz de hacer sonar la flauta, pongámonos en el caso de que el
pintor ha conseguido despertar el interés del señor/a galerista y le es concedida por regalía una
exposición.
Como
nada es gratis salvo el aire, el derecho a exponer implica una serie de
acuerdos para que ambas partes puedan estar satisfechas y que por regla general
vienen impuestas por el galerista en función de su mayor o menor grado de
desfachatez. Un acuerdo idílico vendría a ser un reparto de ganancias al 50/50
sin que el artista tenga que costear de su bolsillo el alquiler de la sala
mientras dure la exposición, los gastos de publicidad y promoción y el imprescindible
vino español que acompaña la festiva inauguración del evento. A partir de las de ese maravilloso acuerdo, las condiciones
sólo pueden ser en contra de los intereses del artista y su margen de
beneficio. Si además la exposición resulta un éxito comercialmente, pueden
aparecer otra serie de condiciones como un contrato de exclusividad por el que
el artista está obligado a exponer con el mismo galerista y vender su obra a
través de él dentro de un ámbito geográfico y por un tiempo que ambas partes acuerdan
(“acuerdo” significa “esto es lo que hay…”); las nuevas condiciones pueden ser
muy variadas y llegar de facto a suponer la “obligación” por parte del artista
de realizar una ingente cantidad de cuadros para cubrir la demanda
internacional de su obra (no voy a dar nombres, pero al parecer esto le sucedió
a cierto célebre pintor español cuya obra lleva una importante galería
internacional).
Conviene
hacer un inciso para intentar explicar la cuestión del precio de la obra. Como
ya dije más arriba, el mercado del arte es un sector con reglas propias y
específicas. Aun formando parte del mercado de mercancías de lujo, los precios
no obedecen a ciertos criterios objetivos que imperan para otros productos. No
se contempla el coste de producción (en general despreciable respecto al precio
final, como también han afirmado ciertos galeristas), el producto no está
condicionado por estándares universalmente reconocidos de calidad (como pueden
ser los materiales con que está construido un yate o el grado de pureza de una
gema) y, sobre todo, el precio de la obra no responde necesariamente a la
lógica del equilibrio entre oferta y demanda. Si se toma el ejemplo del pintor
que expone por primera vez en una galería de arte, no se puede afirmar que el
precio de su obra esté en modo alguno condicionado por la existencia de una
demanda previa puesto que prácticamente nadie conoce su trabajo; aunque se
contemplen aspectos como el margen de beneficio para cada una de las partes o
el precio del tiempo que estará la sala ocupada, en realidad el precio final de
la obra es algo de cálculo difícil y no objetivo en el que entran en juego
factores como la calidad reconocida de la obra o la estimación imprecisa de
cuánto estaría dispuesto a pagar un comprador, dando por sentado que existe un
precio mínimo que se establece por meras razones de prestigio (lo “barato”
también tiene sus propias reglas en el arte). En resumen, en mi opinión buena
parte del precio de una obra de arte obedece a factores completamente
arbitrarios que establece el galerista; el acierto con que sea capaz de
conjugar todos esos factores será una de las claves de su éxito comercial o de
su fracaso, así como de su prestigio profesional dentro del sector.
Conocimiento del producto, intuición sobre el mercado comprador y grandes dotes
de relaciones públicas son a mi entender los aspectos básicos, a nivel teórico,
que debe dominar un galerista de arte y que se consiguen sólo con la
experiencia; nada de esto se puede enseñar, pero se debe aprender.
Así
asentadas las cosas, lo que puede parecer una delicada posición del galerista,
es de facto una verdadera posición de poder. El galerista no es sólo el árbitro
que decide qué llega al mercado del arte y qué no (control sobre la oferta),
sino que también influye a la hora de que el comprador se incline por una obra
u otra (control sobre la demanda) y sobre el valor de la misma (control sobre
el precio). A un nivel más alto, ciertos galeristas llegan a influir sobre qué compran
las instituciones públicas -véase a qué galerías se compran un año tras otro
las obras que pasarán a formar parte de las colecciones públicas de museos e
instituciones- , con lo que su influencia trasciende su propio negocio para
entrar en el terreno de la política cultural de un país, es decir, constituyen
un lobby.
Pero
como también todo tiene que tener una explicación razonable (o cuando menos
comprensible), el tinglado del mercado del arte necesita justificar su poder de
algún modo y se basa en gran medida en la idea de prestigio. En el arte todo
está teñido de la idea de prestigio. Exponer obra da prestigio al artista,
tener a determinado artista da prestigio al galerista, poseer ciertas obras da
prestigio a una colección, tener ciertas colecciones da prestigio a una nación…
y el prestigio tiene un precio bastante elevado. Aquí aparece un personaje
clave para determinar toda esta escala de prestigio: el crítico de arte. Si se
tratase de un personaje independiente no habría ningún problema en aceptar su criterio,
pero como demasiado a menudo está no sólo vinculado a artistas y galerías, sino
también a instituciones y colecciones públicas, su juicio y su actividad pueden
quedar en entredicho. Y casos se han dado…
El
juicio favorable de ciertos críticos influye en el establecimiento de un precio
alto de la obra. Un precio alto no se mantiene exclusivamente por la calidad
(supuesta o manifiesta) de una obra, sino que se necesita avivar la demanda
para que se mantenga alta; aumentar la presencia de ciertos nombres en las
colecciones privadas contribuye al mantenimiento de un precio alto tanto como
la presencia en colecciones públicas y en ambos casos aparece la figura del
crítico de arte haciendo labores de asesoramiento a unos y otros. Llegando a
ciertos niveles de cotización (en general grotescos) se produce la necesidad de
mantener artificialmente los precios altos para evitar el riesgo de procesos
judiciales por estafa, despilfarro o malversación. Y casos también se han dado…
El
crítico de arte sin escrúpulos no llega a ser el principal beneficiario de todo
el tinglado económico que supone el mercado del arte, pero sí constituye el cómplice
necesario para que todos salgan ganando: el artista venderá obra y ganará
dinero, el galerista ganará más dinero todavía, el coleccionista se garantiza
una inversión revalorizable y el crítico le cobra comisión a todos ellos. ¿Qué
gana el público? Al igual que el ganado estabulado, el público se alimenta con
lo que le hayan querido dar, que no necesariamente es un producto de calidad.
Para ser justos, he de reconocer que el resultado de todo este tinglado tampoco
se puede decir que sea una completa aberración; como en toda corruptela bien
montada, el corrupto no se puede columpiar más de la cuenta sin que toda la
estructura se venga abajo. El mercado del arte, a diferencia de la trapacerías
cutres que se ven en otras tramas corruptas, está en manos de personajes que
están muy seguros de su posición hegemónica en el sector y que saben
perfectamente que todo es una cuestión de equilibrio, de no caer en la ambición
desmedida del pelotazo inmediato si se quiere que el negocio perdure en el
tiempo y a la larga resulte mucho más rentable.
Se
desprenden varias consecuencias de todo este modelo:
1- El
artista, de entrada, se halla en una posición absolutamente vulnerable y
dependiente; y una vez dentro, se halla en una posición de feroz competencia con otros artistas, creciente en ferocidad
cuanto más alto llega.
2- La
oferta cultural termina por ser subsidiaria de intereses económicos de
intermediarios, galeristas, críticos y coleccionistas.
3- El
público, a merced de lo que le quieran ofrecer, sigue permaneciendo en la
ignorancia sobre cómo funciona el modelo y sobre el propio panorama cultural
mientras cumple su necesario papel de financiar con sus impuestos (y a veces
con sus ahorros…) buena parte del negocio.
Romper
esta dinámica, en mi opinión repugnante, no es nada fácil. Al pivotar el
mercado del arte en torno a una complicada trama de valores subjetivos, es poco
menos que imposible demostrar que se trata de una farsa y de una corruptela de
grandes dimensiones. En este caso el consumidor (público) no tiene una
capacidad potencial de acabar con el modelo, y depender de un hipotético código
deontológico de las partes implicadas es poco menos que ciencia ficción, dado
que ellos mismos son los beneficiarios en mayor o menor medida. Lo que está
viciado, en realidad es la propia mercantilización de la cultura, y eso es lo
que habría que denunciar y extirpar de raíz, acabar con ese modelo de negocio y
no permitir que la cultura pueda en ninguna medida estar a merced de intereses
privados.
Sería
deseable proponer un modelo alternativo, pero no sabría dar las pautas de cómo
debería ser. Aunque de una cosa estoy seguro, y es de que la cultura, o cuando
menos la producción cultural, no se hallaría en peligro en ningún caso. La
vocación artística no está determinada por intereses económicos, y lo cierto es
que el producto cultural que está dentro del mercado no es más que una ínfima
parte de todo lo que se produce anónimamente. Cierto que de toda esa ingente
producción sólo un pequeño porcentaje podría considerarse bueno, pero existe y
dudo que desaparezca. Cuando menos, el desmantelamiento de la industria
cultural serviría para hacer una criba necesaria para separar la vocación
genuina de la ambición económica en un entorno donde, por desgracia, las
fronteras entre una y otra son demasiado difusas.