jueves, 11 de junio de 2015
La prostitución en el arte 3: el crítico
Aún queda hablar del papel de los críticos en el mercado del arte y su buena parte de protagonismo en todo lo que se hace mal en ese negocio.
El crítico de arte es una figura central en el sentido de que tiene contacto y trabaja tanto con artistas como con galeristas y muy a menudo con instituciones públicas y privadas, no siendo raro que su nombre figure en los patronatos de tales instituciones. En teoría su trabajo es evaluar el trabajo de los artistas y su aportación general al panorama artístico y cultural, y desde este punto de vista resulta importante para las galerías por la promoción que pueden hacer del artista seleccionado y el estímulo a la venta de obra. Su trabajo en los patronatos de instituciones es el de aportar una voz experta en asesoramiento sobre adquisiciones, organización de exposiciones (de las que frecuentemente son comisarios) y otras tareas de gestión en el plano artístico. Y hasta aquí todo iría bien si no fuese porque hay mucho dinero en juego y todo el mundo tiene un precio.
El crítico, por descontado, no trabaja gratis, sino pagado por el galerista para que dé su opinión, y a ser posible, favorable. Se me dirá que hay críticos que están en nómina de la prensa y los medios y que es de éstos de los que recibe remuneración, y es cierto, aunque una cosa no quita la otra. Aunque pueda parecer algo diferente, el mundo del arte es bastante pequeño, al menos en el sentido de que más o menos todo el mundo se conoce, se establecen multitud de contactos a lo largo de los años, y aunque buena parte de los artistas pasen, las relaciones permanecen. Por esta razón es raro que un galerista que inaugura exposición deje de invitar a sus contactos entre los críticos, como tampoco es raro que se les solicite una opinión experta y de prestigio sobre la obra expuesta; el problema surge cuando el crítico firma una reseña favorable sobre una obra manifiestamente mediocre, lo que hace saltar las alarmas de que debe haber gato encerrado.
Sea por amistad, por deber algún favor o por interés económico en mantener una cotización alta de la obra, se han dado casos no sólo de críticas buenas a obras malas (una forma de comportamiento mercenario de dudosa ética profesional), en algún caso con la intención manifiesta de incrementar el valor de mercado de la obra sobre la que el crítico ha invertido dinero, una forma de corrupción especulativa francamente repugnante. Más grave aún resulta cuando el crítico aprovecha su posición y sus contactos con las instituciones (recordemos que este mundillo es muy pequeño) para hacer maniobras similares que favorecen a ciertos artistas y a quienes les protegen aun al precio de llegar a poner a tales instituciones en una posición próxima al ridículo en vista de la calidad del proyecto promocionado.
En algunos casos, pocos (afortunadamente), hay críticos que aparecen vinculados simultáneamente a algunos artistas, a las galerías que les llevan, al poder mediático y a las instituciones y museos de titularidad pública, o lo que es lo mismo, al poder político. Tales casos son auténticos puestos de poder que llegan a manejar verdaderas cantidades de dinero, buena parte del cual son fondos públicos, que de una forma u otra se reparten aquellos que están metidos en la operación. Sólo así se explica que se gasten fortunas en obra, a veces mediocre, de artistas en activo vinculados a galerías a las que se realiza la compra o que median en la misma.
No puede ser casual que ciertas inversiones de dinero público en obra de determinados artistas coincidan con los mejores años de facturación de ciertas galerías, la posición holgada de ciertos grupos mediáticos (y sus influyentes aparatos culturales) con los que ciertos críticos tienen vínculos profesionales y la presencia en el poder político (ése que nombra de forma directa o indirecta la mayoría de los miembros de los patronatos) de ciertos partidos políticos. Tampoco resulta casual que con el cambio de orientación política en el poder los anteriores beneficiarios del tinglado sean sustituidos por aquellos afines a la nueva tendencia política; afinidades que en el colmo de la desfachatez y la desvergüenza llegan al nivel de compartir cama (tal cual...) figuras centrales en el mercado internacional del arte con figuras centrales del partido en el gobierno, algo que facilita enormemente la canalización de la inversión de dinero público para llenar bolsillos y cuentas opacas de ciertos particulares.
No voy a llegar a afirmar que el crítico de arte, o ciertos críticos, sean los responsables directos de todas las corruptelas y despilfarros que se han perpetrado en España con la excusa de comprar obra para museos, "ornar" aeropuertos e incluso rotondas con la firma de autores de renombre internacional (el criterio sobre la ubicación de ciertas obras en determinados lugares en España debería ser motivo de estudio para posibles sanciones penales); pero el crítico es una figura necesaria en esta trama al proporcionar un aura de prestigio a la obra por la que se va a pagar una importante cantidad de dinero, consiguiendo de esta forma que ese prestigio oculte, al menos parcialmente, el resto de una operación que en demasiadas ocasiones presenta aspectos algo peor que turbios. Dudo que la combinación de ciertas siglas políticas vinculadas con el nombre de un importante grupo mediático del que cierto crítico es asalariado esté por completo desvinculada de la operación de compra a cierto artista cuya obra lleva una galería a la que sistemáticamente se compra obra por parte de las administraciones públicas, que es amigo del crítico y que es publicitado por el medio informativo. Y esto es sólo un ejemplo, desgraciadamente no el único, ni el más burdo, de lo que con frecuencia se cuece detrás de las operaciones de compra de obras de arte con dinero público. Ni que decir tiene que en periodos de abundancia no ha temblado el pulso a la hora de pagar verdaderas fortunas por obras cuya cotización, recordémoslo, empieza siendo arbitraria para mantenerse artificialmente alta, y aquí nuevamente encontramos a algunos críticos que justifican el gasto por la calidad (cierta o supuesta) de la obra; después de todo, el crítico es el que entiende, así que la cosa estará bien...
Depurar responsabilidades en todo esto resulta complicado. En realidad todas las partes implicadas tienen su parte de culpa, y recurrir a denunciar que el problema radica en el fondo en la propia dinámica capitalista del mercado del arte tampoco aporta una solución alternativa que habría que meditar y que no estoy en condiciones de aportar; sólo constato que existe un problema con cómo se han hecho las cosas hasta ahora en la comercialización de las obras de arte , y que como en tantas otras facetas del modelo de gestión capitalista, el interés general no resulta de la suma de los intereses particulares implicados.
viernes, 5 de junio de 2015
La prostitución en el arte 2: el galerista
Recordemos que una galería de arte es una empresa privada de comercialización de obras de arte que opera junto a muchas otras con las que compite por una posición en el mercado y aspira a una hegemonía dentro del mismo; ni más ni menos que cualquier otro tipo negocio en una economía capitalista, con las peculiaridades específicas de su sector.
Una de las posibles grandes bazas para prosperar en el negocio de la comercialización del arte está en el descubrimiento de nuevos talentos y hacer cierta labor de mecenazgo, algo que sin ser la norma, es justo reconocer que ha sucedido en algunos casos con el doble beneficio tanto para artista, que puede contar con unos ingresos que le permitan centrarse en la producción de obra, como para el galerista, que además de obtener un beneficio de la venta de tal obra, gana una buena dosis de prestigio profesional (además de vanidad; los grandes egos en este sector no son exclusivos de los artistas).
Este sería un modelo deseable, dentro de la discutible dinámica general, de relación artista-galerista, pero desgraciadamente no es en absoluto común. El apoyo al artista del que muchas galerías se ufanan no suele pasar de aceptar la obra para exponerla por un breve espacio de tiempo, y que tal experiencia tenga una continuidad dependerá exclusivamente del nivel de éxito comercial alcanzado con la exposición. Por descontado, esto es independiente de la calidad de las obras, pudiéndose dar casos de obra buena con pobre acogida y obra mala con gran volumen de ventas, lo que a su vez puede dar pie a otra serie de complicaciones para mantener alta la demanda y los precios.
Que una obra de calidad expuesta no encuentre acogida entre el público puede obedecer a muchas razones, aunque la principal está del lado del espectador, y él tendrá sus motivos de rechazo; pero, ¿cómo se explica que pueda triunfar una obra mala? Dejando a un lado el criterio a veces discutible del espectador (que no siempre tiene razón), habría que empezar por ver los motivos del galerista para exponer tal obra que sabe, o debería saber, es mala. Ya sea porque pueda deber algún tipo de favor al "artista" (es inapropiado llamar así a todos los que alguna vez han expuesto obra en galerías de arte) o porque piense que un determinado nombre puede atraer ventas, no es la primera vez que obras infames disfrutan de presencia en galerías de arte, incluidas algunas de prestigio reconocido; y motivos habrá para que ello suceda, pero en tal caso habría que precisar las motivaciones reales del galerista para permitir tales exposiciones en su local, y desde luego no parece que ninguna de ellas sea ese supuestamente altruista apoyo a los artistas.
Por supuesto que es legítimo actuar por motivaciones económicas dentro de una dinámica capitalista, pero hay que tener en cuenta algunas cuestiones como que la actividad privada se legitima sólo mientras suponga algún tipo de beneficio público, ya sea en forma de impuestos o como en este caso, complementando la oferta cultural de un país, apoyando la producción artística o dando a conocer la actividad de los artistas. Es desde este punto de vista del interés general que se puede explicar por qué la compraventa de obras de arte haya podido disfrutar de gravámenes reducidos respecto a otro tipo de bienes de consumo, o que las administraciones públicas no lleven a cabo una especial vigilancia de las transacciones en el mercado del arte cuando se sabe que constituyen verdaderas tapaderas de blanqueo de capitales en muchos casos, y en todos ellos el galerista es una pieza fundamental para que el fraude se pueda realizar. El galerista no sólo es poseedor de fondos de obra, sino que se sabe pieza fundamental al constituir el nexo imprescindible entre la oferta general y el potencial comprador, ya sea privado o institucional.
Dando todo esto por sabido, me parece justo reconocer que la actividad de las galerías de arte está muy lejos de ese carácter benefactor que con frecuencia alegan. Su motivación principal es siempre económica, y el beneficio social que se pueda derivar es siempre subsidiario del comercial. Se puede señalar otra dimensión de este carácter en el hecho de que con frecuencia las galerías de arte exponen sus propios fondos para venta, lo que puede ser legítimo para obtener liquidez y poder mantener la actividad al tiempo que se justifica alegando el dar a conocer obra al público; esto estaría muy bien de no ser por la cantidad de veces que vemos los mismos nombres con las mismas series de obras. No hay un interés en la difusión cultural en estos casos, es simplemente gestión de stocks con fines lucrativos, una forma más de hacer caja, una actividad más propia de mercaderes que de los benefactores culturales que pretenden ser los galeristas y por lo que disfrutan, o lo han hecho, de determinados privilegios fiscales.
Así las cosas, nos encontramos con que las galerías de arte demasiado a menudo están muy lejos de cumplir el papel cultural que teóricamente tienen encomendado. La promoción y difusión de obra es un aspecto secundario de su actividad lucrativa real. Es la propia dinámica capitalista en el mercado del arte la que hace que la actividad de las galerías de arte esté completamente prostituida al servicio del interés económico, y el problema es que ésta es una dinámica francamente difícil de romper. El papel de mediador entre los artistas y el público que desempeña el galerista hoy por hoy sigue resultando fundamental; si hace años era imprescindible por la imposibilidad de exhibir obra más que en las galerías de arte, con la sociedad de la información, aunque raro es el artista que no muestra su trabajo en páginas web (personales y colectivas), la oferta resulta tan abrumadora que sigue siendo necesaria una figura que apueste por seleccionar la que se considera digna de ser exhibida físicamente. El espacio virtual es demasiado amplio y demasiado pobre para la contemplación de obras de arte, y aquí es donde el papel teórico del galerista cobra su importancia como difusor e impulsor, y sólo resta confiar en su criterio, responsabilidad y ética profesional. Si esto es posible dentro de la actual dinámica capitalista, es algo que cada cual debe decidir. En mi opinión son tantos los casos de mala praxis y verdadera prostitución al servicio de intereses económicos que delegar en los galeristas el papel de promoción y difusión del arte resulta cuando menos inadecuado. Proponer alternativas resulta complicado, pero creo que sería necesario abrir un debate al respecto centrado en el interés general donde se dé voz a todas las partes implicadas.
Una de las posibles grandes bazas para prosperar en el negocio de la comercialización del arte está en el descubrimiento de nuevos talentos y hacer cierta labor de mecenazgo, algo que sin ser la norma, es justo reconocer que ha sucedido en algunos casos con el doble beneficio tanto para artista, que puede contar con unos ingresos que le permitan centrarse en la producción de obra, como para el galerista, que además de obtener un beneficio de la venta de tal obra, gana una buena dosis de prestigio profesional (además de vanidad; los grandes egos en este sector no son exclusivos de los artistas).
Este sería un modelo deseable, dentro de la discutible dinámica general, de relación artista-galerista, pero desgraciadamente no es en absoluto común. El apoyo al artista del que muchas galerías se ufanan no suele pasar de aceptar la obra para exponerla por un breve espacio de tiempo, y que tal experiencia tenga una continuidad dependerá exclusivamente del nivel de éxito comercial alcanzado con la exposición. Por descontado, esto es independiente de la calidad de las obras, pudiéndose dar casos de obra buena con pobre acogida y obra mala con gran volumen de ventas, lo que a su vez puede dar pie a otra serie de complicaciones para mantener alta la demanda y los precios.
Que una obra de calidad expuesta no encuentre acogida entre el público puede obedecer a muchas razones, aunque la principal está del lado del espectador, y él tendrá sus motivos de rechazo; pero, ¿cómo se explica que pueda triunfar una obra mala? Dejando a un lado el criterio a veces discutible del espectador (que no siempre tiene razón), habría que empezar por ver los motivos del galerista para exponer tal obra que sabe, o debería saber, es mala. Ya sea porque pueda deber algún tipo de favor al "artista" (es inapropiado llamar así a todos los que alguna vez han expuesto obra en galerías de arte) o porque piense que un determinado nombre puede atraer ventas, no es la primera vez que obras infames disfrutan de presencia en galerías de arte, incluidas algunas de prestigio reconocido; y motivos habrá para que ello suceda, pero en tal caso habría que precisar las motivaciones reales del galerista para permitir tales exposiciones en su local, y desde luego no parece que ninguna de ellas sea ese supuestamente altruista apoyo a los artistas.
Por supuesto que es legítimo actuar por motivaciones económicas dentro de una dinámica capitalista, pero hay que tener en cuenta algunas cuestiones como que la actividad privada se legitima sólo mientras suponga algún tipo de beneficio público, ya sea en forma de impuestos o como en este caso, complementando la oferta cultural de un país, apoyando la producción artística o dando a conocer la actividad de los artistas. Es desde este punto de vista del interés general que se puede explicar por qué la compraventa de obras de arte haya podido disfrutar de gravámenes reducidos respecto a otro tipo de bienes de consumo, o que las administraciones públicas no lleven a cabo una especial vigilancia de las transacciones en el mercado del arte cuando se sabe que constituyen verdaderas tapaderas de blanqueo de capitales en muchos casos, y en todos ellos el galerista es una pieza fundamental para que el fraude se pueda realizar. El galerista no sólo es poseedor de fondos de obra, sino que se sabe pieza fundamental al constituir el nexo imprescindible entre la oferta general y el potencial comprador, ya sea privado o institucional.
Dando todo esto por sabido, me parece justo reconocer que la actividad de las galerías de arte está muy lejos de ese carácter benefactor que con frecuencia alegan. Su motivación principal es siempre económica, y el beneficio social que se pueda derivar es siempre subsidiario del comercial. Se puede señalar otra dimensión de este carácter en el hecho de que con frecuencia las galerías de arte exponen sus propios fondos para venta, lo que puede ser legítimo para obtener liquidez y poder mantener la actividad al tiempo que se justifica alegando el dar a conocer obra al público; esto estaría muy bien de no ser por la cantidad de veces que vemos los mismos nombres con las mismas series de obras. No hay un interés en la difusión cultural en estos casos, es simplemente gestión de stocks con fines lucrativos, una forma más de hacer caja, una actividad más propia de mercaderes que de los benefactores culturales que pretenden ser los galeristas y por lo que disfrutan, o lo han hecho, de determinados privilegios fiscales.
Así las cosas, nos encontramos con que las galerías de arte demasiado a menudo están muy lejos de cumplir el papel cultural que teóricamente tienen encomendado. La promoción y difusión de obra es un aspecto secundario de su actividad lucrativa real. Es la propia dinámica capitalista en el mercado del arte la que hace que la actividad de las galerías de arte esté completamente prostituida al servicio del interés económico, y el problema es que ésta es una dinámica francamente difícil de romper. El papel de mediador entre los artistas y el público que desempeña el galerista hoy por hoy sigue resultando fundamental; si hace años era imprescindible por la imposibilidad de exhibir obra más que en las galerías de arte, con la sociedad de la información, aunque raro es el artista que no muestra su trabajo en páginas web (personales y colectivas), la oferta resulta tan abrumadora que sigue siendo necesaria una figura que apueste por seleccionar la que se considera digna de ser exhibida físicamente. El espacio virtual es demasiado amplio y demasiado pobre para la contemplación de obras de arte, y aquí es donde el papel teórico del galerista cobra su importancia como difusor e impulsor, y sólo resta confiar en su criterio, responsabilidad y ética profesional. Si esto es posible dentro de la actual dinámica capitalista, es algo que cada cual debe decidir. En mi opinión son tantos los casos de mala praxis y verdadera prostitución al servicio de intereses económicos que delegar en los galeristas el papel de promoción y difusión del arte resulta cuando menos inadecuado. Proponer alternativas resulta complicado, pero creo que sería necesario abrir un debate al respecto centrado en el interés general donde se dé voz a todas las partes implicadas.
La prostitución en el arte 1: el artista
Desde que la obra de arte fue convertida en mercancía de intercambio comercial, el artista conoce dos vertientes de prostitución: la que le es impuesta al quedar a merced de los intereses del mercado, y la que él mismo ejerce de distintas formas al entrar de lleno en las dinámicas de ese mercado.
En “La industria cultural (pintura)” ya hablé sobre las condiciones que le eran impuestas al artista que entraba en el circuito comercial; pero la dependencia de ese canal de comercialización de su obra, al menos en sus niveles iniciales, suele tener otra serie de efectos colaterales para poder mantenerse dentro de ese circuito, donde, si entrar es complicado, permanecer lo es bastante más.
Esa dependencia, unida a que en el mundo del arte abundan los egos desmedidos, a menudo genera rivalidades entre los artistas por ganarse el favor de galeristas y críticos, un terreno donde las habilidades de la mano izquierda (las amatorias las dejaremos a un lado, aunque de todo hay…) resultan fundamentales para abrirse camino. Éste es un punto de partida, y en función de la situación personal de cada artista y de la clase de individuo que sea, su proceder puede variar, aunque la tónica general es el reparto de dentelladas, el todos contra todos.
Aunque personalmente un artista pueda no depender económicamente de la venta de su obra, es norma común que quiera forjarse una posición dentro del panorama artístico, y son las condiciones de este panorama las que suelen convertirle en un competidor despiadado con sus colegas de oficio. La realidad es que hay muy pocos asientos para tantos culos, y la proporción es decreciente según se asciende en el escalafón, al menos hasta que se consigue la consagración internacional, el estatus de artista indiscutible. Pero hasta entonces la norma es el recurso a todo tipo de trapacerías, difamaciones, zancadillas y conchaveos que permitan eliminar rivales.
Resulta particularmente triste cuando esta competencia está motivada, como sucede a veces, por una mera cuestión de supervivencia del día a día. No es sólo que existan muchos más artistas que galerías de arte, sino que se añade el hecho de que a menudo el artista no sabe o no es capaz de realizar otro tipo de actividad, con lo que “reciclarse” (bonita expresión…) no pasa por ser una opción, y en tal caso la única alternativa es pelear por mantener la posición en el mercado caiga quien caiga.
De una forma u otra, el artista entra de lleno en una dinámica competitiva realmente deplorable en la que sabe que debe permanecer fuerte para sobrevivir, y no son pocos los que acaban por colgar los pinceles; ya sea por su incapacidad artística (más de uno intenta adaptarse a "lo que vende", convirtiéndose en una forma de epígono que por lo común recuerda demasiado al modelo original) o por su incapacidad para manejarse en semejante jungla, podemos estar seguros de que más de una vocación se echa a perder, y con ella una cantidad difícilmente cuantificable de posibles buenas obras.
Lo irónico y más lamentable de todos estos casos es que en ningún caso ese comportamiento garantiza nada al artista; según la dinámica del mercado del arte, el artista es la parte más prescindible porque siempre se va a encontrar un relevo. Si cierta falta de escrúpulos para pisar cuellos ayuda a conseguir una oportunidad, la solidez del trabajo es lo único que puede mantener vivo el interés por la obra de un artista, y eso se tiene o no se tiene; pero lo que no existe en ningún caso es la obligación de comprar obra, menos aún cuando ésta no alcanza un nivel de calidad que justifique la inversión, y que además la justifique en el tiempo, es decir, que la obra pueda revalorizarse en el futuro, lo que no siempre sucede.
Existe, además, otra forma de prostitución (o a mí al menos me lo parece) que afecta sólo a aquellos que ya se han forjado una posición sólida en el mercado. Me refiero a esa situación en la que el artista, convertido en personaje, es paseado por exposiciones de su propia obra y utilizado como acicate y reclamo para la venta de la misma. No sé hasta qué punto esto pueda formar parte de una obligación contractual con su galerista, o que éste se pueda ver acuciado por las exigencias estúpidas y vanas de su clientela para hacer que el artista se preste a dar gusto al señor inversor que va a engordar la cuenta corriente de unos y otros. Personalmente me cuesta entender que figuras consagradas (merecidamente o no) accedan a convertirse por un espacio de tiempo en una especie de fetiches de sí mismos para solaz de un cliente de dudosa inteligencia y un galerista de ávida codicia, pero lo cierto es que son muchos los que de grado o penosamente han cedido a esta forma de exigencia del mercado, hasta el punto de que el artista discreto que pasa desapercibido es una especie de rareza social de la que a menudo se deja constancia en los escritos sobre su trayectoria; algo así como si la vanidad fuese la situación natural y la discreción la anomalía. El mundo al revés.
A la hora de analizar las consecuencias de la dinámica de mercado para el artista creo necesario señalar que es rigurosamente falso que la competitividad redunde en la calidad del producto artístico. El artista no mejora la calidad de la obra que es capaz de producir por presiones de la demanda, no puede hacer política de precios (porque no los fija él), ni política cultural porque no es él el que decide la venta a instituciones públicas. La asunción por parte del artista, la parte más vulnerable de toda esta cadena de despropósitos, de esa dinámica de competitividad tiene como primera consecuencia una reducción de su dignidad profesional y personal impulsada por las leyes del mercado específicas del arte; y también, aunque no sea el único factor ni el más importante, le hace potencialmente corresponsable de que la producción de obra de sus “rivales” derrotados pueda quedar supeditada a la realización de otras actividades de mera supervivencia, e incluso no llegar a ser conocida jamás.
En cualquiera de sus formas, la presión sobre el artista no constituye ni puede constituir un acicate a la producción de una obra de calidad porque todo condicionante externo resulta innecesario. El artista es, o debería ser, el principal y más implacable crítico de su obra; es a él a quien en realidad correspondería decidir qué y qué no se expone del conjunto de su producción, algo que de hecho resulta ficticio incluso para las grandes figuras consagradas por la crítica e incluso por los historiadores del arte. La presión por hacer más obra, por pisar al “rival”, por copar la crítica… convierten al artista en esbirro (cuando no en esclavo o en bufón) de los intereses económicos que acosan la producción artística desde todos sus ángulos y en todos sus niveles.
Si no recuerdo mal, a Joan Miró se le atribuye haber dicho algo así como que "el artista debe ocultarse detrás de su obra". Independientemente de la autoría de la declaración, estoy plenamente de acuerdo con ella. Que cada cual saque sus propias conclusiones.
En “La industria cultural (pintura)” ya hablé sobre las condiciones que le eran impuestas al artista que entraba en el circuito comercial; pero la dependencia de ese canal de comercialización de su obra, al menos en sus niveles iniciales, suele tener otra serie de efectos colaterales para poder mantenerse dentro de ese circuito, donde, si entrar es complicado, permanecer lo es bastante más.
Esa dependencia, unida a que en el mundo del arte abundan los egos desmedidos, a menudo genera rivalidades entre los artistas por ganarse el favor de galeristas y críticos, un terreno donde las habilidades de la mano izquierda (las amatorias las dejaremos a un lado, aunque de todo hay…) resultan fundamentales para abrirse camino. Éste es un punto de partida, y en función de la situación personal de cada artista y de la clase de individuo que sea, su proceder puede variar, aunque la tónica general es el reparto de dentelladas, el todos contra todos.
Aunque personalmente un artista pueda no depender económicamente de la venta de su obra, es norma común que quiera forjarse una posición dentro del panorama artístico, y son las condiciones de este panorama las que suelen convertirle en un competidor despiadado con sus colegas de oficio. La realidad es que hay muy pocos asientos para tantos culos, y la proporción es decreciente según se asciende en el escalafón, al menos hasta que se consigue la consagración internacional, el estatus de artista indiscutible. Pero hasta entonces la norma es el recurso a todo tipo de trapacerías, difamaciones, zancadillas y conchaveos que permitan eliminar rivales.
Resulta particularmente triste cuando esta competencia está motivada, como sucede a veces, por una mera cuestión de supervivencia del día a día. No es sólo que existan muchos más artistas que galerías de arte, sino que se añade el hecho de que a menudo el artista no sabe o no es capaz de realizar otro tipo de actividad, con lo que “reciclarse” (bonita expresión…) no pasa por ser una opción, y en tal caso la única alternativa es pelear por mantener la posición en el mercado caiga quien caiga.
De una forma u otra, el artista entra de lleno en una dinámica competitiva realmente deplorable en la que sabe que debe permanecer fuerte para sobrevivir, y no son pocos los que acaban por colgar los pinceles; ya sea por su incapacidad artística (más de uno intenta adaptarse a "lo que vende", convirtiéndose en una forma de epígono que por lo común recuerda demasiado al modelo original) o por su incapacidad para manejarse en semejante jungla, podemos estar seguros de que más de una vocación se echa a perder, y con ella una cantidad difícilmente cuantificable de posibles buenas obras.
Lo irónico y más lamentable de todos estos casos es que en ningún caso ese comportamiento garantiza nada al artista; según la dinámica del mercado del arte, el artista es la parte más prescindible porque siempre se va a encontrar un relevo. Si cierta falta de escrúpulos para pisar cuellos ayuda a conseguir una oportunidad, la solidez del trabajo es lo único que puede mantener vivo el interés por la obra de un artista, y eso se tiene o no se tiene; pero lo que no existe en ningún caso es la obligación de comprar obra, menos aún cuando ésta no alcanza un nivel de calidad que justifique la inversión, y que además la justifique en el tiempo, es decir, que la obra pueda revalorizarse en el futuro, lo que no siempre sucede.
Existe, además, otra forma de prostitución (o a mí al menos me lo parece) que afecta sólo a aquellos que ya se han forjado una posición sólida en el mercado. Me refiero a esa situación en la que el artista, convertido en personaje, es paseado por exposiciones de su propia obra y utilizado como acicate y reclamo para la venta de la misma. No sé hasta qué punto esto pueda formar parte de una obligación contractual con su galerista, o que éste se pueda ver acuciado por las exigencias estúpidas y vanas de su clientela para hacer que el artista se preste a dar gusto al señor inversor que va a engordar la cuenta corriente de unos y otros. Personalmente me cuesta entender que figuras consagradas (merecidamente o no) accedan a convertirse por un espacio de tiempo en una especie de fetiches de sí mismos para solaz de un cliente de dudosa inteligencia y un galerista de ávida codicia, pero lo cierto es que son muchos los que de grado o penosamente han cedido a esta forma de exigencia del mercado, hasta el punto de que el artista discreto que pasa desapercibido es una especie de rareza social de la que a menudo se deja constancia en los escritos sobre su trayectoria; algo así como si la vanidad fuese la situación natural y la discreción la anomalía. El mundo al revés.
A la hora de analizar las consecuencias de la dinámica de mercado para el artista creo necesario señalar que es rigurosamente falso que la competitividad redunde en la calidad del producto artístico. El artista no mejora la calidad de la obra que es capaz de producir por presiones de la demanda, no puede hacer política de precios (porque no los fija él), ni política cultural porque no es él el que decide la venta a instituciones públicas. La asunción por parte del artista, la parte más vulnerable de toda esta cadena de despropósitos, de esa dinámica de competitividad tiene como primera consecuencia una reducción de su dignidad profesional y personal impulsada por las leyes del mercado específicas del arte; y también, aunque no sea el único factor ni el más importante, le hace potencialmente corresponsable de que la producción de obra de sus “rivales” derrotados pueda quedar supeditada a la realización de otras actividades de mera supervivencia, e incluso no llegar a ser conocida jamás.
En cualquiera de sus formas, la presión sobre el artista no constituye ni puede constituir un acicate a la producción de una obra de calidad porque todo condicionante externo resulta innecesario. El artista es, o debería ser, el principal y más implacable crítico de su obra; es a él a quien en realidad correspondería decidir qué y qué no se expone del conjunto de su producción, algo que de hecho resulta ficticio incluso para las grandes figuras consagradas por la crítica e incluso por los historiadores del arte. La presión por hacer más obra, por pisar al “rival”, por copar la crítica… convierten al artista en esbirro (cuando no en esclavo o en bufón) de los intereses económicos que acosan la producción artística desde todos sus ángulos y en todos sus niveles.
Si no recuerdo mal, a Joan Miró se le atribuye haber dicho algo así como que "el artista debe ocultarse detrás de su obra". Independientemente de la autoría de la declaración, estoy plenamente de acuerdo con ella. Que cada cual saque sus propias conclusiones.
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