viernes, 5 de junio de 2015

La prostitución en el arte 1: el artista

Desde que la obra de arte fue convertida en mercancía de intercambio comercial, el artista conoce dos vertientes de prostitución: la que le es impuesta al quedar a merced de los intereses del mercado, y la que él mismo ejerce de distintas formas al entrar de lleno en las dinámicas de ese mercado.

En “La industria cultural (pintura)” ya hablé sobre las condiciones que le eran impuestas al artista que entraba en el circuito comercial; pero la dependencia de ese canal de comercialización de su obra, al menos  en sus niveles iniciales, suele tener otra serie de efectos colaterales para poder mantenerse dentro de ese circuito, donde, si entrar es complicado, permanecer lo es bastante más.

Esa dependencia, unida a que en el mundo del arte abundan los egos desmedidos, a menudo genera rivalidades entre los artistas por ganarse el favor de galeristas y críticos, un terreno donde las habilidades de la mano izquierda (las amatorias las dejaremos a un lado, aunque de todo hay…) resultan fundamentales para abrirse camino. Éste es un punto de partida, y en función de la situación personal de cada artista y de la clase de individuo que sea, su proceder puede variar, aunque la tónica general es el reparto de dentelladas, el todos contra todos.

Aunque personalmente un artista pueda no depender económicamente de la venta de su obra, es norma común que quiera forjarse una posición dentro del panorama artístico, y son las condiciones de este panorama las que suelen convertirle en un competidor despiadado con sus colegas de oficio. La realidad es que hay muy pocos asientos para tantos culos, y la proporción es decreciente según se asciende en el escalafón, al menos hasta que se consigue la consagración internacional, el estatus de artista indiscutible. Pero hasta entonces la norma es el recurso a todo tipo de trapacerías, difamaciones, zancadillas y conchaveos que permitan eliminar rivales.

Resulta particularmente triste cuando esta competencia está motivada, como sucede a veces, por una mera cuestión de supervivencia del día a día. No es sólo que existan muchos más artistas que galerías de arte, sino que se añade el hecho de que a menudo el artista no sabe o no es capaz de realizar otro tipo de actividad, con lo que “reciclarse” (bonita expresión…) no pasa por ser una opción, y en tal caso la única alternativa es pelear por mantener la posición en el mercado caiga quien caiga.
 De una forma u otra, el artista entra de lleno en una dinámica competitiva realmente deplorable en la que sabe que debe permanecer fuerte para sobrevivir, y no son pocos los que acaban por colgar los pinceles; ya sea por su incapacidad artística (más de uno intenta adaptarse a "lo que vende", convirtiéndose en una forma de epígono que por lo común recuerda demasiado al modelo original) o por su incapacidad para manejarse en semejante jungla, podemos estar seguros de que más de una vocación se echa a perder, y con ella una cantidad difícilmente cuantificable de posibles buenas obras.

Lo irónico y más lamentable de todos estos casos es que en ningún caso ese comportamiento garantiza nada al artista; según la dinámica del mercado del arte, el artista es la parte más prescindible porque siempre se va a encontrar un relevo. Si cierta falta de escrúpulos para pisar cuellos ayuda a conseguir una oportunidad, la solidez del trabajo es lo único que puede mantener vivo el interés por la obra de un artista, y eso se tiene o no se tiene; pero lo que no existe en ningún caso es la obligación de comprar obra, menos aún cuando ésta no alcanza un nivel de calidad que justifique la inversión, y que además la justifique en el tiempo, es decir, que la obra pueda revalorizarse en el futuro, lo que no siempre sucede.

Existe, además, otra forma de prostitución (o a mí al menos me lo parece) que afecta sólo a aquellos que ya se han forjado una posición sólida en el mercado. Me refiero a esa situación en la que el artista, convertido en personaje, es paseado por exposiciones de su propia obra y utilizado como acicate y reclamo para la venta de la misma. No sé hasta qué punto esto pueda formar parte de una obligación contractual con su galerista, o que éste se pueda ver acuciado por las exigencias estúpidas y vanas de su clientela para hacer que el artista se preste a dar gusto al señor inversor que va a engordar la cuenta corriente de unos y otros. Personalmente me cuesta entender que figuras consagradas (merecidamente o no) accedan a convertirse por un espacio de tiempo en una especie de fetiches de sí mismos para solaz de un cliente de dudosa inteligencia y un galerista de ávida codicia, pero lo cierto es que son muchos los que de grado o penosamente han cedido a esta forma de exigencia del mercado, hasta el punto de que el artista discreto que pasa desapercibido es una especie de rareza social de la que a menudo se deja constancia en los escritos sobre su trayectoria; algo así como si la vanidad fuese la situación natural y la discreción la anomalía. El mundo al revés.

A la hora de analizar las consecuencias de la dinámica de mercado para el artista creo necesario señalar que es rigurosamente falso que la competitividad redunde en la calidad del producto artístico. El artista no mejora la calidad de la obra que es capaz de producir por presiones de la demanda, no puede hacer política de precios (porque no los fija él), ni política cultural porque no es él el que decide la venta a instituciones públicas. La asunción por parte del artista, la parte más vulnerable de toda esta cadena de despropósitos, de esa dinámica de competitividad tiene como primera consecuencia una reducción de su dignidad profesional y personal impulsada por las leyes del mercado específicas del arte; y también, aunque no sea el único factor ni el más importante, le hace potencialmente corresponsable de que la producción de obra de sus “rivales” derrotados pueda quedar supeditada a la realización de otras actividades de mera supervivencia, e incluso no llegar a ser conocida jamás.

En cualquiera de sus formas, la presión sobre el artista no constituye ni puede constituir un acicate a la producción de una obra de calidad porque todo condicionante externo  resulta innecesario. El artista es, o debería ser, el principal y más implacable crítico de su obra; es a él a quien en realidad correspondería decidir qué y qué no se expone del conjunto de su producción, algo que de hecho resulta ficticio incluso para las grandes figuras consagradas por la crítica e incluso por los historiadores del arte.  La presión por hacer más obra, por pisar al “rival”, por copar la crítica… convierten al artista en esbirro (cuando no en esclavo o en bufón) de los intereses económicos que acosan la producción artística desde todos sus ángulos y en todos sus niveles.

Si no recuerdo mal, a Joan Miró se le atribuye haber dicho algo así como que "el artista debe ocultarse detrás de su obra". Independientemente de la autoría de la declaración, estoy plenamente de acuerdo con ella. Que cada cual saque sus propias conclusiones.

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